¿Qué ven los astronautas cuando cierran los ojos? Historias de astronautas, bombas atómicas y cerebros Antonio Martínez Ron ¿Qué ven los astronautas cuando cierran los ojos? Historias de astronautas, bombas atómicas y cerebros. © 2013 Antonio Martínez Ron Edición especial y limitada, septiembre 2013. ISBN: 978-84-616-6275-3 Depósito legal: M-36080-2013 Ilustración de cubierta: Javier Álvarez Maquetación: @alpoma Impreso en España / Printed in Spain Todos los derechos reservados. No está permitida la reproducción, reimpresión, ni utilización por cualquier forma o medio, bien sea electrónico, mecánico, químico o de otro tipo, tanto conocido como los que puedan inventarse, incluyendo el fotocopiado o grabación, ni se permite su almacenamiento en un sistema de información y recuperación, sin el permiso anticipado y por escrito del editor. ¿Qué clase de hombres son esos poetas que pueden hablar de Júpiter si es un humano, pero deben guardar silencio si se trata de una inmensa esfera de amoniaco y metano en rotación? Richard Feynman A Noelia Índice Prólogo. Creíamos que no nos interesaba, Ander Izagirre Introducción 1. ¿Qué ven los astronautas cuando cierran los ojos? 2. Asalto a la cámara de rocas lunares 3. Einstein en el maletero 4. Guardianes de la destrucción 5. Un relato sobre la oscuridad en el espacio 6. El hombre que dispara contra la Luna 7. Aviso a la humanidad: “¡Aléjense de aquí!” 8. Fabricantes de auroras 9. Esperando a los dioses 10. Semen de premio Nobel 11. Un viaje a través de la noche 12. La eternidad no empieza aquí… por ahora 13. Cuando las bombas nucleares rompían los escaparates de Las Vegas 14. Qué se siente al salir de la atmósfera en un cohete 15. El reportero que sobrevivió al apocalipsis 16. Instrucciones para salir del cuerpo 17. Penes que encogen, creencias que matan 18. Volando en el interior del hongo nuclear 19. La realidad tiene goteras 20. Cazadores de virus 21. El hombre que olvida al instante 22. "Esto es lo que se siente durante un paseo espacial" 23. John Mulholland, el mago que entrenó a la CIA 24. Confesión después del cigarrillo 25. Enfermos de irrealidad 26. La estación espacial se ha “tragado” mis calcetines 27. Cohetes nazis sobre El Paso 28. Los vigilantes de la noche 29. La cámara de los recuerdos perdidos 30. El hombre que vuela sobre las líneas eléctricas 31. No estás muerto hasta que estás caliente y muerto 32. Pesadilla en Boesmansgat, la “sima del bosquimano” 33. Melocotones en la tormenta 34. El insomnio de los astronautas 35. Apuntes sobre la velocidad del pensamiento 36. Cómo sobrevivir en una burbuja bajo el océano 37. La patrulla que filmó el horror atómico 38. Un laboratorio para probarse cuerpos 39. Granjeros en la realidad paralela 40. Los Baumgartner españoles 41. Sombras en el circuito cerrado 42. Todos los nombres del “hombre blanco” 43. La expedición que partió en busca de un espejismo 44. La banda que hablaba con los delfines 45. El meteorólogo que salvó el Apolo 11 46. En busca de las bacterias perdidas 47. Hay gente en el túnel 48. Los buzos astronautas 49. Entreguen la cabeza de Dora Kent 50. El hombre que vio a través de sus huesos 51. Como fuegos artificiales dentro de los ojos Agradecimientos Prólogo. Creíamos que no nos interesaba Si nos anuncian un discurso sobre las áreas somatosensoriales de la corteza cerebral, así, a bote pronto, a muchos se nos escapará un bostezo. Si leemos la historia de Antonio Martínez Ron sobre el hombre que tenía de nacimiento una mano con tres dedos, y que después de que le amputaran ese brazo empezó a sentir en su lugar un miembro fantasma con cinco dedos, nos quedaremos con la boca abierta de puro asombro. Entonces sí que nos interesará esa corteza cerebral, nos interesarán los procesos por los que sentimos las cosas, nos interesará saber más detalles sobre el modo en que estamos programados para percibirnos. Los grandes periodistas son capaces de fascinarnos con historias sobre asuntos que no nos interesan. O que creíamos que no nos interesaban. Sabemos que la ciencia y la exploración deben interesarnos porque son útiles. Martínez Ron nos muestra que, además, nos deben interesar porque son muy bellas. En este libro aparecen unas personas que por las noches encienden un cañón láser y disparan a unos espejos que los astronautas dejaron hace cuarenta años en la Luna. Otras se prueban cuerpos virtuales en un laboratorio y comprueban que su cerebro empieza a actuar, por ejemplo, con las habilidades de un percusionista africano. Y otras se dan cuenta de que en el universo falta el 90% de la masa que debería haber y se meten en el interior de una montaña de Huesca, para aislarse bajo millones de toneladas de rocas y buscar allí esa materia oscura que por ahora es solo una predicción. Ya vendrá luego Martínez Ron a explicarnos por qué lo hacen, qué objetivos persiguen, cuál es el sentido práctico de estas extravagancias, pero incluso sin tener en cuenta su finalidad, incluso antes de conocer las explicaciones, ya son escenas fascinantes. En este libro hay historias así de bellas, hay historias divertidas (plátanos perdidos en estaciones espaciales, un patólogo que saca un pedazo del cerebro de Einstein de un bote de galletas y corta unas lonchas en su cocina, miles de sudaneses asustados porque sus penes se están encogiendo), hay historias inquietantes (buceadores que graban su propia muerte en simas angustiosas, virus exóticos que acechan en lo más profundo de las selvas, antropólogos preocupados por señalizar cementerios de uranio a los humanos de dentro de diez mil años). Y hay historias con arranques terribles, que parecen relatos de Verne o Poe: “En el invierno de 1980, dieciséis pescadores daneses fueron rescatados después de pasar una hora y media en aguas del Mar del Norte. Todos ellos caminaron por su propio pie por la cubierta del barco, charlaron con sus rescatadores y bajaron a tomar una bebida caliente. A los pocos minutos, los dieciséis hombres cayeron súbitamente muertos”. Los fogonazos de Antonio Martínez Ron se leen con el entusiasmo con el que leíamos las novelas de aventuras y exploraciones en la juventud, con una pasión que se va apagando con los años, cuando nos vamos poniendo demasiado adultos. Él defiende a menudo la perplejidad: “Vivimos en una sociedad en la que nos creemos muy listos y en la que admitir que algo nos asombra se ve como una muestra de debilidad o falta de inteligencia. Creo que es al revés. Los tontos no se asombran”. Estos fogonazos confirman otra idea muy valiosa: es posible contar historias atractivas, misteriosas, divertidas, terribles, emocionantes… y absolutamente rigurosas. Los aficionados a los asuntos esotéricos y a las explicaciones paranormales no es que tengan mucha imaginación: es que tienen muy poca. No son capaces de apreciar la realidad y necesitan hinchar patrañas, a modo de dopaje mental, para entusiasmarse por algo. La ciencia, con sus ignorancias y sus debilidades, es una fuente de historias maravillosas. Y el gusto por las buenas historias es universal. Un chimpancé aislado no es un chimpancé, decía el etólogo Konrad Lorenz, y por ahí andamos nosotros, los primates sociales, reuniéndonos desde hace miles de años alrededor de una hoguera o de un blog, seducidos por aquellos que nos explican el mundo y que nos explican a nosotros mismos. Antonio Martínez Ron es uno de esos narradores con la pericia de Sherezade: el lector comprobará que es muy difícil terminar una de las historias de este libro y no empezar inmediatamente con la próxima. Werner Herzog, cineasta siempre perplejo, dirige unos talleres de cine en los que no imparte ningún tipo de enseñanza técnica: “Es una escuela para los que han viajado a pie, han mantenido el orden en un prostíbulo o han sido celadores en un asilo mental; en resumen, para los que tienen un sentido poético. Para los peregrinos. Para los que pueden contar un cuento a un niño de cuatro años y mantener su atención, para los que sienten un fuego en su interior”. Este tampoco es un libro de enseñanzas técnicas. Es un libro con historias que nos mantienen entretenidos a los niños de cuatro años, escrito por un periodista que siente un fuego en su interior, un fogonazo cuando cierra los párpados. Ander Izagirre, septiembre de 2013 Introducción Hace ahora poco más de diez años me busqué una vía para mantener viva la sensación de que se puede ver el mundo de otra forma y para que mis asombros particulares no se perdieran bajo el rodillo del día a día. Y resultó que había otra gente que compartía la necesidad de asombrarse. Lo que tienes entre tus manos es en buena parte el resultado de aquella obsesión y de aquel sentimiento colectivo. Aunque pueda engañar por el título, éste no es un libro sobre Física y supernovas, sino sobre esa sensación que se tiene cuando se entiende que el mundo es mucho más raro y fascinante de lo que pensamos. Cuando recordamos que pueden suceder las cosas más rocambolescas e inimaginables a nuestro alrededor, con tramas que superan la mejor ficción literaria. El libro coincide con el décimo aniversario de Fogonazos.es, pero no es una mera recopilación de los mejores artículos publicados allí (se han quedado decenas de asombros en el tintero), sino de aquellas historias en las que he trabajado estos años y que más encajaban con esta idea. Los artículos de este libro se publicaron en los distintos medios por los que he ido pasando y a los que agradezco la generosidad de permitirme reproducirlos - desde lainformacion.com a Libro de Notas o las revistas Quo y Jot Down. Mientras los seleccionaba, curiosamente, me di cuenta de que casi todos están llenos de fogonazos literales – rayos láser, lucecitas, hongos nucleares y tipos que caminan sobre chisporroteantes líneas eléctricas-, como si tuviera alguna fijación enfermiza con los chispazos y colorines. También giran casi todos en torno a lo que pasa dentro de nuestra cabeza, y alrededor de una época, los años en los que los humanos estábamos al borde de reventar el planeta e irnos a vivir a otro lugar del sistema solar, cuando el espejismo lisérgico hacía que casi todos los sueños parecieran alcanzables. Mi intención es que el lector – los fieles al blog que tengan ganas de recordar viejas historias, y los que se acerquen a ellas por primera vez – llegue a la última página con la impresión de que la ciencia es apasionante, que está todo por descubrir y que el mundo es jodidamente extraño. Con ese estado de ánimo es con el que me gusta leer y es también con el que intento escribir lo que escribo. Si coincide que también les emociona, espero que pasen un buen rato. A.M.R. Diez años de asombros (2003-2013) ¿Qué ven los astronautas cuando cierran los ojos? “Ocurrió en la primera noche de viaje hacia la Luna, una vez pasados los cinturones de Van Allen. Cerramos las ventanillas y apagamos las luces y Mike Collins se quedó a la escucha mientras Neil [Armstrong] y yo nos quedábamos abajo. De repente vi un fogonazo, y después otro. Y antes de que pudiera moverme para comprobar qué era, se había ido. Puede que fuera un reflejo. Me quedé así hasta que decidí ir a dormir. Así que al día siguiente pregunté a los dos compañeros: - Chicos, ¿visteis algo curioso la última noche, como fogonazos o algo? Mike, ¿viste algo? - No, yo no vi nada. - ¿Neil? - Oh sí, yo vi alrededor de un centenar de ellos. Bien, parecía obvio que aquello estaba dentro de la nave, puesto que las ventanas estaban cerradas. Así que al regresar lo contamos y la siguiente misión fue informada. Y subieron ahí arriba, y ellos también pudieron ver las luces con sus ojos cerrados”. Con estas palabras describía el astronauta Buzz Aldrin en el año 2008 lo que él y sus compañeros habían vivido en la primera noche de viaje hacia la Luna en el Apolo 11. Aldrin ya había hablado alguna vez del fenómeno, pero pocas veces había descrito de una forma tan explícita e impactante lo que sintieron de aquel 16 de julio de 1969. Él y Armstrong fueron los primeros en percatarse y en informar a la NASA de que veían unos extraños destellos cuando cerraban los ojos en el interior del módulo lunar. Lo que estaban describiendo no era, sin embargo, ningún fenómeno paranormal, sino una realidad habitual en los viajes espaciales que no ha dejado de sucederles a los astronautas de las distintas misiones, desde los tripulantes de los transbordadores a los inquilinos de las estaciones espaciales. Intrigados por aquel primer informe, los científicos tomaron nota y decidieron seguir investigando. Para comprobar que los destellos obedecían a algún estímulo físico real, la NASA desarrolló un experimento denominado ALFMED con el que equiparon a los astronautas de las siguientes misiones. Se trataba de un casco, una especie de careta de soldador, diseñado para capturar el impacto de algún tipo de partícula que pudiera causar aquellos destellos y comprobar si coincidía con las observaciones visuales de los astronautas. En los siguientes viajes a la Luna, el control de Houston pedía cada noche a los astronautas que pararan durante una hora antes de irse a dormir y esperaran en la oscuridad a que los destellos aparecieran. Uno de ellos llevaba el casco ALFMED y junto a los otros dos iba comunicando a Tierra cada vez que divisaba un nuevo fogonazo. En las grabaciones y transcripciones oficiales de cada misión se puede encontrar sus conversaciones. “Nos gustaría que nos hagáis una señal cada vez que uno de vosotros tres vea un destello”, pedían desde tierra durante la misión Apolo 15. “Podéis indicar quién está hablando y una descripción de lo que veis: la posición, el color, etc.”. A continuación, la grabación recoge las indicaciones de David Scott, James Irwin y Alfred Worden, que dan su nombre cada vez que avistan una luz. Al terminar, resumen sus impresiones: “Diría que el 90% eran un punto de luz”, resume Scott. “Parecen destellos”, añade Worden. “He visto muy pocas ramificaciones o patrones radiales. Todos parecen puntos de luz”. En las tres misiones Apolo que midieron sistemáticamente el fenómeno (15,16 y 17) la media de destellos llegó a ser de dos por minuto. Pero el número de eventos variaba según la zona. “He visto cinco en quince minutos”, afirma Charles Duke durante el viaje del Apolo 16. Los destellos se seguían viendo en las proximidades de la Luna, muy lejos de la Tierra. A 297.702 kilómetros de nuestro planeta los astronautas describen un auténtico espectáculo en sus retinas. - Duke: Punto brillante en el ojo izquierdo, arriba a la izquierda. - Mattingly: Fogonazo en el fondo del ojo derecho. Punto blanco. De izquierda a derecha. - Duke: Difuminado por la izquierda. Punto blanco muy apagado en el ojo izquierdo, muy escorado a la izquierda. “Esas cosas”, explica Duke más tarde, emocionado, “esas cosas son algo, Don. Ha habido algunas formas del fenómeno que había visto antes y que no he visto hoy, pero también hoy había otras que eran diferentes. Son instantáneas. Todos los colores son blancos, todos los que hemos visto. No vemos colores en absoluto”. “La primera noche”, asegura en otro momento, “durante el primer periodo para dormir, vi numerosos flashes antes de acostarme, probablemente con una frecuencia tan alta como tres o cuatro por minuto. A la mañana siguiente no eran tan numerosos, y tampoco en la última noche”. En el informe final de los experimentos realizados en las misiones Apolo, la mayoría de los eventos descritos por los astronautas eran de tres tipos: puntos, rayos o nubes, y todos describen el fenómeno como incoloro, salvo en el caso del comandante Scott (Apolo 15) que aseguró haber visto un destello “como un diamante azul”. En ocasiones los fogonazos aparecían en parejas, muchas veces dos en el mismo ojo o uno en cada ojo. Al revisar las trazas dejadas en el experimento ALFMED, los científicos comprobaron que había coincidencias suficientes para considerar que los destellos eran provocados por una partícula externa. El análisis de las placas del Apolo 17, por ejemplo, mostró un total de 2.360 trazas individuales que coincidían con la trayectoria descrita por los astronautas. ¿Qué estaban viendo aquellos hombres cuando cerraban los ojos en el espacio? Lo que los astronautas ven cuando abandonan la atmósfera terrestre es el efecto de los rayos cósmicos, partículas (en su mayoría protones) aceleradas en algún lugar dentro o fuera de la galaxia que atraviesan el sistema solar y alcanzan lo que encuentran a su paso, incluidos sus párpados y sus retinas. Cuando la partícula atraviesa su ojo, impacta en el sistema nervioso y genera una señal que el cerebro interpreta como un destello. El fenómeno solo se produce en el espacio, lejos de la capa protectora de la atmósfera que amortigua buena parte de esta radiación e impide que nosotros también vayamos por ahí viendo chiribitas. Y los impactos, claro está, no son muy buenos para la vista. Años después de regresar a la Tierra muchos de estos astronautas sufrieron un mal conocido como “cataratas del espacio” a causa de la potente radiación cósmica. Al menos 39 antiguos astronautas habían sufrido esta dolencia hasta 2001, y 36 de ellos volaron en misiones de larga exposición, como el caso de los viajes del Apolo. En la Estación Espacial Internacional (ISS) se han seguido realizando pruebas sobre estos flashes de luz. El astronauta Don Pettit, describió así el fenómeno: “En el espacio veo cosas que no están allí. Fogonazos en mis ojos, como hadas luminosas que bailan, un momento sutil de luz que es fácil de ignorar cuando estoy inmerso en las tareas cotidianas. Pero en la oscuridad del módulo donde dormimos, con los párpados cayéndose por el sueño, veo esas hadas relumbrantes. Mientras me duermo, me pregunto cuántas pueden bailar en la cabeza de un alfiler en órbita”. La radiación cósmica no solo daña los ojos de los astronautas, sino que puede provocar problemas en los equipos a largo plazo. “Lejos de la protección que ofrece la atmósfera”, escribe Pettit, “los rayos cósmicos nos bombardean dentro de la estación espacial, atravesando el cráneo casi como si no estuviera allí. Golpean todo lo que está dentro de la estación, causando problemas como bloquear nuestros ordenadores o quitar de golpe algunos píxeles a nuestras cámaras. Los ordenadores se recuperan reiniciándolos, pero las cámaras sufren un daño permanente. Después de un año, las imágenes que tomamos aparecen cubiertas con una niebla electrónica”. El origen de estas partículas cósmicas sigue siendo un misterio. Para conocer mejor su historia, debemos remontarnos a principios del siglo XX, cuando se estaban descubriendo los principios fundamentales de la materia y del modelo atómico. Estamos en 1912 y nos encontramos a un tipo con bigote y sombrero subido en un globo aerostático a 5.300 metros de altitud. El físico austriaco Victor Franz Hess estaba midiendo los niveles de ionización – la actividad de las partículas- a gran altura. Unos años antes, el físico Theodor Wulf ya había tratado de medir los niveles de radiación ionizante en lo alto de la Torre Eiffel, pero sin resultados concluyentes. La física de aquellos años indicaba que la radiación debía encontrarse asociada a los elementos que existen en la tierra, así que lo esperable era encontrar menos radiación a medida que uno se elevaba en el globo. Pero lo que Hess comprobó fue que sucedía justo lo contrario. A medida que ascendía, había más radiación. Para descartar que la radiación proviniera del sol, midió los niveles durante un eclipse solar y llegó a la conclusión de que la causa de aquel comportamiento de las partículas estaba en el espacio exterior. En 1936 le dieron el premio Nobel de Física por el descubrimiento de los rayos cósmicos, y desde entonces decenas de científicos han tratado de profundizar en su naturaleza. El problema de estos protones viajeros es que son particularmente esquivos. Para detectar la radiación que golpea nuestro planeta desde el espacio profundo se han construido detectores bajo la tierra, en el corazón de grandes montañas como el monte Tobazo (en Canfranc), bajo el hielo de la Antártida (el observatorio Ice Cube), o en la increíble extensión que ocupa el observatorio Pierre Auger, en Argentina, una superficie equivalente a la isla de Mallorca. El impacto de estos protones se detecta por indicios indirectos, por los efectos que provocan al entrar en la atmósfera y desatar una cascada de reacciones entre partículas, o cuando atraviesan el agua, golpean un núcleo atómico y producen un instante de luz. También se buscan pistas sobre el origen de los rayos cósmicos desde los grandes observatorios y telescopios espaciales, y los datos recopilados hasta ahora permiten pensar, con cierta prudencia, que proceden de tres posibles fuentes. En primer lugar se sabe que parte de esta radiación procede del sol, pero las tormentas son esporádicas y, como anticipó Hess, no explican el flujo constante que detectan los observatorios. Por otro lado los indicios apuntan a las grandes explosiones de supernovas dentro de nuestra galaxia como foco de la radiación, pues mirando sus remanentes se ha descubierto que son grandes aceleradores de protones. Y, por último, se sospecha de una fuente mucho más lejana y externa a la Vía Láctea: las galaxias activas, aquellas que tienen un agujero negro supermasivo en el centro, y que podrían ser las responsables de los rayos cósmicos de mayor energía observados en las instalaciones de Pierre Auger. En esta búsqueda incansable, en el año 2009 un equipo de investigadores utilizó los datos obtenidos por el telescopio Chandra de Rayos X y el Very Large Telescope del Observatorio Europeo del Sur (ESO) al observar los restos de la primera supernova jamás documentada. La historia se remonta al 7 de diciembre del año 185 cuando, sobre el cielo de la provincia de Henán, los astrónomos chinos registraron un llamativo fenómeno estelar. Una luz apareció en pleno día por el sur y permaneció durante seis meses en el cielo hasta desaparecer. La anotación que aparece en el libro del fin de la dinastía Han dice así: "En el segundo año del periodo Zhongping, en el décimo mes, el día Guihai, una nueva estrella emergió por la puerta del Sur. Parecía tan grande como un yan y tenía colores brillantes y variados, y después se hizo más pequeña hasta que en el sexto mes del año Hou desapareció". Lo que estaban viendo aquellos súbditos chinos era la primera supernova de la que se tiene registro y que hoy conocemos como SN 185. La explosión estelar se localizó cerca de Alfa Centauri, entre las constelaciones de Circinus y Centaurus, a una distancia de unos 8.000 años luz. Si uno mira al cielo en la misma dirección, encuentra ahora los restos de aquel suceso en forma de una nube gaseosa que los astrónomos han bautizado como RCW 86. Lo que descubrieron los astrónomos es que este tipo de formaciones son una gran fuente de partículas aceleradas y que las energías coinciden con bastantes observaciones de rayos cósmicos hechas en la Tierra. Una supernova como aquella, proponían, podía ser la fuente de algunos de los rayos cósmicos que impactan posteriormente contra nuestros satélites y los equipos de la Estación Espacial Internacional y, por supuesto, a las que siguen impactando en los ojos de los astronautas. Aquella noticia, y aquella suposición preciosa y especulativa, dio pie a que yo escribiera el artículo que ha servido para titular este libro y que concluía así: “la próxima vez que alguien te pregunte qué ven los astronautas cuando cierran los ojos, ya sabes la respuesta: fogonazos”. La idea era fantástica, pensar que la misma estrella cuyo estallido habían documentado los humanos por primera vez podía haber emitido partículas que golpearon contra el ojo de Aldrin en su viaje hacia la Luna implicaba tantas cosas que daba hasta repelús. Pero la historia no había acabado. Una noche, tiempo después, yo acompañaba a mi buen amigo el neurocientífico Xurxo Mariño de copas por Santiago de Compostela cuando nos encontramos con Enrique Zas y cruzamos unas palabras. Antes de presentármelo, Xurxo me advirtió: “Enrique es el director de la parte española del mayor observatorio de rayos cósmicos del mundo, el Pierre Auger”. Por entonces yo aún andaba dándole vueltas a todo este asunto, así que pocas semanas después le llamé por teléfono y le comenté todas estas historias de luces, chisporroteos y astronautas. Estos rayos cósmicos que golpean en los ojos de los astronautas, me comentó Enrique Zas después de revisar la documentación que le envié y lo que le comentaba, son rayos de baja energía, y bien puede ser que en los remanentes de supernovas como RCW 86 se hayan acelerado partículas del tipo necesario para producir los destellos descritos por quienes han viajado al espacio. Pero había un problema para que mi teoría de la conexión entre Aldrin y la supernova fuera plausible: la escala de energías y tiempo. Teniendo en cuenta que la supernova se detectó en el año 185, unos 1.800 años antes que los vuelos espaciales, y está a 8.200 años luz, las probabilidades de que un protón con esa energía alcanzase la Tierra en aquellas fechas es extremadamente baja, porque viajan mucho más despacio que la luz, no se aceleran justo en el momento de la primera explosión (sino cuando la onda expansiva se choca con el espacio interestelar) y estas partículas no van precisamente en línea recta. Enrique me explicó que los rayos cósmicos de bajas energías, que identificamos con los fenómenos de los fogonazos oculares, tardan mucho en llegar hasta nosotros porque los campos magnéticos galácticos los hacen girar y avanzan dando vueltas como una hélice. Es decir, los protones de SN 185 deberían estar aún de camino, revoloteando en la oscuridad del espacio como las chispas que ascienden de una hoguera. De alguna manera, pensé, no había historia. Daba un poco igual, porque lo interesante era pensar simplemente en esa posibilidad y hacerse una idea de la distancia entre los dos fenómenos, pero de la supernova vista por los chinos hasta los ojos de Buzz Aldrin había un salto poco riguroso. Pero entonces Enrique me comentó algo más. Se calcula que en los últimos tres millones de años ha habido alrededor de 100.000 explosiones de supernovas, con lo que los candidatos a haber emitido esos rayos cósmicos de las misiones Apolo se multiplican. Pero no solo eso, los protones que golpean en las retinas de los astronautas no tienen por qué provenir de regiones más cercanas (por aquello del tiempo que tardan en llegar) sino justamente de eventos producidos hace mucho más tiempo, de supernovas de las que no hay registros escritos, producidas probablemente de antes de que la humanidad existiese. “Son partículas que han quedado atrapadas en los campos magnéticos de la galaxia y tardan mucho tiempo en recorrer grandes distancias”, me explicó, “y la mayoría de las supernovas que las generaron ocurrieron y "se vieron" en la Tierra antes incluso de que existiese ningún Homo sapiens para observarlas”. ¿Partículas de una explosión que nadie vio, que brillaron sobre el cielo de la primera Tierra y reservaban su mensaje para el futuro? Entonces pensé que sí, que quizá, después de todo, sí tenía una buena historia para comenzar este libro. * El artículo que inspira esta historia fue publicado el 27 junio de 2009 en Fogonazos. Ésta es una versión ampliada, revisada y editada. Asalto a la cámara de rocas lunares Protegida por enormes medidas de seguridad, una cámara acorazada del centro espacial Lyndon B. Johnson de Houston alberga la mayor parte de los más de 300 kilos de rocas lunares recogidas por los astronautas de las seis misiones Apolo. En julio de 2002 un joven estudiante de la NASA y su novia consiguieron penetrar en el interior de la cámara, hacerse con una muestra de material lunar y escapar del recinto sin ser advertidos. Unas horas después, hacían el amor en la cama de un motel rodeados de polvo lunar. Los detalles del asalto se los contó el propio Thad Roberts a Carmel Hagen, que a su vez los publicó en Gizmodo. Él y su novia, Tiffany Fowler, tenían por entonces 25 y 22 años y actuaron con la ayuda de dos cómplices que también trabajaban en las instalaciones de la NASA. Los hechos se remontan a una cálida noche del mes de julio de 2002. Thad, su novia y otra estudiante de 19 años llamada Shae Saur, entran en el recinto del centro espacial a bordo de un jeep sin levantar ninguna sospecha. Al cabo de unos minutos, Thad y Tiffany se meten en un baño, se colocan unos trajes de neopreno y unas mascarillas de oxígeno y acceden hasta la entrada principal de la cámara. Como explica Carmel Hagen, ninguna persona normal podría acceder hasta el interior de la cámara. Pero estos chicos trabajan para la NASA y están entrenados para resolver problemas como colocar una sonda en Marte, así que las barreras de seguridad no son más que un reto para ellos. Está todo planificado: los trajes de neopreno servirán para burlar los detectores de calor en el interior de la cámara. El equipo de respiración les proporcionará un tiempo de quince minutos para entrar y salir del habitáculo, carente de oxígeno para preservar las rocas intactas. Para saber cuáles son los códigos de acceso de la cámara, Thad utiliza una mezcla de componentes químicos que aplica sobre los teclados y que, mediante luz negra, le permiten saber qué números son los más marcados y en qué orden. El método funciona y en pocos segundos están dentro de la cámara. Aquello parece un gran laboratorio lleno de rocas lunares ordenadas por fecha y número de misión. Pero la cosa se complica. Las rocas están dentro de cajas de metal y cristal y apenas tienen tres minutos para abrirlas, así que deciden cargar con una de ellas y salir a toda prisa del receptáculo. De alguna manera, se las apañan para salir de allí sin llamar la atención, recorrer los pasillos, introducir la caja en el jeep y escapar como si nada. En el interior de la caja, de casi 300 kilos, había unos 100 gramos de muestras lunares de todas las misiones Apolo y un buen número de meteoritos. La NASA no se enteró del robo hasta dos días después. El final de esta historia comienza con un mensaje en Internet, pocos días después. “Saludos. Mi nombre es Orb Robinson de Tampa, Florida. Estoy en posesión de una rara roca lunar de gran tamaño y estoy tratando de encontrar un comprador.” Un coleccionista de minerales llamado Axel Emmermann se pone en contacto con ellos y quedan en un restaurante de Florida el 20 de julio. Durante la conversación, Thad bromea. “Espero que no lleve un micrófono encima, ¡jajaja!”. Pero de hecho lo lleva. Emmermann es un agente del FBI y en unos instantes unos 40 agentes y un helicóptero les rodean. La aventura ha terminado. Los dos han cumplido su pena. En agosto de 2008 Thad salió de prisión y le fastidió descubrir que Tiffany había seguido con su vida. Después de aquello aún quedan algunos cabos sueltos: dos piezas importantes desaparecidas en aquellos días aún no se han recuperado. Las cintas originales de las misiones Apolo y seis carpetas que debían estar en la misma caja que ellos se llevaron. Los autores del asalto dicen no haber visto nunca nada de aquello. Referencia: How an Intern Stole NASA's Moon Rocks (Gizmodo) Publicado el 7 mayo de 2009 en Fogonazos. Einstein en el maletero La noche del 18 de abril de 1955 el patólogo Thomas Harvey empuñó su escalpelo y realizó una incisión en forma de Y sobre el cadáver de Albert Einstein. Con el cuerpo aún caliente encima de la mesa, el doctor extrajo el hígado y los intestinos y halló casi tres litros de sangre en la cavidad peritoneal. A continuación abrió el cráneo con una sierra circular, extrajo el cerebro y se lo llevó a su casa. Durante los siguientes cuarenta años, el destino del cerebro de Einstein se convertiría en una especie de leyenda. La historia del patólogo que había robado el cerebro del genio aparecía de vez en cuando en algún periódico local, sin que nadie conociera a ciencia cierta su paradero. En 1996 el periodista Michael Paterniti retomó la historia de Harvey y lo encontró trabajando en una fábrica de plásticos de Kansas. El patólogo vivía en un pequeño apartamento y dormía en una cama plegable. Conservaba el cerebro de Einstein en un tarro de cristal de su cocina y lo había convertido en su obsesión. Sin pensárselo dos veces, Paterniti se ofreció a llevar a Harvey hasta California, respondiendo al deseo del anciano de visitar a Evelyn Einstein, y zanjar el asunto devolviéndole el cerebro a la nieta del genio. Y así fue como el periodista y el patólogo se vieron envueltos en una de las peripecias más surrealistas de la historia: un viaje de costa a costa con el cerebro de Einstein en el interior del maletero. “Cada vez que paramos en un autoservicio”, explica Paterniti en su libro “Viajando con Mr. Albert”, “siento deseos de gritar: ¡En el maletero tenemos el cerebro de Einstein!” “La idea de que lo tengo ahí detrás”, escribe, “me resulta tan inconcebible y turbadora que no estoy lo que se dice en mi mejor forma para circular por carretera”. La novela de Paterniti describe un viaje alucinante a través de Estados Unidos con el cerebro flotando en una fiambrera en la parte posterior de un viejo Buick Skylark. Por si le faltaban ingredientes, en el camino visitan a William S. Burroughs, cruzan el Medio Oeste y se pasan por Las Vegas. Durante todo el trayecto se mantiene una constante, la atracción enfermiza que ejerce el cerebro sobre aquellos que le rodean: “Una confesión”, escribe el periodista, “quiero que Harvey se duerma… Quiero tocar el cerebro de Einstein. Sí, debo admitirlo. Quiero sostenerlo entre mis manos, acariciarlo, sopesarlo en la palma de la mano, tocar alguno de los quince mil millones de neuronas ahora dormidas. ¿Será su textura como el tofu, el coral del erizo de mar, la mortadela?”. Como se cuenta en la novela, el magnetismo que ejerció el cerebro sobre su poseedor terminó por destrozarle la vida. Durante los años que siguieron a la noche del robo, Harvey perdería el trabajo y arruinaría su carrera como médico, postergando una y otra vez la prometida investigación que aclararía los misterios de la mente del genio. Para Harvey, el cerebro era como un objeto sagrado y vivió durante cuatro décadas, según Paterniti, como su salvador y custodio, como el gran guardián del cerebro. “El doctor Harvey sigue siendo un absoluto enigma para mí”, me confesaba Paterniti en una entrevista en 2011. “Creo que él percibió que su propia inmortalidad estaba unida al cerebro de Einstein y por eso se aferró con fuerza a él”. Sin embargo, Harvey quiso compartir su hallazgo y buscó ayuda entre otros expertos. Cortó el cerebro en 240 trozos y los repartió entre unos pocos científicos de todo el mundo con el objeto de que los analizaran. En un último arranque de lucidez, y tal vez de sacrificio personal, Harvey terminó por devolver el cerebro al hospital de Princeton, convencido de que alguien debía ponerlo a buen recaudo. La nieta de Einstein, a quien debían entregar los restos después de aquel larguísimo viaje, nunca llegó a quedarse con ellos. El viaje de Sugimoto Paralelamente, al otro lado del Pacífico se gestaba una historia no menos peculiar en torno al cerebro. El científico japonés Kenji Sugimoto, obsesionado con la vida de Albert Einstein, emprendió a finales de los 90 una odisea personal en busca del cerebro del que tanto había oído hablar. La aventura, filmada por el director Kevin Hull para un documental de la BBC, llevó a Sugimoto a recorrer los Estados Unidos en busca de Harvey, hasta que le localizó en su casa de Kansas. La escena en la que Harvey pesca un trozo de cerebro del interior de un bote de galletas y corta una loncha sobre la encimera de la cocina es uno de esos momentos dignos de ser recordados para el resto de nuestras vidas. Provisto de su preciado trofeo, Sugimoto regresó más tarde a Japón y celebró su éxito en un club de karaoke local, donde cantó una canción acompañado del pequeño fragmento de cerebro de Albert Einstein. Cuarenta años después, y una vez analizados los distintos testimonios, parece que la noche en que Thomas Harvey diseccionó el cadáver de Albert Einstein terminó siendo una jornada bastante esperpéntica. Decenas de personas bajaron a contemplar el cuerpo del maestro y quisieron quedarse con un recuerdo. “Cada uno agarró lo que pudo”, explica el doctor Henry Abrams, oftalmólogo personal del científico. Él mismo extrajo los ojos de Einstein y los guardó durante más de 40 años en la caja de seguridad de un banco de Filadelfia. Aún hoy, el doctor Abrams acude una o dos veces del año a la cámara de seguridad del banco y contempla los ojos del genio, con los que asegura experimentar “una profunda conexión”. “Cuando se miran esos ojos”, asegura Abrams, “se ve en ellos la belleza y el misterio del mundo. Son claros como el cristal y dan sensación de profundidad”. Publicado el 10 de septiembre de 2007 en Fogonazos. [Artículo actualizado]. Guardianes de la destrucción En algún lugar bajo el desierto de Nevada hay una familia de maniquíes sentados frente a un televisor. El búnker en el que los encerraron hace más de 50 años se encuentra bajo un escenario apocalíptico. Unos metros más arriba, Colleen Beck camina sobre los escombros que dejó una explosión nuclear y cataloga los restos que las pruebas atómicas dejaron tras de sí. Los maniquíes están en la lista de objetos que buscan, aunque aún no han dado con su paradero. “La primera vez que caminé por este lugar”, comenta la doctora Beck desde Las Vegas, “me resultó sobrecogedor darme cuenta de que las pruebas nucleares tuvieron lugar sobre el suelo que yo estaba pisando. Hay muchas estructuras reconocibles, los restos de un puente, refugios, edificios subterráneos… Ver los efectos de las detonaciones sobre estos lugares hace que comprendas mejor lo que aquí pasó”. “La mayor parte del tiempo te sientes como un aventurero”, explica el arqueólogo William Gray Johnson, quien trabajó durante años en la zona junto a Beck, “pero algunas veces sentías un poco de miedo”. “A menudo”, recuerda, “debíamos llevar protección especial, al entrar en algunos refugios íbamos completamente cubiertos y con un respirador”, además del contador Geiger para medir los niveles de radiactividad. Colleen Beck y Bill Johnson han formado parte del equipo de arqueólogos del Departamento de Energía que inspecciona periódicamente el Nevada Test Site, el lugar que el ejército de EEUU eligió para realizar sus pruebas nucleares. Durante más de cuarenta años, los militares construyeron casas, granjas o refugios para comprobar los efectos de las bombas sobre distintas superficies y materiales. Las incursiones de los arqueólogos tienen como objetivo catalogar estos restos y protegerlos como parte del patrimonio histórico del país. “El Departamento de Energía”, explica Beck, “se dio cuenta a tiempo de que estos restos nucleares estaban desapareciendo y de que, aunque reciente, era un suceso histórico relevante y era importante empezar a documentar el material”. Su última incursión fue a finales de diciembre de 2010, cuando inspeccionaron varios túneles usados para las explosiones subterráneas. Escenario de destrucción Para comprender lo que sucedió en este escenario debemos echar la vista atrás. Entre 1951 y 1992, se realizaron aquí 928 pruebas nucleares que dejaron el terreno lleno de cráteres, convertido en una especie de paisaje lunar. Los vídeos de las pruebas muestran grandes nubes en forma de hongo y ráfagas de destrucción pulverizando maniquíes y haciendo añicos todo tipo de edificios. Pero, pese a lo que parece, las bombas nucleares no desintegraron todo a su paso. “Un refugio con las paredes desgajadas, como si se hubiera derretido y vuelto a congelar, cúpulas de aluminio rajadas, un puente retorcido que no lleva a ninguna parte… Así es la arqueología de este campo de batalla de la guerra fría que fue el Nevada Test Site”, asegura Johnson. “Los proyectos arqueológicos”, relata, “incluyen docenas de investigaciones en áreas y estructuras, edificios y objetos que sobrevivieron a las pruebas”. En el último inventario realizado sobre el lecho de un lago seco conocido como Frenchman Flat, Johnson y su equipo registraron 157 estructuras asociadas con pruebas atmosféricas, muchas más de las que esperaban encontrar. “La cosa más horrible que vi allí”, recuerda Johnson, “fue el cráter Schooner. Aunque estaba bastante lejos de donde me encontraba, probablemente a varios kilómetros, parecía una herida en la tierra. Hay piedras del tamaño de una casa alrededor del cráter”. El escenario que describe Colleen Beck no es muy diferente. A lo largo de todo el Nevada Test Site, explica, se pueden encontrar grandes bobinas de cable vacías, caballetes, cuerdas, cajas, clavos… y un montón de tuberías y cables que penetran en la tierra, hacia los túneles donde se practicaban las pruebas subterráneas. “En ocasiones”, escribe Beck, “se construían estructuras gemelas a diferentes distancias, para comprobar los efectos de la explosión. Las cajas en las que guardaban a los animales para los experimentos aún se pueden encontrar aquí y allá. Las tropas participaron en las pruebas entre 1951 y 1957 y aunque no quedan restos de la artillería que usaron”, explica, “sí permanecen las trincheras o las marcas del lugar donde en su día pusieron un cañón”. Poblados, artefactos y astronautas Entre los restos hay un lugar llamado el “poblado japonés”, un conjunto de casas construidas para medir los efectos de la radiación sobre una población similar a la de Hiroshima y Nagasaki. El denominado proyecto BREN (Bare Reactor Experiment) incluía la construcción de una torre de madera de 465 metros sobre la que se colocó un reactor nuclear. A unos 700 metros de aquella gigantesca estructura se dispusieron una serie de casas construidas con los mismos materiales y la misma disposición que las típicas casas japonesas y se introdujeron maniquíes y medidores de radiación. “De las casas japonesas sólo quedan ahora dos esqueletos de madera”, nos cuenta Beck. “A simple vista, nadie diría que fue un experimento para medir las dosis de radiación que recibieron las víctimas de las bombas. Sería estupendo encontrar los maniquíes que se usaron para este experimento, pero hasta el momento sólo tenemos fotografías”. El afán por realizar pruebas cada vez más realistas llevó a extremos como el de la operación Cue, en mayo de 1955, para la que se construyeron cinco tipos de casas, varias torres de radio y depósitos de combustible, se colocaron caravanas y camiones, y se dispusieron filas de maniquíes para comprobar los efectos de la onda expansiva y las radiaciones de una bomba de 29 kilotones. El oficial Ernie Williams, que ahora tiene 80 años, recuerda en la revista Las Vegas RJ que encontraron algunos maniquíes a casi un kilómetro de la zona cero y que el calor había trasferido los dibujos del vestido a su ropa interior. "Los restos de aquel lugar", explica la arqueóloga Colleen Beck, "se conocen ahora como Survival town (el pueblo de la supervivencia)". Hoy día se conservan dos casas de dos plantas, una de ladrillo y otra de madera, que se ven a una distancia de kilómetros. Hay otros quince edificios dispersos por la zona, sin puertas ni ventanas como consecuencia de la explosión. Pero la zona más castigada por las bombas se encuentra al norte del desierto, un lugar donde se realizaron tantas pruebas que recuerda a la superficie de la Luna. De hecho, los cráteres son tan similares que hasta once astronautas probaron sus trajes y sus equipos aquí antes de viajar a nuestro satélite. “Una de las pruebas de la Operación Plowshare", relata Beck, "creó un cráter tan grande que los astronautas de las misiones Apolo lo utilizaron para entrenar dentro”. Se refiere al cráter Sedán, que tiene alrededor de 400 metros de diámetro por 100 de profundidad y es visible desde la órbita de la Tierra. No muy lejos de allí se encuentra uno de los objetos más especiales que podemos hallar en medio de tanta devastación. Se trata de una enorme estructura metálica y cilíndrica que aún puede verse en la llanura del Yucca Flat. "Es tan rara", dice Beck, "que no se parece a ninguna otra cosa, así que es difícil de describir”. En un experimento llamado Huron King, esta especie de locomotora se colocó sobre una de las detonaciones y en su interior se simularon las condiciones del espacio y se investigó cómo funcionarían las comunicaciones por satélite en un entorno nuclear. Los arqueólogos la han examinado, pero no se puede acceder a su interior. Descenso al túnel de Fizeau Aunque las más espectaculares eran las pruebas atmosféricas, la mayor parte se hicieron bajo tierra. “En Rainier Mesa, al norte del Nevada Test Site”, explica Beck, “se construyeron unos 390 túneles horizontales entre 1951 y 1992 y se llevaron a cabo 67 pruebas nucleares. Los túneles se construían con la anchura suficiente para que pudieran circular por ellos personas y equipamiento. También hay centenares de túneles verticales en los que se hicieron unas 600 pruebas”. En 1992, meses antes de que se decretara el fin de las pruebas, la doctora Beck tuvo la oportunidad de entrar en uno de estos túneles en las horas anteriores a una detonación. “Había un montón de gente trabajando allí”, describe, “me dieron un curso de seguridad y unas botas y un casco especial. Entramos por un pequeño tren dentro del túnel, era curioso ver a los mineros cavar pero no para encontrar oro, sino para dejar sitio a una bomba nuclear”. El resultado de tantos años de pruebas es un pequeño laberinto de túneles bajo el desierto, un entramado de conducciones y refugios que aún esconde muchos de los equipos que se emplearon para las mediciones y que no han vuelto a ver la luz desde entonces. Como en una película de Indiana Jones, en el año 2001 Johnson y su equipo descendieron hasta el búnker de Fizeau, situado bajo una antigua torre de radio en la que los militares detonaron una bomba de 11 kilotones en septiembre de 1957. Llevaban equipos de respiración y trajes protectores, y comprobaron que, aunque la explosión había dañado el refugio en buena medida, al menos tres equipos de medición estaban intactos, con los datos registrados 40 años atrás. *** Como en los aparatos de medición, el reloj sigue detenido bajo las arenas de este particular desierto. Atrás quedaron los tiempos en que las explosiones sacudían los escaparates de Las Vegas y los hongos nucleares asomaban de cuando en cuando en el horizonte. La sordidez de la guerra fría ha dado paso a tiempos más relajados y los recuerdos del Nevada Test Site se han convertido en algo casi pintoresco. Algunos de los objetos que Bill y Colleen recopilan costosamente entre las ruinas son expuestos ahora en el museo atómico de la ciudad, y los turistas pueden acceder a algunas zonas restringidas, como el Survival Town y sus alrededores. Aún así, ambos tienen claro que su labor como arqueólogos “nucleares” servirá para conservar un patrimonio muy valioso. “Lo más importante”, opina Bill Johnson, “es que las futuras generaciones podrán ver el increíble poder destructivo de las bombas nucleares. La gente puede ver la destrucción en películas, pero ver su efecto real sobre edificios, estructuras y paisajes es mucho más impactante”. Para Beck, en cambio, las futuras generaciones “se sorprenderán de lo que los científicos fueron capaces de hacer con una tecnología que ellos considerarán antigua”. “Me encantaría estar ahí para ver qué dicen”, asegura, “y me imagino que aún estarán debatiendo los pros y los contras de las armas nucleares”. Bill Johnson se retiró hace tres años y se dedica a tareas administrativas. Colleen Beck sigue en activo y planea nuevas incursiones en la zona. Publicado el 27 de enero de 2011 en lainformacion.com. Un relato sobre la oscuridad en el espacio Cuando pensamos en la oscuridad en la Tierra imaginamos la noche más oscura, sin luna, pero aún así no nos hacemos una idea de lo que es una verdadera oscuridad. Para indagar en este asunto, los chicos de Radiolab (de la cadena de radio pública estadounidense NPR) llamaron al astronauta estadounidense Dave Wolf y le preguntaron por sus experiencias en el espacio. Wolf, que permaneció en activo durante muchos años y realizó decenas de paseos espaciales, les explica una curiosa historia. "La oscuridad es un tema interesante en el espacio porque no hay otro lugar donde el contraste entre luz y oscuridad sea más extremo", asegura Wolf. De vez en cuando, el trasbordador, o la estación espacial, proyectan una sombra sobre el propio astronauta al tapar el sol, y la oscuridad es tan grande que apenas pueden ver su propio cuerpo. "Es más negro que cualquier negro", indica Wolf, "porque en el espacio la sombra no tiene luz en ella, no hay luz reflejada en el polvo del aire ni de las nubes alrededor. Y puedes entrar en una sombra tan profunda, tan negra, que tu brazo puede aparecer y desaparecer en delante de tus ojos". Wolf realizó su primer paseo espacial en el exterior de la estación MIR junto al cosmonauta ruso Anatoly Solovyev. En aquella ocasión, relata, salieron al exterior de la estación, amarrados a la nave con los cables umbilicales. "Estaba oscuro fuera", recuerda. "Y oscuro en el espacio significa que estás en el lado oscuro del planeta, en la sombra de la Tierra, y sin luz externa de la nave está realmente oscuro. Estábamos sobre el océano y esto significa básicamente que no ves la Tierra. Cuando hay una noche sin luna, no ves la Tierra". "Flotaba apaciblemente”, explica Wolf en Radiolab, "diciéndome no hay problema, éste soy yo, la nave y la oscuridad. Y, de repente... esa luz cegadora". Lo que estaba viendo era el amanecer, pero a la velocidad a la que viaja la estación MIR el sol sale y lo ilumina todo en unos segundos. De hecho, los astronautas viven una salida de sol cada 90 minutos y 16 noches y 16 días en el plazo de 24 horas. Pero lo más impresionante es la sensación de vértigo que le invadió en el momento en que pudo ver dónde se encontraba: "De repente podía ver más de 300 kilómetros hacia abajo y ver que me estaba moviendo a 8 kilómetros por segundo", recuerda Wolf. Bajo él pasaban los desiertos, los lagos y las montañas a una velocidad endiablada. "Decidí centrarme en mis guantes porque de repente tuve esa sensación de altura y velocidad". De alguna manera, explica el presentador de NPR, es como si creyeras que estás tranquilamente en la tierra y alguien encendiera la luz y comprobaras que estás en lo más alto de una escalera de 400 kilómetros. Además de este momento, Wolf recuerda el problema que tuvieron después de terminar su tarea: no podían regresar al interior de la estación y tuvieron que soltarse de los cables y realizar una maniobra casi suicida para volver a entrar. La última noche ambos se colocaron flotando en el exterior de la nave, sujetos por los cables y mirando hacia el espacio, para ver el universo pasar delante de sus ojos. Publicado el 30 de octubre de 2012 en Fogonazos. El hombre que dispara contra la Luna Un par de noches a la semana, en el observatorio de Apache Point, en Nuevo México, Tom Murphy y su equipo activan su cañón láser y disparan durante al menos una hora contra la Luna. Los haces de luz que salen desde este rincón de Estados Unidos tardan alrededor de 2’5 segundos en alcanzar nuestro satélite y regresar. Su objetivo es impactar contra los espejos que dejaron allí hace cuatro décadas los astronautas de las misiones Apolo y que han servido para medir la órbita lunar con un escaso margen de error. “Lanzamos aproximadamente 50.000 pulsos de luz en cada sesión”, asegura Tom Murphy. “Esto nos permite medir la distancia con una precisión de milímetros”. Gracias a estos retro-reflectores, por ejemplo, los astrónomos han comprobado que nuestro satélite se aleja de la Tierra a un ritmo de 3,8 centímetros por año, se ha determinado la naturaleza líquida de su núcleo y se ha medido la fuerza gravitacional en los términos predichos por Einstein. Después de computar varios cientos de variables, la distancia se calcula multiplicando la velocidad por el tiempo que tarda la luz en ir y regresar. Pero, ¿cómo es posible acertar desde una distancia de casi 385.000 km sobre unos espejos de apenas unos centímetros cuadrados? Espejos dañados Para añadir más dificultades, los miembros del observatorio Apache Point han detectado en los últimos años que la señal que reciben de vuelta es diez veces menor de lo que debería. “Las mediciones”, observa Murphy, “indican ‘cierta’ degradación de los espejos lunares”. En su opinión, la causa está en “las partículas de polvo lunar que se han ido depositando, o que han chocado, contra su superficie”. Aún así, Murphy está convencido de que los espejos “seguirán funcionando otros cuarenta años”, aunque estaría encantado de que en la próxima visita a la Luna, allá por el 2020, los astronautas colocaran reflectores nuevos. “Obviamente, sería estupendo”, asegura. “Los espejos actuales fueron construidos para una capacidad mucho menor de la que ahora tenemos. Tener mejores espejos multiplicaría nuestra capacidad de medición”. El observatorio de Apache Point es el más moderno y preciso de los que participan en el experimento conocido como Lunar Laser Ranging (LLR). Desde que Armstrong y Aldrin colocaran el primer espejo, el 20 de julio de 1969, han participado en sus mediciones varios centros, incluido el observatorio McDonald, que pronto dejará de recibir fondos para esta investigación. En su modestia, Murphy no se atreve a calificar el LLR como el experimento más importante de cuantos se han realizado en la superficie de la Luna, pero “desde luego es el que más ha durado”, asegura. “Y está claro que aún tiene mucho que ofrecer”. Los cuatro espejos colocados en la superficie lunar son casi un objeto fetiche para los aficionados a la astronomía. Su presencia ha servido como prueba irrefutable contra los defensores de la teoría de la conspiración. Tres de ellos fueron colocados sucesivamente por las misiones Apolo 11, 14 y 15 y un cuarto fue dejado en la Luna por la misión soviética Luna 21. - ¿Qué piensa de los que niegan que el hombre haya pisado la Luna? - le pregunto. - No tengo ni idea de lo que están hablando. Cuatro décadas después, como recuerda este astrónomo de 39 años, los espejos nos han enseñado que la Tierra y la Luna, a pesar de sus diferentes composiciones, “están cayendo a la vez hacia el Sol, demostrando el principio de equivalencia de forma muy precisa”. “Y que la constante gravitatoria es tan estable que la fuerza de gravedad ha cambiado menos de un 1% desde los principios del Universo”. Tal vez fuera esta sensación de inmensidad la que conmovió a Murphy cuando decidió dedicarse a la astronomía, “después de ver pasar el cometa Halley”. “Me compré un telescopio y descubrí la Física”, recuerda. El momento más emocionante de su carrera ocurrió en 2005, cuando detectaron las primeras señales claras de los reflectores. A la Luna la mira con amor o resentimiento en función del día que tenga. “Si tenemos señales pobres”, asegura, “es posible que sacuda mi puño hacia ella”. “Si la sesión es buena”, dice, “entonces la miro sonriente”. Después de tanto tiempo disparando rayos contra ella, confiesa, “es casi como un miembro de la familia”. Publicado el 20 de julio de 2009 en lainformacion.com Aviso a la humanidad: “¡Aléjense de aquí!” “Éste no es un lugar de honor, lo que hay aquí es peligroso y repulsivo. Es mejor huir ahora”. Enterrada a 700 metros bajo el desierto de Nuevo México, la Planta Piloto para el Aislamiento de Residuos (WIPP) es una especie de monstruo dormido. Hasta aquí llegan los residuos transuránicos más peligrosos de EEUU, toneladas de basura procedente de plantas y armas nucleares que seguirán acumulándose en cámaras de hormigón hasta su cierre en el año 2070. Pero sus responsables son muy conscientes de que el peligro no habrá terminado hasta dentro de muchos miles de años. “Nos pidieron que nos situáramos en el peor escenario posible”, nos cuenta el profesor Finney en conversación telefónica desde Hawái, “un futuro en el que ninguna de las lenguas actuales siga viva y que todo nuestro sistema cultural haya cambiado por la propia evolución o algún tipo de cataclismo. Y que transmitiéramos un mensaje muy claro: no excaven aquí, manténganse alejados”. Ben Finney, antropólogo y especialista en cultura polinesia, es uno de los trece expertos seleccionados a principios de los años 90 por el Departamento de Energía de Estados Unidos para avisar a los hombres del futuro. Procedentes de especialidades tan diversas como la arquitectura, la astronomía o la lingüística, los elegidos debían diseñar un sistema capaz de transmitir la idea de peligro, de forma universal, durante un período de al menos 10.000 años. “Ningún otro grupo de humanos había recibido la misión de transmitir un mensaje a través de semejante valle de tiempo”, asegura Jon Lomberg, artista y colaborador de la NASA, el hombre que había diseñado unos años antes el disco de oro a bordo de las sondas Voyager, destinado a comunicar con posibles formas de vida extraterrestre. “Es más fácil comunicarse con humanos que con alienígenas”, reconoce Lomberg. “El problema es que necesitábamos un símbolo universal que no existe de forma innata en la mente humana”. “Un signo”, resume, “que pueda ser interpretado fácilmente por cualquier buscador o viajero que pase por el lugar en cualquier época”. Señalizar o no señalizar Los expertos se dividieron en dos grupos que después debían confrontar sus conclusiones. Una de las primeras dudas que surgieron fue la conveniencia de señalizar el lugar o dejar que pasara inadvertido. El grupo A, al que pertenecía el antropólogo Ward Goodenough, llegó enseguida a una conclusión. “Pensamos que las imágenes por satélite acabarían revelando una anomalía en esta zona”, asegura desde su despacho de la Universidad de Pensilvania, “lo que daría pie a especulaciones y tal vez sería una invitación a excavar para encontrar una respuesta”. El grupo B, en el que trabajaron Lomberg y Finney, se decidió en el mismo sentido. “Imagínate”, argumenta Lomberg, “que los residuos empiezan a filtrarse a las aguas subterráneas y miles de personas se ponen enfermas. La planta está situada en una zona de minas, rica en recursos… Si alguien cava allí, merece saber el peligro que corre. Tenemos esa obligación con el futuro”. Pero la prueba más contundente la tuvieron a las pocas horas de llegar al lugar. “Lo primero que hizo el Departamento de Energía”, recuerda Finney aún emocionado, “fue meternos en una furgoneta y llevarnos hasta un lugar del desierto, cerca del WIPP, donde el Ejército había detonado bombas nucleares bajo tierra unos años antes”. Lo único que marcaba el lugar, asegura, era un bloque de hormigón con una placa que había quedado ilegible. “Cualquiera podía ir allí y llevarse una piedra radiactiva a su casa. Aquello nos convenció de que debíamos marcar el sitio”. Horror o información La necesidad de saltar semejante barrera generacional conllevaba un montón de implicaciones técnicas y antropológicas. ¿Debía comunicarse con símbolos e imágenes o con palabras? ¿La arquitectura del lugar debía ser amenazante o discreta? Las conclusiones de los dos grupos fueron radicalmente diferentes en muchos aspectos, aunque partieron de unas mismas instrucciones. El mensaje, según el Departamento de Energía, debía comunicar algunas ideas básicas: - Este no es un lugar de honor, no se conmemora nada ni hay nada valioso. - Lo que hay aquí es peligroso y repulsivo. Es una forma de energía dañina para el cuerpo. - El peligro está todavía presente en vuestro tiempo, y lo estaba en el nuestro. - El peligro aumenta a medida que se desciende hacia el centro. - No debéis alterar físicamente el lugar, es mejor que huyáis y que nadie habite aquí. Para transmitir estos conceptos, el grupo A propuso generar imágenes que despertaran la sensación de horror y enfermedad, e incluso sugirieron la utilización del famoso cuadro de “El grito” de Munch para advertir de la presencia de algo maligno. En el grupo B, en cambio, consideraron que el lugar debía ser austero e informativo, una invitación amable a conocer la verdadera naturaleza del lugar. “Las tumbas de los faraones estaban llenas de figuras horribles que advierten de las consecuencias de violar el santuario”, explica Jon Lomberg. “Y sin embargo fueron saqueadas”. Se discutió sobre la universalidad de la figura humana, sobre los idiomas en que debía escribirse el mensaje y hasta del sentido en el que debían leerse los pictogramas. “Recordamos el caso de una mina de Sudáfrica”, relata Lomberg, “en la que un pictograma mostraba a un minero empujando una vagoneta vacía, recogiendo las rocas del camino y llevándoselas. Al cabo de un tiempo descubrieron que los mineros estaban atascando los túneles porque leían el pictograma al revés, es decir, de derecha a izquierda”. Tras decantarse por pictogramas que fueran leídos de arriba abajo (ninguna cultura lee de abajo arriba), estudiaron también las pinturas rupestres y la manera en que los mensajes de los humanos de otras épocas han llegado hasta nosotros. Incluso Carl Sagan, a través de su amigo Jon Lomberg, les sugirió que recurrieran a la señal de los piratas: la calavera y las dos tibias utilizada durante siglos como amenaza. Después de muchas discusiones, el signo fue descartado porque en algunas culturas orientales se asocia con enterramientos y monumentos funerarios. Monolitos “aterradores” Sobre el material con que debía ser construida la estructura hubo consenso: no debía ser valioso, sino algo resistente y barato, para evitar la tentación de robarlo. Pero sobre la escala y la estética hubo discrepancias de fondo y soluciones muy diferentes. El grupo A propuso la creación de un sitio monumental, e incluso dibujaron diversas alternativas para marcar el sitio con todo tipo de megalitos puntiagudos y aterradores. “Creíamos que había que infundir miedo, poner todos los medios para evitar la intrusión en la planta nuclear”, asegura Goodenough. Sin embargo, los componentes del grupo B pensaban lo contrario: un sitio demasiado monumental podía provocar un efecto no deseado. “Queremos que la gente se aparte de este lugar”, argumentaba Lomberg entonces, “no que vengan de todo el mundo para verlo”. ¿Cuál será el plan que aplique el Departamento de Energía después de escuchar a los expertos? El informe final recoge las ideas más valiosas de los dos equipos y el compromiso del gobierno de ponerse manos a la obra hacia el año 2033. Una vez que la planta se llene de residuos nucleares, también habrá un plazo de cien años en que será vigilada por el ejército. El proyecto incluye la construcción de un gran sistema de protección con varias torres de granito de diez metros de altura a lo largo de unos 6 kilómetros de perímetro. En el centro de la planta habrá una inmensa cámara con todo tipo de información en las seis lenguas oficiales de la ONU (inglés, español, ruso, francés, chino y árabe), además del navajo, la lengua de los nativos del lugar. En las paredes se esculpirán pictogramas repetidos en distintos idiomas para que actúe, según Goodenough, “como una piedra Rosetta” para los futuros visitantes. Y se repartirá la información sobre lo que contiene este lugar por todas las bibliotecas del mundo. “No sabemos si al final lo marcarán o no”, duda Ben Finney. “Ahí tienen nuestras propuestas y pueden usarlas o ignorarlas completamente”. Lo que tiene claro el viejo profesor es la conclusión a la que llegó tras aquella experiencia: “Aprendí que fue terrible desarrollar armas y plantas nucleares”, recuerda, “y que una vez desarrolladas no tenemos sitio para dejar los residuos”. “Tal vez”, sostenía Woodruff Sullivan en las conclusiones del proyecto, “el mensaje más importante nos lo dimos a nosotros mismos”. O tal vez, como asegura Jon Lomberg, el hombre que diseñó nuestra carta de presentación a los extraterrestres, aprendimos una lección aún más importante: “que no podemos proteger de su propia maldad a los hombres del futuro”. Publicado el 22 de septiembre de 2009 en lainformacion.com. Fabricantes de auroras Durante el anochecer del 5 de marzo de 1969 un anillo de luz verdosa se expandió sobre el cielo de Alaska y cambió de color varias veces antes de desaparecer en la oscuridad. Una anciana de una tribu atabascana que miraba el cielo aquella noche aseguró que Dios había abierto un agujero para mirar lo que hacían los hombres y, como no le gustaba lo que veía, lo había vuelto a cerrar. Lo que estaban viendo los habitantes de Alaska aquella noche era una aurora boreal creada de forma artificial por los investigadores del Poker Flat Research Range, una instalación asociada a la NASA que lleva más de cuarenta años lanzando cohetes para estudiar la atmósfera. En su labor cotidiana, los científicos de este complejo envían cohetes al interior de las auroras o provocan otras artificialmente mediante compuestos químicos. El agujero del que hablaba la anciana indígena era una nube de bario desplegada a más de 100 kilómetros de altura por un cohete del tipo Nike-Hydac y la reacción de los elementos químicos al abandonar el proyectil. El profesor de Geofísica de la Universidad de Alaska Fairbanks, Neil Davis, fue el responsable del programa de investigación de Poker Flat durante varios años y uno de los pioneros en la investigación de las auroras boreales. “Cada lanzamiento”, asegura Davis, "era una experiencia excitante. Se te ponían los pelos de punta”. Unos meses antes, la mañana del 16 de enero de 1969, el papel de Davis había sido fundamental en la creación de la primera aurora artificial de la historia. “Algunos teóricos dudaban de que cuando el cohete empezara a lanzar un chorro de electrones tuviera algún efecto”, explica Davis en su libro “Rockets over Alaska" (Cohetes sobre Alaska). “Nuestro jefe, Bill Hess, estaba convencido de que debían estar equivocados, porque era cierto que las corrientes de electrones cayendo a la atmósfera provocaban las auroras naturales”. Unos minutos después del lanzamiento, el cohete se movió peligrosamente hacia la localidad de Chincoteague, en Virginia, ascendió hasta unos 230 kilómetros de altitud y disparó un haz de electrones hacia la magnetosfera sin que los investigadores apreciaran nada a simple vista. Un poco deprimido, Davis se marchó a su habitación y se puso a revisar las cintas del sistema de televisión que él mismo había ideado. “Estaba mirando a la pantalla cuando, de repente, por la esquina del ojo, aprecié un fogonazo de luz. Sin lugar a dudas, ¡aquello era una aurora artificial! Fue el momento más emocionante de mi carrera científica”. Durante los siguientes meses, la NASA reprodujo el experimento en otras latitudes, aplicando lo que sabían de las auroras. En 1972, lanzaron otro cohete sobre Hawái hacia el exterior de la atmósfera y el chorro de electrones regresó en el punto del hemisferio sur que los científicos habían previsto, con su correspondiente aurora. Cómo funcionan los cohetes El mecanismo era tan sencillo como imitar a la naturaleza. Las auroras naturales se producen cuando las partículas procedentes del Sol sortean el escudo electromagnético de la Tierra y penetran por los polos. Esos electrones chocan con los átomos de oxígeno y nitrógeno del aire y provocan la reacción lumínica que conocemos como auroras polares. Para provocarlo artificialmente, los científicos disparan el haz de electrones sobre el campo magnético de la Tierra y el choque de éstos en su reentrada provoca el fenómeno luminoso. Los proyectiles que lanzan desde Poker Flat periódicamente, ya sea para penetrar en las auroras naturales o provocar auroras artificiales, recogen muestras de las partículas de la atmósfera que atraviesan y miden las distorsiones de los campos magnéticos y la luz emitida por las auroras, entre otras cuestiones. De alguna manera, las auroras provocadas con electrones son más “auténticas” que las que se realizan con productos químicos, como el bario, que no son más que una simulación. “Los electrones sí crean verdaderas auroras”, matiza Davis, “pero los cohetes de bario sirven para simular parcialmente el fenómeno, porque las nubes tienen un aspecto parecido y se mueven de forma similar”. La reacción exotérmica del bario forma una nube de unos 10 kilómetros de diámetro que perturba la ionosfera. La reacción es tan expansiva, recuerda Davis, que una noche recibieron una llamada del centro de mando militar porque los satélites soviéticos habían detectado una nube sospechosa avanzando hacia Moscú. Afortunadamente, la colaboración entre científicos evitó males mayores. Estrategia contra el enemigo El interés del ejército de EEUU por las auroras se desató tras las pruebas nucleares sobre el Pacífico realizadas a finales de los años 50. La explosión de las bombas Teak y Orange en la alta atmósfera provocó un apagón electrónico que silenció todas las comunicaciones en un radio de cientos de kilómetros. Paralelamente, las bombas provocaron la aparición de auroras sobre las islas de Hawái, a más de 3.000 kilómetros de la zona de detonación. La principal preocupación del Pentágono era que los soviéticos pudieran cegar sus radares de alerta temprana con alguna estrategia similar en la magnetosfera y que un ataque con misiles nucleares resultara indetectable. “Los haces de electrones que penetran en la atmósfera y crean la aurora”, explica Davis, “reflejan las señales de radio y afectan también a la densidad de electrones en la ionosfera, que puede absorber las señales y afectar a su propagación”. “Éste era el principal interés militar”, reconoce, “y también una simulación de los efectos de una bomba nuclear”. Tras algunas pruebas exitosas, los científicos del laboratorio de Los Álamos se interesaron por el asunto y colaboraron en el estudio de otros aspectos de las auroras, como la conjunción del fenómeno en ambos polos del planeta. Para corroborarlo, enviaron un par de aviones a volar en ambos hemisferios – sobre Alaska y Nueva Zelanda – y comprobaron que los vientos solares llegaban casi simultáneamente a los dos extremos del planeta provocando una especie de auroras gemelas, con una variación de apenas 0,1 segundos. Cuarenta años después, la parte militar ha quedado en segundo plano y las preocupaciones de los científicos se han centrado más en fenómenos como el plasma y las nubes noctilucentes. En este tiempo se han lanzado más de 326 cohetes a más de 100 kilómetros de altura y se han realizado más de 1.500 pruebas meteorológicas. De cuando en cuando, los habitantes de Alaska siguen viendo esas luces que ascienden hacia el cielo, estallan en un anillo de luz multicolor y dejan boquiabierta a alguna anciana despistada. Publicado el 11 de enero de 2011 en lainformacion.com. Esperando a los dioses Perdida en una isla de la remota Melanesia, la tribu de los Yaohnanen espera desde hace años la llegada de un Dios que regresará para cubrirles de regalos: el Duque Felipe de Edimburgo. Según la mitología Yaohnanen, el marido de la Reina de Inglaterra es el hijo de un antiguo espíritu que habita en las montañas de la isla de Tanna, y reinará sobre los miembros de la tribu a su regreso. Por eso, cada vez que reciben una visita, los nativos exhiben las fotografías del príncipe Felipe con el mismo fervor con el que un católico mostraría la imagen de la virgen María. A pesar de los miles de kilómetros que separan Londres de este pequeño archipiélago de la Melanesia, los nativos aseguran que el espíritu del príncipe Felipe se aparece con frecuencia y les habla. “No le podemos ver”, dice el jefe de la tribu, “pero podemos escuchar su voz”. Averiguar la manera en que el duque de Edimburgo llegó a convertirse en un Dios para estas gentes no es un asunto sencillo. Los antropólogos han determinado que en algún momento de la década de los años 50 las creencias ancestrales de los Yaohnanen se mezclaron con las noticias que los visitantes ingleses traían sobre la familia real británica y el choque de culturas dio lugar a una nueva y exótica creencia. También se habla de la influencia de una visita del propio Príncipe a la zona en 1974. Este tipo de choques culturales son especialmente frecuentes en esta zona del Pacífico y son conocidas como los “cultos cargo” o “cultos cargamento”. En la misma isla de Tanna existen otros grupos religiosos que esperan la llegada de un personaje conocido como “Jon Frum” o “John From”, un dios que vendrá de los cielos para traer todo tipo de mercancías y bienes materiales. El origen se halla en los movimientos de las tropas estadounidenses durante la Segunda Guerra Mundial, que aparecieron súbitamente sobre el cielo de la isla arrojando todo tipo de provisiones. En la mente de los indígenas aquellas cajas que caían del cielo llenas de comida quedaron fijadas como auténticos regalos de los dioses, y los aviadores que venían con ellas fueron tomados por poderosas divinidades. La historia quedó inmortalizada en la figura de "John From", probablemente después de que algún aviador se presentara ante ellos nativos como “John from America” (John de America). Una vez que terminó la guerra, los soldados se marcharon por donde habían venido y los nativos quedaron sumidos en el desconcierto. Pronto empezaron a encender hogueras y a construir antenas de madera con la esperanza de que los aviones regresaran. En su manera de entender el mundo, si repetían exactamente lo que habían visto hacer a aquellos dioses venidos de los cielos, pronto llegarían nuevos aviones y barcos que llenarían su isla de regalos. Por toda la Melanesia, desde Nueva Guinea Papúa hasta las islas Salomón, docenas de comunidades sin contacto entre sí y con lenguas muy diferentes, desarrollaron los mismos extraños rituales. Aquí y allá los indígenas construían aviones de bambú, encendían fogatas para atraer a los aviones y hacían señales con antorchas como habían visto hacerlas a los soldados. Los antropólogos llegaron a mostrar su preocupación ante el hecho de que comunidades enteras habían dejado de trabajar con la esperanza de que la ayuda divina solucionara sus necesidades. Hoy día, los seguidores de Jon Frum se siguen reuniendo en la isla de Tanna cada 15 de febrero para celebrar su particular ritual: un grupo de supuestos “soldados” desfila con sus fusiles de palo y la palabra USA trazada sobre su pecho. A continuación izan puntualmente la bandera estadounidense y realizan una serie de cánticos rituales con la esperanza de que Dios vuelva a lanzar sobre ellos su preciado “cargamento”. Publicado en Fogonazos el 9 de abril de 2007. Semen de premio Nobel Son las 12 de la mañana en el distrito de Century City cuando un coche se detiene en una intersección. Con disimulo, un viandante abre una puerta lateral, arroja una bolsa de papel a su interior y se vuelve a perder entre la multitud. Estamos a principios de 1978 en la ciudad de Los Ángeles (California, EEUU) y la escena se torna un poco más sórdida cuando sabemos que el viandante es un eminente científico y que lo que acaba de arrojar en el interior del vehículo es un vaso con su semen. El conductor del misterioso coche es Stephen Broder y está recolectando muestras de esperma para su jefe, el empresario Robert K. Graham. Durante muchos años, Graham y su ayudante recorrieron universidades y centros de investigación de California tratando de convencer a premios Nobel e investigadores brillantes para unirse a su causa. Su objetivo: construir un banco de semen con el esperma de las mentes más preclaras del país y contribuir, según ellos, a mejorar la especie humana. El denominado "Repository For Germinal Choice" (algo así como Depósito de Elección Germinal) abrió sus puertas el 29 de febrero de 1980 y permaneció activo durante 19 años en los que facilitó el nacimiento de 215 niños. La historia de este banco ha sido magníficamente documentada por el periodista David Plotz en su libro "La fábrica de genios", en el que describe las peripecias de este empresario influido por las teorías eugenésicas. Unas gafas para ver el mundo Robert Klark Graham, nacido en 1906, fue un joven de buena familia que consiguió hacer una fortuna con el negocio de las gafas. Después de estudiar optometría, su gran aportación fue la creación de unas lentes de plástico irrompible y las primeras gafas con protección contra la radiación ultravioleta. A finales de los años 60, y después de toda una vida dedicada al negocio, empezó a fantasear con materializar algunas de las ideas que llevaba años gestando, influido por las teorías eugenésicas de principios de siglo. En estos años Graham escribió el libro "The Future of man" (El futuro del hombre) en el que lanzaba mensajes alarmistas como que la humanidad debía actuar o perecería por la reproducción de los menos hábiles. "Tres generaciones de imbéciles son suficientes", había dicho el juez Oliver Wendell Holmes en 1927, resumiendo el espíritu de los defensores de la eugenesia. La solución, se le ocurrió entonces a Graham, pasaba por los bancos de semen. "Imagine lo que significaría para el progreso científico si Lord Rutherford o Louis Pasteur hubieran tenido otros 20 hijos", escribía. "Consideren los beneficios para la sociedad si esta técnica hubiera estado disponible para engendrar más hijos de Thomas Edison". En 1963 se cruzó en su camino el biólogo Hermann Muller, galardonado con premio Nobel por su descubrimiento de que los rayos X provocaban mutaciones en las moscas. Alertado por los peligros de la radiación, Muller creía que la humanidad debía preservar el ADN de sus mejores hombres congelando su semen en tanques de metal que pudieran servir para alumbrar futuras generaciones. Después de varias reuniones, ambos decidieron crear la Fundación para el Avance del Hombre y acordaron crear un banco de esperma de individuos sobresalientes, e incluso sugirieron que Julian Huxley o James Watson (descubridor del ADN) fueran los primeros donantes. Como un coleccionista de cromos La muerte de Muller en 1967 retrasó los planes de Graham, que necesitó otra década para reunir el dinero y los medios para retomar su idea. Fichó entonces a Stephen Broder como ayudante de laboratorio y comenzó a guardar muestras de semen en un cobertizo en su rancho de Escondido (Pasadena). "Graham tenía 70 años", escribe Plotz, "y se tomó la recogida de esperma como un niño que colecciona cromos de béisbol". En aquella época empezó a escribir cartas a todos los premios Nobel que encontró en California y trataba de adularles con el argumento de que sus genes eran preciosos y no debían perderse. ¿Podrían hacer una buena acción por la humanidad?, les preguntaba. ¿Compartirían su gloriosa herencia genética con desesperadas parejas infértiles? Cuando los científicos se negaban amablemente por carta, Graham era capaz de acosarles por teléfono o en persona. "Incluso con los premios Nobel", explica Plotz, "a Graham no parecía afectarle el desconcertante hecho de pedir a un hombre que se masturbara en un vaso para él". Alguno de los donantes recuerda años después al ayudante pidiéndole que aportara una muestra de su semen en los baños de la universidad; en otras ocasiones alquilaban una habitación de un motel para que sus candidatos pudieran aportar su legado genético. El botánico Jim Bidlack recordaría años más tarde en la BBC cómo Graham le pidió una muestra después de una cena. "Estábamos llegando al final de la velada", asegura, "y mientras conversábamos me dijo: ¿estaría dispuesto a entregarnos una muestra? ¿Piensa que puede hacerlo?". Y el botánico lo hizo. Entre los pasajes más sórdidos de aquellos años está el episodio en que Graham y Broder trataron de viajar en un avión con un bote con nitrógeno líquido lleno de muestras de semen y el piloto les pidió que abandonaran la aeronave. Desde entonces realizaron los viajes largos en autobús o en aviones de carga, para evitar también los rayos X de los aeropuertos que podían alterar el ADN. Bajando el listón A pesar de las dificultades, y gracias a su insistencia, en 1980 habían recogido el semen de tres premios Nobel, incluido el del polémico William Shockley, descubridor del transistor, conocido por sus declaraciones racistas y por elogiar "algunas cosas buenas de Hitler". Esto les dio una pésima imagen en los medios y espantó al resto de donantes laureados, así que Graham se encontró en pocos meses con un banco de semen de premios Nobel sin premios Nobel, lo que le forzó a cambiar de estrategia y bajar el listón. Esta vez, a mediados de los 80, se centraron en buscar a deportistas, músicos o científicos con un currículo destacable en distintos campos que, como desvela Plotz en el libro, nadie se molestaba en comprobar. El catálogo de donantes del banco de genios parece extraído de la película Reservoir Dogs. En las anotaciones constaban las donaciones del "Donante Fucsia" (que no tenía un Nobel pero sí un oro olímpico), el "Donante Verde" (profesor con un CI de 200 y extraordinarios poderes de concentración), el "Donante Turquesa" (líder de un gran laboratorio de investigación y músico profesional) o el "Donante Blanco" (científico implicado en investigación sofisticada y con muchas publicaciones técnicas).En las 288 páginas de su libro, Plotz describe el extraño caos en el que se conservaron las muestras y su investigación durante casi una década para la revista Slate. Sus pesquisas - con la ayuda de los lectores de la web - le llevaron a localizar a algunas de las madres, a hijos nacidos de aquel experimento y a algunos de los misteriosos donantes. En los primeros tiempos las clientes se inseminaban por su cuenta, con la ayuda de sus maridos, o solas con un espejo y una linterna. La mayoría de las mujeres decidían acudir a este sistema porque era una manera de garantizarse que el donante fuera un sujeto sano. "Cuando estás cultivando frutas y verduras no escoges los malos e intentas que crezcan", relata una de las receptoras de semen llamada Lorraine. "Escoges a los mejores. Lo mismo con los niños". En concreto, esta neuróloga tuvo tres hijos del donante Fucsia a través del banco porque estaba harta de ver las consecuencias de una mala salud cada día en su trabajo. En 1982 nació Doron Blake, el que sería el hijo más famoso del banco de genios, un muchacho que se hizo popular en pocos años y ocuparía la portada de muchas revistas. Hijo del "Donante Rojo", Doron manejaba el ordenador a los dos años, a los 5 jugaba al ajedrez y en la guardería estaba leyendo La Ilíada y aprendiendo álgebra. Hasta el New York Times le dedicó un editorial en su primer cumpleaños. Hoy en día cobra grandes sumas de dinero por una entrevista. A mediados de los años 80 el banco estaba ‘produciendo’ alrededor de una docena de niños al año y más de un millar mujeres habían requerido sus servicios. Pero su popularidad fue cayendo hasta entrar en los años 90, cuando a duras penas tenían dinero para mantenerlo. El 13 de febrero de en 1997 Robert Graham murió ahogado después de golpearse con la bañera en un hotel y el repositorio de semen de premios Nobel le sobrevivió solo unos meses. ¿Había conseguido su objetivo de crear una generación de pequeños genios? Durante sus pesquisas, el periodista David Plotz conoció a una treintena de los hijos de aquel extraño experimento, la mayoría de los cuales eran niños completamente normales. En alguno de los casos habían desarrollado una enfermedad hereditaria y uno de ellos era autista pero, en general, en el desarrollo de los niños había tenido más influencia el entorno que los genes de sus padres. El legado de Graham, por otro lado, no se perdió para siempre, pues su sistema de elección caló en la sociedad norteamericana y sigue vigente hoy en día en los bancos de semen, donde se ofrecen amplios catálogos que detallan las características del donante y ofrecen la posibilidad de escuchar su voz o ver los apuntes que tomó el entrevistador por unos pocos dólares. "Lo más importante- y seguramente lo mejor- es que el banco de esperma de genios de Robert Graham cambió la idea de los americanos sobre hacer bebés", relata el autor de “La Fábrica de Genios”. "Una vez que el cliente, y no el médico, empezó a elegir al donante, los bancos se vieron obligados a elevar sus estándares y a proveer los hombres más deseables con los mayores requerimientos de salud". De alguna manera, concluye Plotz, "todos los bancos de semen se han convertido en bancos eugenésicos". Publicado el 9 de marzo de 2013 en lainformacion.com. Un viaje a través de la noche Los que amamos la literatura y las estrellas hemos anhelado alguna vez tener entre nuestras manos el diario de un astronauta. Fascinados por las andanzas espaciales, muchos nos hemos preguntado por qué no habrá habido un buen cronista de los viajes al espacio, como los hubo en otras grandes exploraciones humanas. La astronauta Sandra Magnus es quizá la primera en adentrarse en este venturoso terreno y firma desde hace unos días el primer blog escrito desde el espacio. En una de sus primeras entregas Sandra ha hecho una descripción absolutamente maravillosa de lo que se ve desde la ventanilla de la Estación Espacial Internacional (ISS) a medida que ésta cruza la noche. Ésta es una traducción libre del texto: “Es muy fácil encontrar cosas que hacer aquí arriba y olvidarse de “pararse a oler las rosas” como se suele decir. (Creo que esto se cumple probablemente para todos en todas partes). Así que después de cenar y antes de irme a la cama me paré finalmente y me tomé un momento para mirar el mundo pasar durante una de las vueltas nocturnas. Parece que ha pasado mucho tiempo desde que no hacía esto... Voy a tratar de pintar con palabras lo que he visto. Cierra los ojos e imagina que estás en la ISS, junto a mí, mirando a través de la ventana. Estás colocado con la Tierra pasando por debajo de ti y puedes ver el horizonte y el cielo nocturno sobre él. Esto es lo que ves. Es completamente de noche. Hay tormentas sobre África y se ven relámpagos por todas partes; las luces brillantes se desplazan de nube a nube y las iluminan al pasar de unas a otras. Es como una sesión privada de fuegos artificiales. La tormenta es grande y muy extensa y en cualquier momento ves cuatro o cinco relámpagos a la vez, cada uno sólo dura un instante. Los colores van desde el anaranjado al azul claro. Algunos son como bolas y otros tienen la característica forma de los rayos que vemos desde la Tierra. Sigue así durante varios minutos. De vez en cuando, aparece una ciudad con sus luces brillantes contra el fondo de luces relampagueantes. Las ciudades parecen en todas las formas, tamaños, colores y patrones de luz. Algunas ciudades están cubiertas con nubes y todo lo que se puede ver es una bruma brillante. (...) Sin embargo, es la noche oscura, los cielos, lo que atrapa tu mirada. Aunque el horizonte es negro, la luz de las nubes y las ciudades permite diferenciar la Tierra del espacio... El cielo nocturno está salpicado de incontables puntos de luz, algunos blancos, otros rojos, otros naranjas, todos de diferentes tamaños. Están por todas partes... Las estrellas rodean la Tierra y la envuelven en su horizonte. Una manta de luz nos muestra que no estamos solos. Estás nadando en un mar de preciosas luces que sólo pueden ser vistas en la oscuridad. (...) Permaneces frente a la ventana, como hechizado, mientras atraviesas la noche. De este modo, justo antes del amanecer se produce un momento de oscuridad total que te impide ver la tierra ni el cielo. Solo existes tú, flotando en un mar negro interminable con una luz brillante, el sol, iluminando el camino. Nada existe más allá de la luz. Solo dura un momento, sin embargo, mientras el sol se eleva por encima del horizonte. La Tierra empieza a recoger algunos rayos y reaparece finalmente de entre la oscuridad, con un color gris apagado. Un poco más cerca te das cuenta de que las nubes más altas de la atmósfera brillan con colores naranjas y rojizos mientras reciben el sol de la mañana… Mirando hacia atrás, aún se puede ver la oscuridad de la noche de la que acabamos de salir… Pronto la noche se ha ido mientras la estación espacial continúa su viaje interminable alrededor del planeta. Los cielos son ahora una cortina púrpura contra los colores brillantes de la Tierra. No hay estrellas a la vista. Están ahí, sin embargo, esperando a que la noche vuelva a mostrarnos su brillo, dentro de aproximadamente otros 45 minutos”. Referencia: Waiting for night to come -- in another 45 minutes or so (Sandra Magnus) Publicado el 20 de marzo de 2009 en Fogonazos. La eternidad no empieza aquí… por ahora “Cuando estoy con Cristina pienso lo mismo que cualquier madre que le lleva flores a la tumba de su niña, sólo que con un poco más de esperanza”. Eulalia Castillejo conserva el cuerpo de su hija en una cuba con nitrógeno líquido de la empresa Alcor, en Phoenix (Arizona), desde hace 26 años. Las instalaciones de Alcor también albergan el cuerpo de su suegra, que falleció en 2002, lo que convierte a esta empresaria mallorquina en la única española que ha utilizado un servicio de “criopreservación” humana. “En la tumba sé que no voy a volver a verla”, asegura, “pero aquí sé que la ciencia va a progresar y hay una esperanza”. Después de la trágica muerte de su hija, con 21 años, Eulalia compró una vivienda en Arizona, donde pasa la mitad del año para estar cerca de sus seres queridos y de las instalaciones donde ella también piensa “criopreservarse”. Ahora ha puesto sus dos hoteles en venta para trasladarse a EEUU de forma permanente con su marido, su hijo y sus dos nietos, y que todos tengan una opción real de crionizarse. “Si nos pasara algo aquí”, afirma en conversación telefónica con lainformacion.com, “lo íbamos a tener un poco difícil, por eso queremos irnos allí a vivir definitivamente”. El caso de Eulalia es un buen ejemplo de las dificultades legales y logísticas que tienen las personas que desean ser crionizadas en España. El último presidente de la Sociedad Española de Criogenización, Andrés Albarrán, murió el pasado mes de octubre de un paro cardíaco y no se pudo cumplir su sueño. El anterior presidente, Luis Mingorance, se estrelló con su avioneta hace unos años y el accidente impidió cualquier vía para una posible preservación. De momento sólo existen tres empresas en el mundo que ofrezcan este tipo de servicios. Dos en EEUU, (la citada Alcor y Cryonics Institute, en Michigan) y la rusa KrioRus. A fecha de hoy [marzo de 2011], hay alrededor de 220 personas conservadas en nitrógeno líquido en alguna de estas tres instalaciones. Algunos conservan el cuerpo entero y otros solo la cabeza, con la esperanza de que la tecnología del futuro permita devolverlos a la vida. Para la ley, estas instalaciones tienen estatus de banco de donación de tejidos, aunque ellos prefieren hablar de “pacientes” para referirse a los cuerpos. Para la ciencia, como veremos, puede que algún día logremos algo así, pero las técnicas que utilizan estas empresas no parecen garantía de una vida eterna. En España hay alrededor de un centenar de personas interesadas e implicadas de alguna u otra manera en la crionización. La Sociedad Española de Criogenización alcanzó la cifra de cien socios, pero como la ley impide que se presten este tipo de servicios, la única alternativa si uno quiere ser crionizado es buscarse una solución por su cuenta y desplazarse en vida hasta uno de estos países, si una muerte súbita no le sorprende antes.“Llevamos años estudiando la forma de hacer en España lo que se hace en otros lugares”, asegura Antonio Mingorance, hermano del primer presidente de la asociación y uno de los fundadores, “pero la administración pone todo tipo de trabas”. La ley dice que si una persona fallece su cuerpo sólo se puede enterrar o incinerar, así que la alternativa es preparar el cuerpo y llevarlo a EEUU en avión. “Pero ahí tropezamos otra vez con la ley”, asegura, “porque obliga a embalsamar el cuerpo y no se cumplen las condiciones para crionizarlo”. Sueños de inmortalidad Antonio Mingorance tiene 69 años. Nos recibe en su casa de Madrid, un ático con una panorámica impresionante de la ciudad y en el que hace años se construyó su propio observatorio astronómico. La estancia está llena de libros, revistas y fotos de sus nietos. Es un hombre con muchas inquietudes. “No es que tenga miedo a morir, es que me da rabia”, explica. “¿No sueñas con ver lo que pasará con el planeta y con los humanos? Y si algún día contactamos con otra civilización, ¿no te gustaría verlo?”. Su visión del asunto es sobre todo pragmática, prefiere tener una posibilidad de seguir viviendo, por infinitamente reducida que parezca, a la certeza de la nada más absoluta. “Imagina que caminas por el desierto del Sáhara”, asegura, “y se te estropea la cámara de fotos. ¿La tirarías a la arena o la envolverías a ver si la reparan en el futuro?”. Mientras hablamos, Antonio fuma un cigarrillo tras otro y se toma tres bebidas de cola en menos de media hora. No le obsesiona la salud, desde luego, sino vivir plenamente y que la fiesta no termine. “Prefiero morir de cáncer que tener un infarto”, afirma con seguridad. “Con un cáncer, por muy rápido que sea, aún tendría tiempo de desplazarme a EEUU. ¿Conoces la expresión ‘agarrarse a un clavo ardiendo’? Pues digamos que yo me agarro a un clavo congelado”, se ríe. Las personas que piensan en prolongar su vida con uno de estos programas tienen un denominador común: la muerte les parece una apuesta perdida, cualquier esperanza, por remota que sea, es siempre mejor opción. “Prefiero estar crionizada que metida en una tumba, te lo digo con el corazón”, asegura Eulalia Castillejo. “Crionizándote siempre hay una posibilidad, pero como te metas en la tumba…”. Para Antonio Martín, tecnólogo y otro de los socios más antiguos, la clave está en que “nuestra cultura da por hecho que hay algo que no tiene solución, que es la muerte”. “Y esto es una esperanza que lucha contra una desesperanza”, sentencia. El italiano Giulio Prisco, que lleva años promoviendo el transhumanismo en España y Europa, también lo tiene claro. “Si me preguntas si quiero gastar mi dinero por una posibilidad de vivir”, dice, “te contesto que sí. Es mejor que nada”. Él, en concreto, es socio de Cryonics y tiene una póliza para ser crionizado. “Si me ocurre algo como un ataque al corazón, me muero y ya está”, asegura, “tampoco es algo tan catastrófico. Ahora, si mañana mi médico me dijera ‘tú tienes cáncer, te vas a morir dentro de seis meses’, entonces sí me mudaría a EEUU”. Javier Ruiz, informático de 45 años y coordinador de Crionica.org, admite que se trata de una apuesta y que con la tecnología actual no hay posibilidad de volver a la vida. “Nosotros sabemos que no hay ninguna garantía de éxito”, asegura. “Esto es exactamente igual a una operación quirúrgica de alto riesgo: no hay garantías, pero lo lógico es someterse a un tratamiento, no puedes renunciar a tu vida”. Él y otras seis personas trabajan desde hace meses en desarrollar en España un instituto criónico que permita realizar este tipo de criopreservaciones. “Tenemos un director científico, un ingeniero…”, asegura, “Hay un grupo de personas que se están encargando de desarrollar el proyecto, es posible que consigamos algo de financiación en relativamente poco tiempo y puede que tengamos alguna novedad importante antes del verano”. Javier es miembro de Cryonics Institute, pagó la cuota, y dio de alta a sus padres. A la espera de ver si es viable el proyecto español, él aún no ha dado el paso definitivo, pero los precios de estos servicios, que se encuentran en la web de las compañías, no son tan desorbitados como cabría pensar. Se entregan unas cantidades cerradas en vida, nos explica Javier, y una vez que “congelan” al paciente, es la compañía, y no su familia, la que cobra su seguro de vida para cubrir los gastos. Lo que dice la Ciencia La única seguridad que ofrecen las compañías criónicas a estas alturas es que conservarán el cuerpo, o la cabeza, en distintos grados de deterioro, a muy baja temperatura, a la espera de que un día desarrollemos la tecnología capaz de reanimarlos. A partir de aquí, las propias empresas admiten que no garantizan nada. Se podría decir que aquí termina la ciencia y empieza algo más parecido a la esperanza, de acuerdo con los especialistas en biopreservación que trabajan cada día conservando tejidos. Aunque algunos científicos han expresado su confianza en estos métodos, la mayoría de la comunidad científica sigue mostrándose escéptica. Lluis Montoliú es investigador científico del CSIC, y trabaja en el Centro Nacional de Biotecnología (CNB) criopreservando embriones de ratón dentro del proyecto europeo EMMA. En su opinión, lo que ofrecen estas compañías hoy por hoy es pura fantasía y "no podemos dar la sensación de que esto va a ser posible pasado mañana". "La criopreservación de organismos enteros lo único que consigue es congelar ese momento", asegura. "De ahí a deducir que ese individuo completo va a poder descongelarse, hay un buen trecho. Una cosa es la ciencia y otra la ciencia ficción". Ramón Risco, responsable del grupo de Criopreservacion de Tejidos y Órganos de la Universidad de Sevilla, se expresa aún con más contundencia: "Una persona muerta y congelada en estas condiciones está tan muerta como mi bisabuelo", afirma. "Lo que dicen no tiene ninguna base científica, lo que no quita que si se sigue investigando en un futuro reciente sí que se consiga algo así". Para entender en qué consiste la dificultad técnica, hay que explicar primero el problema de la cristalización de los tejidos. El objetivo es evitar que se forme hielo en las células, y que éstas se dañen, y para ello Alcor y Cryonics sustituyen parte del agua del cuerpo por criopreservantes (una especie de anticongelantes) en las primeras horas después de la muerte y aplican una técnica conocida como “vitrificación”. Esta técnica se utiliza y ha dado resultados en la conservación de células, embriones, e incluso órganos pequeños como el riñón de un conejo, pero revivir un organismo vivo entraña algunas dificultades difíciles de franquear. Para inducir este estado en cuerpos grandes, nos explica Risco, se descubrió que el criopreservante intoxica el sistema salvo que sigamos la curva de equilibrio termodinámico y se vaya introduciendo el crioprotector de manera escalonada, bajando el punto de congelación paulatinamente. Si no se hace así, asegura Risco, "antes de empezar ya han matado el sistema, la concentración es demasiado alta para que sea compatible con la vida". Por otro lado, advierte Lluis Montoliú, "para cada tejido los procedimientos de criopreservación son distintos”. “Un ratón entero no se puede criopreservar”, asegura. “Si tienes un organismo con centenares de tipos celulares lo más probable es que lo que funcione para uno no funcione para más". Además, están los daños fisiológicos que produciría la deshidratación y rehidratación masiva de las células del cuerpo. Con las técnicas de criopreservación actuales, un buen número de células quedan dañadas. En órganos más sencillos, como un riñón, quizá se recupere algo de funcionalidad con daños del 60%, pero ¿qué pasaría con el cerebro? Otro aspecto importante es que no sirve congelar con una técnica y esperar a que la tecnología futura resuelva el problema, porque ambos aspectos, congelación y descongelación, van intrínsecamente unidos. "En el supuesto caso de que fuera posible”, resume Montoliú, “la tecnología que se diseñara para la descongelación llevaría asociada una tecnología precisa de congelación, que poco o nada tendría que ver con la que se ha aplicado con estos cuerpos con la tecnología actual. Por eso es un brindis al sol”. Las propias compañías admiten los argumentos de los escépticos. "Será necesario reparar las moléculas alteradas por la vitrificación en un futuro", dice Alcor. Aún así, las dificultades técnicas no arredran a los que confían en la criopreservación humana. Giulio Prisco cree que estas barreras que ahora pone la ciencia algún día se podrán resolver. “La tecnología de mañana se tendrá que adaptar a lo que se ha hecho para congelar a la gente”, asegura. “Hoy en día el vídeo es digital”, ejemplifica, “pero si tienes una cinta que ha hecho tu abuelo con tecnología mucho menos avanzada puedes cambiar esa cinta de formato, aunque sea mucho más complicado”. La cuestión está en si consideramos o no la muerte como un proceso irreversible. “Esa línea es imposible de definir”, asegura Javier Ruiz, “no podemos decir que algo está muerto por el hecho de que no pueda ser recuperado. Mientras tengan la estructura conservada, la función la puedes recuperar”. Los expertos que argumentan a favor de la criónica, como Eric Drexler, confían en la nanotecnología para reparar las células muertas una a una. Para los científicos consultados para este artículo, en cambio, parece claro que la muerte no tiene vuelta atrás. “Algo que está muerto”, asegura Risco, “es muy difícil devolverlo a la vida”. Montoliú lo resume así: “Congelar es muy fácil, descongelar es otra cosa”. “Sustituir los fluidos de un cuerpo por un agente criopreservante y poner este grupo de células en nitrógeno líquido es relativamente trivial. Conseguir que el órgano se pueda descongelar adecuadamente y que recupere la función es otro cantar”. En este sentido, las personas que están preservadas con las técnicas actuales no tendrían muchas posibilidades de ser “reanimadas”, pero nadie niega que algún día se pueda desarrollar una técnica que permita “reanimar” a seres humanos, aunque se está avanzando más por vías como la “animación suspendida”, que no implica muerte, sino letargo y reducción del metabolismo.“Si la humanidad sigue más o menos como vamos”, asegura Risco, “a lo mejor dentro de quince o veinte años podemos hacer algo así”. Y si un día conseguimos que la criónica sea una realidad, el trabajo de estos pioneros empeñados en vencer a la muerte tendrá que ser reconocido. Publicado el 1 de marzo de 2011 en lainformacion.com Cuando las bombas nucleares rompían los escaparates de Las Vegas El 2 de febrero de 1951, a las 5:48 a.m., la bomba Baker-2 explotó a 1.100 metros sobre la superficie del desierto de Nevada con una fuerza de 8 kilotones. Era una de las primeras pruebas llevadas a cabo sobre el Nevada Test Site, apenas 100 kilómetros al norte de la ciudad, y pilló a algunos ciudadanos desprevenidos. La explosión fue visible desde Los Ángeles, donde algunos fotógrafos avisados habían madrugado para ver la luz atómica en la distancia. En apenas unos segundos, una luz se hizo visible en el cielo oscuro y la tremenda onda expansiva se extendió por la parte alta de la atmósfera hasta alcanzar localidades tan lejanas como Las Vegas. Para sorpresa de sus propietarios, un enorme escaparate de una tienda de muebles de la ciudad se hizo pedazos por la explosión. Como relata Richard Lee Miller en su libro "Under the cloud: the decades of nuclear testing" (Bajo la nube: las décadas de pruebas nucleares), un vecino del centro de la ciudad dijo que su casa se había "sacudido como un cuenco de gelatina que hubiera sido pateado". En el norte de Las Vegas, en un barrio más cercano a la explosión, la onda expansiva destrozó todas las ventanas de dos casas. Clint Mosher, reportero del International News Service, estaba en un restaurante del desierto, a muchos kilómetros de la explosión y describió después en una crónica cómo había sido aquel momento: "Una intensa luz blanca, de color puro y que daba miedo mirar, se elevó en medio del desierto (...) Cinco segundos después la llanura, el cielo y las montañas se oscurecieron de nuevo... A las 5:51 se produjeron cinco largos e inciertos minutos tras la luz en el cielo... Un instante después hubo un profundo estruendo, como la artillería de una docena de ejércitos. Y entonces, dos segundos más tarde, una gran corriente de aire de la que no había escapatoria golpeó las casas, sacudió las ventanas y arrancó el yeso de las paredes en algunas partes de la ciudad. ¡Swoooosh! Fue como estar demasiado cerca de un cañón. (...) “¿Lo ha visto?”, le pregunté a la camarera. "Sí", me dijo. "¿Cómo lo quiere? ¿Solo o con leche?"” Las autoridades concluyeron que la rotura de los cristales había sido una excepción y lo achacaron a la extensión de la onda expansiva de la explosión a través de la troposfera, lo que le permite viajar largas distancias y descender. En general, los vecinos de la entonces pequeña localidad se tomaron estas explosiones con la misma naturalidad con la que aquella camarera servía el café. El día de la detonación de Baker 2, la policía local registró un aluvión de llamadas durante la siguiente media hora, pero en ningún caso cundió el pánico. "Como ejemplo de la actitud relajada de la comunidad", asegura el departamento de Energía en un documento oficial, "una revista citaba la actitud de un jugador del Golden Nugget que sintió la explosión de Able [la primera detonación del NTS], se detuvo, miró a su alrededor y dijo: "debe de ser una bomba atómica". Después de dio la vuelta y siguió jugando". Aléjense de las ventanas Después de la prueba que destrozó los escaparates, los militares detonaron una bomba mucho más potente llamada Fox (alrededor de 35 kilotones). Para evitar males mayores, las autoridades avisaron a la población y pidieron que se mantuvieran alejados de los ventanales si veían el resplandor de una explosión. La onda expansiva afectó esta vez a la localidad de Indian Springs, donde se rompieron alrededor de un centenar de ventanas y una casa sufrió daños importantes en sus puertas y en el tejado. Tras las primeras pruebas, las explosiones se convirtieron en un fenómeno popular y la gente empezó a acudir de todas partes a ver el espectáculo. "Visitantes y residentes", asegura el Departamento de Energía, quedaron atrapados en una especie de atmósfera del 4 de julio, como si las pruebas fueran fuegos artificiales mayores y más espectaculares". La gente acudía de todas partes y aparcaban sus coches en las cunetas de las carreteras que ofrecían mejores vistas. En su libro "Aventuras y desventuras del Chico Centella", Bill Bryson explica fabulosamente el espíritu de aquella época: "La gente estaba arrobada con la abrasadora majestuosidad y la potencia antinatural de la bomba atómica. Cuando el ejército empezó a hacer pruebas nucleares en el lecho seco de un lago en Frenchman Flat, en el desierto de Nevada, cerca de Las Vegas, aquello se convirtió en la principal atracción turística de la ciudad. La gente no iba a Las Vegas a jugar, o al menos no exclusivamente a jugar, sino a apostarse al borde del desierto, sentir que la tierra temblaba bajo sus pies y ver que el aire se llenaba con portentosas columnas de humo y polvo. (...) En los años de mayor actividad se realizaron en Nevada hasta cuatro detonaciones nucleares al mes. El hongo nuclear era visible desde cualquier aparcamiento de la ciudad, pero la mayoría de visitantes preferían acercarse al borde mismo del área de pruebas, a menudo con comida para hacer un picnic, presenciar las pruebas y disfrutar de la nube de polvo posterior. Estamos hablando de grandes detonaciones. Las veían incluso los pilotos comerciales que sobrevolaban el océano Pacífico, a cientos de kilómetros de distancia. El polvo radiactivo a menudo barría Las Vegas y dejaba una capa bien visible sobre toda superficie horizontal. Al principio, después de una prueba, los técnicos del gobierno recorrían la ciudad enfundados en sus batas blancas pasando los contadores Geiger por todas partes. La gente hacía cola para ver lo radiactiva que era. Formaba parte de la diversión. Qué satisfacción daba ser indestructible." Publicado el 26 de abril de 2011 en Fogonazos. Qué se siente al salir de la atmósfera en un cohete Alguna vez hemos contado por aquí lo que siente un astronauta durante un paseo espacial, cuando contempla la negrura más absoluta o cuando se lanza al vacío para enganchar un satélite. Esta vez traemos el relato del astronauta canadiense Chris Hadfield, que ha estado varias veces en la Estación Espacial Internacional, y que pronto subirá de nuevo, esta vez a bordo de un cohete Soyuz. Hace unos días, en una sesión abierta con los usuarios de Reddit, Hadfield describió lo que se siente cuando uno parte al espacio en uno de estos cohetes. Lo traduzco aquí: “El lanzamiento es extremadamente potente, y te sientes de verdad en el centro de todo, como si cabalgaras una ola enorme, o fueras empujado y levantado por una gran mano, o sacudido entre las fauces de un perro gigantesco. El vehículo se sacude y vibra, y eres aplastado con fuerza hacia abajo a causa de la aceleración. Al tiempo que un juego de motores se apaga y comienza el siguiente, eres lanzado hacia adelante y después empujado hacia atrás. El peso de alrededor de 4 Gs durante muchos minutos es opresivo, como si alguien enorme y muy gordo se tumbara encima de ti, hasta que, de repente, 9 minutos después, el motor se apaga y al momento no pesas nada. Magia. Como si un gorila te estuviera aplastando y de repente te arrojara por un acantilado. Todo un viaje”. Publicado el 16 de diciembre de 2012 en Fogonazos. El reportero que sobrevivió al apocalipsis En la mañana del 18 de mayo de 1980, el joven fotógrafo David Crockett se encontraba en las proximidades del monte Saint Helens y tenía un presentimiento. El volcán llevaba varios días de actividad y él había conducido hasta allí la noche anterior, convencido de que iba a suceder algo. Eran las 8:32 a.m. cuando una violenta explosión sacudió su coche y la montaña comenzó a derrumbarse literalmente detrás de él. "Miré por el retrovisor y había una pared de escombros", recuerda. "El valle entero estaba desapareciendo a mis espaldas". Lo que estaba presenciando Crockett era una de las mayores erupciones de la historia de Estados Unidos. La explosión arrancó una de las laderas de la montaña y provocó una avalancha de roca y barro que alcanzó los 250 kilómetros por hora y devastó un área de 31 kilómetros de largo por 37 de ancho. La erupción arrastró material suficiente como para enterrar la isla de Manhattan a una profundidad de 120 metros y la columna de humo depositó ceniza en 11 estados. En su huida precipitada a través del valle, Crockett tuvo que pisar el freno. Delante de él la carretera había desaparecido por el corrimiento de tierras. "Salté fuera del coche y agarré mi cámara de vídeo", recuerda. "Abrí la puerta y saltó la alarma, pero aquélla era la menor de mis preocupaciones". Frente a él, el volcán expulsaba al aire una gigantesca columna de ceniza y el cielo se oscurecía por momentos. Convencido de que debía de salir de allí a cualquier precio, Crockett se echó la cámara al hombro y comenzó a filmar los 11 minutos más apocalípticos de su vida, una escena que parece rodada por el mismo Dante. En las primeras imágenes del vídeo se observa el coche de Crockett atrapado en la carretera, la inmensa nube de ceniza y el aviso que le ha dado tiempo a escribir encima del capó cubierto de ceniza. "Ladera arriba", dice el mensaje acompañado de una flecha. Cuando empieza a ascender, la nube negra se le echa encima y se hace de noche ante sus ojos. "Querido Dios", se le escucha decir en la grabación, "o quienquiera que encuentre esto. No lo podéis ver, está claro que está demasiado oscuro, pero he dejado el coche atrás. Como podéis deducir de estas imágenes, estoy caminando hacia la única luz que puedo ver en lo alto de la montaña". Durante toda la filmación Crockett sigue narrando lo que ve y lo que siente en ese momento. "Nunca pensé que diría esto", asegura, "pero juro por Dios que en este momento creo que estoy muerto". "Noto la ceniza dentro de los ojos. Se me está haciendo muy difícil respirar, tengo problemas para hablar". Un momento después es presa de la desesperación. "Está todo negro", dice. "Estoy caminando por el Infierno en la Tierra". Una vez en lo alto de la ladera, el viento disipó un poco la ceniza y pudo empezar a respirar. Su primera reacción fue coger la cámara y hacerse un autorretrato en el que se le ve sonriente y con la cara llena de ceniza. "Cuando me di cuenta de que lo había conseguido y que iba a sobrevivir", recordó posteriormente en la cadena local para la que trabajaba, Komo News, "empecé a reírme y a gritar como loco. Le estaba aullando a la montaña". Las otras víctimas de Saint Helens No todo el mundo tuvo tanta suerte como Dave Crockett aquel día. Hasta 57 personas murieron sepultadas o quemadas y muchas de ellas se encontraban a muchos kilómetros del volcán, fuera de la zona evacuada. El coche del fotógrafo Reid Blackburn, de 27 años, fue encontrado a casi 13 kilómetros sepultado por el barro. En el momento de la erupción Blackburn fotografiaba el volcán desde una distancia supuestamente segura cuando una lengua de destrucción se le vino encima. Cuando lo encontraron cuatro días después, su cuerpo estaba dentro del vehículo, las ventanillas estaban rotas y el interior estaba lleno de ceniza. En una fotografía tomada solo 13 horas antes de la explosión, el vulcanólogo David Alexander Johnston aparece sonriente y sentado en una silla con su equipo de observación. Se encontraba apostado a unos diez kilómetros de la cima del monte Saint Helens y fue el primero en observar que la ladera norte se empezaba a desplazar y en dar el aviso. "¡Vancouver! ¡Vancouver! ¡Ahí lo tenemos!” – anunció desde su terminal de radio. Fueron sus últimas palabras. Irónicamente Johnston fue el único vulcanólogo que predijo que el Saint Helens explotaría de forma lateral, pero cometió el error de considerar que una distancia de diez kilómetros sería suficiente. Su cuerpo nunca fue encontrado. A poco más de un kilómetro y medio del volcán, un anciano de 83 años se había convertido en una pequeña celebridad por su empeño en no abandonar la zona. Harry Randall Truman vivía solo con sus 16 gatos en su cabaña cuando se desató la erupción. "El lago Spirit está entre la montaña y yo", había explicado a los periodistas unos días antes, "y la montaña está a más de una milla, no me va a hacer daño". Aquella mañana el lago Spirit desapareció y la cabaña del señor Truman fue enterrada bajo 46 metros de tierra y material volcánico. Fue una de las 200 casas que la erupción destruyó o se tragó en los alrededores. El reguero de destrucción dejado por el Saint Helens aún es visible hoy en día. La explosión arrasó 600 km² de bosque y los troncos de los árboles se amontonan en muchas laderas. Algunos de los vehículos arrastrados y enterrados por el lodo siguen en la zona y han servido a los geólogos para estudiar la erupción con más detalle. La disposición y las huellas del calor sobre la carrocería fueron usadas por un equipo del Servicio Geológico de los Estados Unidos (USGS), quienes analizaron la estratigrafía y obtuvieron detalles del los corrimientos de tierra y la forma en que se expandió la nube de destrucción. Más de treinta años después, Dave Crockett, el reportero que vivió su particular fin del mundo durante 11 minutos, se ha recuperado de las pesadillas y de los fanáticos que le persiguieron durante años diciendo que estaba tocado por Dios. Al recordar lo sucedido, para un reportaje de su antiguo canal de televisión, encara a la montaña y le dice: "No me atrapaste". Publicado el 26 de febrero de 2013 en lainformacion.com. Instrucciones para salir del cuerpo En el año 1955, mientras realizaba una operación de epilepsia, el neurocirujano canadiense Wilder Penfield estimuló una zona del cerebro de su paciente que le provocó un sobresalto. “Estoy abandonando mi cuerpo”, aseguró el sujeto mientras el médico estimulaba eléctricamente su giro angular. Aquella fue la primera demostración de que muchas de las impresiones supuestamente paranormales que experimentan algunas personas tienen una base neurológica que puede explicar el fenómeno. Décadas de experimentos y estimulación cerebral han llevado a los neurocientíficos a identificar las zonas del cerebro y los procesos que entran en acción durante una de estas experiencias. Abducciones, encuentros demoníacos, auras y demás experiencias místicas pueden tener una explicación científica algo más prosaica pero no menos fascinante. “Si nos estimulan la corteza parietal derecha con un electrodo (mientras estamos despiertos y conscientes)”, escribe el prestigioso neurocientífico V. S. Ramachandran, “por un instante parecerá que flotamos cerca del techo y veremos nuestro cuerpo abajo”. La experiencia de abandonar el propio cuerpo no sólo está asociada con las vivencias cercanas a la muerte, el consumo de algunas drogas como la ketamina o situaciones extremas como las que viven los pilotos de caza, también ha sido recreada en el laboratorio. La clave está en estimular una zona concreta del hemisferio derecho del cerebro conocida como giro o circunvolución angular. Siguiendo los pasos del pionero Wilder Penfield, el neurólogo suizo Olaf Blanke, del Hospital Universitario de Ginebra, ha comprobado los efectos de la estimulación de esta zona en alguno de sus pacientes. En diciembre del año 2000, una mujer de 43 años llamada Heidi entró en el quirófano del doctor Blanke para tratar de encontrar una solución a su epilepsia. Como en otros muchos casos, los médicos colocaron decenas de electrodos en su cerebro y los fueron activando alternativamente hasta llegar al giro angular. La mujer se detuvo entonces y les dijo a los doctores que se encontraba en el techo del quirófano y que veía su propio cuerpo desde allí arriba. “Estoy en el techo”, exclamó, “estoy mirando hacia abajo, a mis piernas. Les veo a los tres”. En el año 2007, The New England Journal of Medicine publicó una experiencia parecida a cargo de médicos británicos y holandeses. Una mujer de 63 años aquejada de tinnitus (un ruido persistente en el oído) reportó que estaba saliendo de su cuerpo cuando los electrodos estimularon su giro angular, y que se encontraba a sí misma desplazada 50 centímetros por detrás de su cuerpo y un poco a la izquierda. Las experiencias duraban alrededor de 17 segundos y se descartó cualquier efecto placebo. ¿Qué sucede durante estos breves períodos de tiempo en que uno se siente fuera de su cuerpo? Los científicos aseguran que estas áreas del cerebro están directamente relacionadas con la percepción que tenemos de nosotros mismos, la orientación y el equilibrio vestibular. Una estimulación del giro angular derecho puede alterar esta percepción y provocar esta especie de ilusión de encontrarse fuera de uno mismo. ¿Y las personas que lo experimentan sin estimulación “artificial” de la zona? “Una explicación del fenómeno”, escribe Sandra Blakeslee en su libro “El mandala del cuerpo” (La liebre de marzo, 2009), “es la alteración en el flujo sanguíneo. Grandes arterias convergen cerca del giro angular dentro de nuestro cerebro. Si algo comprime esta área, nuestras sensaciones corporales pueden llegar a desorientarse. Podemos llegar a sentir que nuestro cuerpo está flotando sobre la mesa de operaciones o la escena de un accidente de tráfico”. Una luz al final del túnel James Whinnery es cirujano de la Marina estadounidense y lleva desde los años 70 realizando pruebas con pilotos de cazas. Para ello utiliza una centrifugadora con un brazo de 15 metros y una pequeña cabina que gira a toda velocidad y simula las fuerzas G que tienen que soportar los pilotos durante el vuelo. Durante los últimos veinte años, Whinnery ha sometido a la prueba a más de 500 pilotos para estudiar el fenómeno conocido como “black out”, el momento en que el cerebro de los pilotos empieza a quedarse sin oxígeno, se produce la visión de túnel y terminan perdiendo el conocimiento. De los 500 pilotos, al menos 40 vivieron la experiencia de salir de su propio cuerpo y algunos relatan experiencias parecidas a las cercanas a la muerte. Durante las pruebas, los pilotos han llegado a alcanzar hasta 12 Gs durante unos instantes, cerca del límite que les provocaría la muerte. Cada desmayo dura un promedio de entre 12 y 24 segundos y los pilotos relatan experiencias parecidas a las que otros compañeros han vivido alguna vez en vuelo: verse fuera del avión, sentado en un ala, o colocados justo encima de la cabina mientras se ven a sí mismos desde arriba. Entre el 10 y el 15% relatan experiencias similares a las cercanas a la muerte, con la característica luz al final de un túnel. Esta experiencia tan común entre las personas que han sobrevivido a un accidente grave aún no tiene una explicación definitiva, pero los indicios apuntan a que la respuesta está en el cerebro. Algunos investigadores, como el doctor Richard Strassman, de la Universidad de Nuevo México, aseguran que la glándula pineal segrega un alucinógeno natural llamado Dimetiltriptamina (DMT) que produciría la experiencia del túnel y las visiones. Otros, como el doctor Birk Engmann, de la Universidad de Leipzig, creen que la ausencia de riego sanguíneo (anoxia) está detrás del carrusel de visiones que se desatan en el momento que precede a la muerte. La sensación placentera o de euforia, también descrita por los pilotos antes de los desmayos, se atribuye a la segregación de sustancias como la dopamina o la serotonina, aunque aún no está claro cuál es la respuesta exacta que está detrás de todos estas experiencias. La doctora Willoughby B. Britton, de la Universidad de Arizona, ha hecho un estudio que plantea una tesis aún más atrevida. Para su experimento tomó a 23 sujetos que habían tenido una experiencia cercana a la muerte y a un grupo de control sin ningún tipo de estrés post-traumático. Tras escanear sus cerebros mientras dormían, descubrió que los patrones de sueño de unos y otros eran muy diferentes y encontró que una parte significativa (hasta un 20%) de los que habían visto la luz al final del túnel mostraban el mismo patrón en el lóbulo temporal que los enfermos de epilepsia y mayor actividad en la zona asociada con las vivencias místicas y religiosas. En su opinión, estas diferencias son significativas e indican que la diferencia de actividad en el lóbulo temporal tiene que ver con las alucinaciones generadas durante las experiencias cercanas a la muerte. ¿Auras? ¿Energía? No, sinestesia Si hacemos caso a los parapsicólogos, parece que los seres humanos caminamos por la vida irradiando un halo de “energía vital” a nuestro alrededor que ellos conocen como “aura”. Aparte de que la existencia del alma o de los “chakras” no se sostiene empíricamente, la ciencia empieza a encontrar otras posibles explicaciones a la percepción del fenómeno en algunas personas, relacionadas con una propiedad del cerebro conocida como sinestesia. El grupo de investigación de Neurociencia Cognitiva de la Universidad de Granada lo define como “una facultad poco común que tienen algunas personas, que consiste en experimentar sensaciones de una modalidad sensorial particular a partir de estímulos de otra modalidad distinta”. Es decir, personas que ven una letra o una nota musical y la asocian automáticamente a un color, entre otras sensaciones. Un estudio publicado en 2004 por el doctor Jamie Ward, de la Universidad de Londres, documentaba el caso de una paciente capaz de identificar auras de colores sobre las personas debido a un caso de sinestesia emoción-color. A pesar de que ella no creía tener ningún tipo de poder sobrenatural, identificaba las personas a las que conocía con un color determinado y esta respuesta emocional le hacía ver un “aura” alrededor de ellos cuando los tenía frente a sí. Algunos neurocientíficos se plantean si este modo de sinestesia no puede estar detrás del fenómeno conocido durante siglos como aura. De este modo, lejos de tener que ver con vagas energías y espíritus indetectables, el aura tendría su origen en una peculiaridad del lóbulo parietal de algunas personas. En cualquier caso, cada vez que se ha sometido públicamente a prueba la supuesta capacidad de uno de los autoproclamados “detectores de auras” los resultados han dado la razón a los escépticos. El mago James Randi llevó a uno de estos individuos a su programa y no fue capaz de asociar correctamente las personas que se escondían detrás de un biombo con sus respectivos halos energéticos. En otros casos, los supuestos videntes no han sido capaces de saber siquiera que lo que se escondía detrás del biombo no era una persona sino un maniquí. Íncubos, abducciones y falsos recuerdos Algunas de las experiencias esotéricas más conocidas tienen como protagonistas a los llamados “visitantes de dormitorio”. Criaturas demoníacas que poseen nuestro cuerpo, alienígenas que nos secuestran en mitad de la noche y nos someten a todo tipo de pruebas o vejaciones. Afortunadamente, si usted ha tenido una de estas experiencias parece casi descartado que sufra un trastorno mental grave. Lo que indica la ciencia es que casi con total certeza ha sido víctima de un episodio de “parálisis del sueño” y de una alucinación hipnogógica. Mientras dormimos, nuestro cerebro toma la precaución de paralizar parcialmente nuestro cuerpo, entre otras cosas, para evitar sobresaltos innecesarios y que nos pongamos dar pedales si soñamos que estamos subiendo el Tourmalet. En ocasiones, en este estado “hipnogógico”, la persona recobra momentáneamente la conciencia y sigue paralizado durante un buen rato. En este estado entre la vigilia y el sueño se producen alucinaciones bien documentadas en los laboratorios del sueño. La persona no se puede mover y siente que la trasladan o que seres imaginarios la secuestran y manipulan. Aunque la víctima asegura estar despierta y recordar todo lo que sucedía a su alrededor, los experimentos demuestran que buena parte de los sujetos ni siquiera abren los ojos. Estas alucinaciones han sido interpretadas de diferente manera en función de la época y la cultura. Durante siglos, en Europa, las víctimas de este fenómeno hablaban de visitas de íncubos y súcubos, o de brujas que les llevaban a volar en plena noche. En China se interpreta como la visita de un fantasma inoportuno, en Nigeria es un “demonio en tu espalda” y en Turquía es una criatura que se sienta en el pecho y roba la respiración. En la sociedad occidental, al cambiar los parámetros culturales, se cree que muchos de los testimonios de supuestas abducciones alienígenas no son más que una reinterpretación de este mito causado por la parálisis del sueño y por el fenómeno de los “falsos recuerdos”. Jesucristo en una tostada La evolución de nuestro cerebro le ha llevado a desarrollar algunas características muy peculiares pero esenciales para nuestra supervivencia. Por un lado tiende a recopilar los fragmentos de información y a completar los huecos, y por otro es especialmente bueno en el reconocimiento de caras. Éstas y otras características explican un fenómeno conocido como “pareidolia”, el que lleva a algunas personas a distinguir la cara de un santo en las humedades del techo o los ojos y la boca del hombre en la Luna. Es decir, vemos caras o patrones reconocibles donde sólo hay estímulos al azar. Nuestra capacidad para juntar información e interpretarla puede habernos proporcionado una ventaja evolutiva. Para explicarlo, siempre se pone el ejemplo del hombre primitivo que ve varias manchas amarillas tras un matorral y cuyo cerebro decide interpretar que detrás hay un tigre: es probable que el que no reuniera la información a tiempo no consiguiera que sus genes llegaran muy lejos. Por otro lado, la capacidad para reconocer caras frente a cualquier otra disposición geométrica en el espacio, se ha comprobado sistemáticamente en los bebés y tiene un componente innato. De acuerdo con la neurociencia, el fenómeno psicológico de la pareidolia está detrás de experiencias paranormales tan variadas como las apariciones marianas, la visión de ovnis o las experiencias con fantasmas. Como sucedía con las visiones de dormitorio, tendemos a interpretar estos sucesos en función de unos patrones culturales que ya tenemos y que el cerebro utiliza a modo de filtro. Este tipo de ilusiones no son solo visuales, sino también auditivas. El famoso experimento del psicólogo Christopher French consiste en reproducir un fragmento al revés de una canción de Led Zepelin ante un auditorio. Cuando el experimentador da unas pautas para interpretarlo en términos satánicos, nuestro cerebro ya no puede dejar de oírlo. Todos estos fenómenos, y otros muchos otros, empiezan a ser aclarados a la luz de la neurociencia y otras ramas experimentales. Aún queda un largo camino por recorrer, pero el conocimiento de nuestro cerebro permitirá algún día conocer perfectamente los mecanismos que nos llevan a extremos como la visión de alienígenas, fantasmas y a generar todo tipo de supersticiones. Hasta entonces, no podemos más que agarrarnos a lo que dicen los experimentos y los hechos que se pueden probar en un laboratorio. Si existe algo real fuera de nuestras propias imaginaciones, sin duda se investigará. Hasta entonces habrá que descartar todo aquello que se mueve en esa difusa frontera que separa nuestras creencias de las alucinaciones. Publicado el 20 de mayo de 2011 en la revista Quo. Penes que encogen, creencias que matan En septiembre de 2003, miles de varones sudaneses acudieron a los puestos de socorro de la ciudad de Jartum convencidos de que una terrible enfermedad estaba haciendo encoger sus penes. El mal, que se transmitía por el mero hecho de dar la mano a un extranjero, adquirió tales proporciones que obligó a actuar a la policía y al ministerio de Sanidad. Este curioso fenómeno, conocido como Koro, es frecuente en otras zonas de África y especialmente potente en China, donde miles de hombres acuden cada año al médico con el convencimiento de que una rara enfermedad está haciendo desaparecer sus penes. Los antropólogos han bautizado estas epidemias imaginarias como síndromes culturales, término que engloba a aquellas enfermedades propias de determinados grupos étnicos que en realidad no presentan más síntomas ni otra aparente causa que las propias creencias de quienes las padecen. En el mismo caso de la histeria ártica de los Inuits, la niebla cerebral del África occidental, el Hwabyeong coreano, la enfermedad del espíritu de las tribus norteamericanas o el famoso “mal de ojo” del que hablaban nuestras abuelas. El denominador común de todos estos “males” es que sus víctimas enferman por la propia creencia, un hecho que entronca con lo que en medicina se conoce como efecto nocebo. Este fenómeno, una especie de reverso tenebroso del efecto placebo, provoca que un paciente empeore por el mero hecho de saber que está enfermo o porque se convence de que lo que tiene va a acabar con su vida. La revista New Scientist documentó el caso de un paciente llamado Sam Shoeman a quien, en los años 70, le fue diagnosticado un cáncer de hígado que le dejaba pocos meses de vida. Al cabo de unas semanas el paciente empeoró y murió, pero la autopsia reveló que los médicos se habían equivocado: el tumor era muy pequeño y no se había extendido. De algún modo, como dice la revista, Shoeman no había muerto de cáncer sino de saber que tenía cáncer. Otro paciente, llamado Derek Adams, acudió a urgencias después de haber ingerido un bote de antidepresivos y estuvo al borde de la muerte hasta que el psicólogo que le trataba en un programa de pruebas indicó que aquellas pastillas en realidad no contenían nada dañino. Apenas quince minutos después, Adams se había recuperado milagrosamente de sus síntomas. Para comprobar este particular resorte psicológico, Giuliana Mazzoni, de la Universidad de Hull, en el Reino Unido, hizo un experimento con estudiantes a los que pidió que inhalaran una muestra de aire normal y les dijo que podía contener una toxina que provocaba dolores de cabeza y náuseas. Al cabo de unos minutos, buena parte de ellos desarrollaron los síntomas de una enfermedad inexistente, multiplicado por el hecho de ver a otros compañeros enfermando. El efecto nocebo es conocido por los médicos, que a menudo notan cómo los pacientes refieren molestias antes incluso de haber comenzado el tratamiento. Queda mucho por saber sobre el impacto de las creencias o falsas ideas en la salud, pero la realidad nos dice que somos capaces de convencernos a nosotros mismos de casi cualquier cosa. Un ejemplo reciente lo dejan los habitantes de la ciudad sudafricana de Craigavon, que llevan semanas pidiendo la retirada de una torre de telefonía a la que atribuyen todo tipo de alteraciones de la salud: desde dolores de cabeza a quemaduras y problemas para dormir. Y la compañía acaba de certificar que la torre lleva apagada desde octubre. Publicado el 23 de enero de 2010 en la Guía para perplejos (Libro de Notas) Volando en el interior del hongo nuclear El 15 de mayo de 1948, el teniente Paul H. Fackler, del 514 batallón de reconocimiento meteorológico de EEUU, se despistó por unos instantes y penetró con su avión en el interior del hongo nuclear de una de las bombas que el ejército estaba detonando en las islas Marshall. Durante varios minutos, Fackler y sus hombres atravesaron la nube radioactiva a bordo de su Boeing WB-29 y, a pesar del alto nivel de radiaciones, salieron ilesos del percance. Pero, sin quererlo, su hazaña ya había colocado una semilla en la mente de las autoridades militares: la idea de enviar aviones tripulados al interior de aquellas nubes radioactivas quizá no era tan descabellada. Durante los siguientes años, tal y como cuenta Mark Wolverton en la excelente Airspace Magazine, el Ejército de EEUU envió a decenas de pilotos a penetrar en el interior de los hongos nucleares con equipos especiales que analizaban la composición de la nube y sus restos radioactivos. Bajo el mando del propio teniente Fackler, se formó un escuadrón ‘radiactivo’ que surcaba el cielo tras las explosiones que el ejército llevaba a cabo en Nevada y el Pacífico. Aquellos pilotos, del denominado 4926th Test Squadron, penetraron en el interior de las nubes de las 16 detonaciones nucleares que el ejército llevó a cabo sistemáticamente sobre territorio estadounidense. La periodista Eileen Welsome aseguró en 1999 que es muy posible que “ningún otro ser humano haya estado tan cerca del corazón de una explosión nuclear” como aquellos hombres. Y repasando los testimonios que aquellas incursiones tal vez tuviera razón. “Es un lugar oscuro e hirviente”, aseguró uno de los pilotos que atravesaron aquella ardiente mole. La mayoría de ellos describió el interior del hongo atómico como una “turbulencia brillante”, “de color rojo ladrillo”, un lugar con unas temperaturas extremas y en el que los indicadores podían dejar de ser fiables en cualquier momento. A pesar de la presurización y de todas las medidas de seguridad, aquellos pilotos se expusieron a niveles de radiación que después se considerarían disparatados. Durante una de las misiones, los pilotos recibían más de la dosis admisible para un año, y después eran evacuados cuidadosamente y puestos bajo la ducha hasta que el contador Geiger dejaba de pitar con insistencia. Sorprendentemente, la única baja oficial de aquellos experimentos fue la del capitán Jimmy Robinson, quien perdió el control y cayó al agua con su caza F-84 el 1 de noviembre de 1952, tras penetrar en la nube de Ivy Mike, la primera bomba termonuclear detonada sobre las islas Marshall. Su cuerpo nunca fue recuperado. Referencia: Into the Mushroom Cloud (Air&Space Magazine) Publicado el 23 de julio de 2009 en Fogonazos. La realidad tiene goteras A mediados de 1974, los dos mejores escritores de ciencia ficción conocidos hasta la fecha se carteaban a través del océano. ”Los mundos de Philip K. Dick”, había escrito Stanislaw Lem en un elogioso artículo, “destacan entre la media. El efecto final es siempre el mismo: acaba siendo imposible distinguir entre la realidad y las visiones”. Separados por tan enorme distancia, Lem elogiaba los “mundos paralelos” descritos por Dick sin saber que había pasado a formar parte de una de sus ficciones. Pocos días antes de uno de aquellos intercambios epistolares, Dick había dirigido una carta al FBI en la que denunciaba que Stanislaw Lem era un agente del KGB y que se encontraba al frente de una conspiración internacional que trataba de sumarle a él y a otros a su siniestra causa. "Todos ellos sin excepción responden a una cadena de mando liderada por Stanislaw Lem desde Polonia”, decía en la misiva. “El propio Lem tiene visos de ser un comité formado por varias personas más que un solo individuo, dada su capacidad para escribir en todo tipo de estilos”. En el artículo “Philip K Dick, un visionario entre charlatanes”, Lem había calificado la obra del norteamericano como la única salvable en la literatura de EEUU. “En sus historias”, escribía, “ocurren catástrofes espantosas, pero, mientras otros escritores de ciencia ficción señalan y delimitan sin lugar a dudas la fuente del desastre… el mundo reflejado en las historias de Dick sufre cambios horrendos por motivos que, incluso al final, quedan sin descubrir”. Como si una de sus novelas se tratara, la terrible catástrofe tantas veces descrita por Dick se estaba fraguando esta vez en su propio cerebro. Después de 30 años jugando con la realidad y atiborrándose de anfetaminas, PKD empezó a ser visitado a diario por entidades extraterrestres envueltas en rayos láser y una curiosa divinidad llamada VALIS (Vast Active Living Intelligence System) capaz de controlar a los humanos mediante sofisticados satélites. "Tenemos un montón de goteras en nuestra realidad”, había escrito él mismo unos años antes en “Tiempo desarticulado”. “Una gota aquí, un par de gotas en ese rincón. Una mancha de humedad que va formándose en el cielo raso”. A medida que sus extrañas visiones crecían, la gotera de Dick fue alcanzando una dimensión incontrolable. Pronto llegó al convencimiento de que estaba viviendo una doble vida y que él era en realidad un cristiano llamado Tomás perseguido por los romanos en el siglo I d.C. Asimismo, las cartas de Dick al FBI se multiplicaron, con mensajes en los que alertaba sobre un supuesto complot internacional contra los intereses de EEUU. "La razón por la que me pongo en contacto con ustedes”, decía en una de las cartas, “es que me parece que otros escritores de ciencia ficción fueron contactados por miembros de esta organización, obviamente antinorteamericana, y puede que hayan cedido ante las amenazas y declaraciones engañosas que usaron conmigo”. "La información codificada que Kinchen quería que yo pusiera en mis novelas”, decía en otra, “tenía que ver con una supuesta nueva cepa de sífilis que se extiende por los Estados Unidos, y que se ha mantenido en secreto por las autoridades; no se puede curar, destruye el cerebro, y sus efectos son lentos”. A pesar de su insistencia, el FBI no hizo caso a las cartas de Dick y se limitó a responderle con notas de agradecimiento. Afortunadamente, nunca descubrieron que LEM era en realidad varias personas. Publicado el 23 de enero de 2008 en la Guía para perplejos (Libro de Notas). Cazadores de virus Caminan a través de la selva. A sus espaldas cargan varios monos que acaban de capturar y de cuyas heridas aún mana la sangre. Cualquier corte abierto en su piel, en las manos de estos cazadores cameruneses, podría facilitar un intercambio de fluidos entre las dos especies. Ya ha sucedido otras veces. Una cepa de virus del primate podría saltar al cazador, extenderse al resto de habitantes de su aldea y de ahí a una gran población, quizá al resto del mundo. Ébola, VIH, SARS… todas han llegado hasta nosotros por un proceso parecido. Pero estos cazadores han tomado precauciones. Conocen el peligro y no solo lo evitan sino que llevan unos filtros con los que toman muestras de la sangre de cada uno de los animales capturados. Su caza tiene dos objetivos: los propios monos y los virus que contiene su sangre. Las muestras servirán para detectar amenazas y frenar un posible salto de especie. Son el primer eslabón de la Iniciativa para la Predicción Global de Virus (Global Viral Forecasting Initiative), una red que pretende detectar la próxima enfermedad letal antes de que se cobre millones de vidas. Hacia el año 1900, en estas mismas selvas de Camerún, un grupo de cazadores se infectó con sangre de chimpancé durante una cacería y un desconocido virus, hasta entonces exclusivo de los primates, comenzó una carrera de humano a humano. En solo unas décadas aquel patógeno pasó de las pequeñas aldeas a las grandes poblaciones y evolucionó hasta convertirse en un escurridizo asesino conocido como “sida”. A finales del año 2002, un granjero chino se convirtió en la primera víctima de un nuevo coronavirus que se extendió por varios continentes. La enfermedad – conocida como Síndrome respiratorio agudo severo (SARS) - había aparecido primero en murciélagos y de ahí pasó a las civetas, unos pequeños gatos cuya carne se vende en los mercados chinos. De las 335 enfermedades infecciosas detectadas en humanos en la segunda mitad del siglo XX, según un estudio publicado en la revista Nature en 2008, el 60% tuvo su origen en animales, la mayoría salvajes. Virus que permanecían latentes terminan evolucionando en una enfermedad que no conocíamos. Y el proceso va a más. "Podemos esperar que más virus salten a nuestra especie, y lo harán probablemente a un ritmo cada vez mayor", escribe el divulgador Carl Zimmer en su libro "A planet of viruses". "Los animales que viven en los lugares más remotos han acumulado virus exóticos durante millones de años. Ahora los humanos se están adentrando en estos territorios remotos y en el proceso se han puesto en contacto con estos virus". La red de conexiones por tierra, mar y aire hace el resto del trabajo. Poblaciones que estaban aisladas por varios días de camino son ahora mucho más accesibles y un solo brote puede dar la vuelta al globo en cuestión de horas. Para poner freno a esta posibilidad, el virólogo Nathan Wolfe decidió hace unos años llevar la lucha a la primera línea de fuego. “¿Qué puede matar a más gente?”, se preguntaba Wolfe en The New Yorker. “¿Una guerra nuclear o los virus que saltan de los animales a los hombres? Si tuviera que ir a Las Vegas, y apostar por el próximo gran asesino, pondría todo mi dinero en un virus”, asegura Wolfe. Por eso decidió formar una red que permitiera atajar el problema desde su origen, desde que se produce el salto de especie en las profundidades de la selva centroafricana o en algún mercado del sudeste asiático. La Iniciativa para la Predicción Global de Virus (GVFI) cuenta con la colaboración de más de cien científicos en nueve países gracias al respaldo económico de la compañía Google, la fundación Skoll y el departamento de Defensa de EEUU. La red tiene extensiones en Camerún, donde empezó su trabajo, y en lugares como China, Malasia, Congo, Madagascar o Laos. Encabezados por Wolfe, los científicos han recolectado más de 150.000 muestras de sangre de cazadores y sus familias, además de las que toman de los animales que capturan y se comen. Para ello han tenido que ganarse la confianza de los cazadores. En Camerún, por ejemplo, contrataron a un conocido locutor de la radio y la televisión locales para que hiciera de intermediario con las poblaciones y explicara mejor su mensaje. Ahora, entre los machetes y sacos de piel, los cazadores llevan los filtros para tomar muestras de sangre y sus familias se someten periódicamente a un análisis, lo que les ha proporcionado datos más que valiosos. Entre 2004 y 2005, por ejemplo, Wolfe y sus colaboradores detectaron anticuerpos de virus de inmunodeficiencia primate en la sangre de los cazadores, de la misma familia de retrovirus que incluye al VIH. El hallazgo demostró la facilidad con que estos patógenos saltan de los simios a los humanos esperando una oportunidad para evolucionar y hacerse más letales. Una vez que localizan estas cepas, el siguiente paso es analizar, mediante simulaciones de ordenador, la velocidad con que una variante puede extenderse y su peligrosidad. “Si detectamos solo una de las próximas diez pandemias”, asegura Wolfe, “la inversión habrá merecido la pena”. Wolfe se refiere a los cazadores como los “centinelas”. Ahora quiere mejorar las comunicaciones en estos recónditos lugares de la selva porque está seguro de que la tecnología mejorará la detección de los virus. Si proporcionan un móvil a cada cazador, o a cada aldea, cualquier aparición de animales muertos o de casos en humanos puede ser detectada con una mayor rapidez. Y sus ambiciones son aún más globales. Pretende rastrear la presencia de virus en carniceros, veterinarios e incluso trabajadores de zoológicos que estén habitualmente expuestos a estos intercambios de patógenos. "Nuestra capacidad para detectar la próxima pandemia depende de dos factores”, asegura el doctor Charles Chiu, investigador de la Universidad de California y colaborador de la GVFI. “Lo rápido que podamos detectar el salto entre especies y la facilidad con que el nuevo patógeno consiga transmitirse de humano a humano”. Por eso es tan importante, recalca, la vigilancia de las reservas de insectos o animales que más probabilidades tienen de propiciar este salto. En su laboratorio de la Universidad de California, el doctor Chiu y su equipo reciben las muestras de sangre que les envían los miembros de la red desde África o Asia. Su equipo emplea herramientas de secuenciación y computación capaces de identificar centenares de virus simultáneamente. El dispositivo en el que trabajan, el “Virochip”, es capaz de realizar 60.000 pruebas e identificar virus conocidos y desconocidos a partir de la comparación de sus secuencias genéticas. “Está claro que solo hemos identificado una fracción de los virus patógenos que existen en la naturaleza”, insiste Chiu. “A medida que desaparecen las barreras entre animales y humanos, la amenaza de nuevos virus que salten entre especies está en el horizonte. Debemos estar alerta respecto al fenómeno y monitorizar de cerca la situación. Solo así podremos prevenir o mitigar la próxima pandemia”. “Cuando las generaciones futuras nos juzguen”, aseguran los responsables de la red de detección de virus, “es posible que se pregunten cómo aprendimos a prevenir la aparición de nuevas amenazas en forma de enfermedad”. Con un poco de suerte y si la red funciona como tiene previsto, quizá veamos un futuro en que haya muchas menos epidemias globales por las que preguntarse. Publicado el 31 de agosto de 2011 en la revista Quo. El hombre que olvida al instante Jesús Rodríguez tiene un daño cerebral que le impide generar nuevos recuerdos. Vive rodeado de aparatos que le indican cuando tiene que hacer cada tarea. Si se distrae unos segundos, olvida dónde está, lo que estaba haciendo y hasta a la persona con la que estaba hablando. Jesús piensa que estamos en el año 2002. Aquel año le operaron de un tumor cerebral en Suiza y la complicación terminó borrando sus memorias pasadas y su capacidad de generar recuerdos. Pero situarse en 2002 es para él un gran avance. Hasta hace poco pensaba que estaba en 1979 y que tenía 17 años. "Lo que más me costó", confiesa, "fue convencerme de quién era un viejo que venía a la ventana de mi casa.... Hasta que empecé a conocer que eso era el espejo y que ése era yo. Todavía hay días que no lo tengo claro". Los recuerdos de Jesús Rodríguez quedaron arrasados por el daño cerebral en el hipocampo y el lóbulo frontal. Su vida es un puzle que los neuropsicólogos de la Fundación Polibea tratan de reconstruir. Jesús tenía un negocio de importación de coches y se movía por toda Europa. "De vez en cuando", nos cuentan, "nos llegan notificaciones judiciales porque ha aparecido un coche a su nombre en Milán, o en París, y tenemos que explicar al juez que Jesús no puede recordar". Le entrevistamos en Madrid, una tarde de febrero. Cuando terminamos, Jesús se levanta, va al baño y, al regresar cinco minutos después, no sabe quiénes somos ni se acuerda de que hemos estado hablando con él. "Hace un rato hemos estado hablando, ¿te acuerdas?". "¿Yo?", pregunta desconfiado, "¿Qué dices? Por favor...". Y se marcha malhumorado. Hay que tener cuidado a la hora de devolver a Jesús a la realidad porque descubrir a cada rato de que su vida es un rompecabezas le genera una enorme frustración. "Con Jesús pasan estas cosas", asegura su neuropsicólogo, Sergio García. "Yo he estado toda la mañana con él, le he perdido unos metros en los que se me ha adelantado y al volver a alcanzarle y hablarle no sabía que había estado con él". Como el protagonista de la película Memento, Jesús puede perder en un instante la orientación y no recordar qué ha estado haciendo ni qué se proponía. En lugar de tatuarse los datos, Jesús utiliza todo tipo de dispositivos móviles. "Vivo con alarmas", asegura, y al ratito suena uno de los aparatos que le recuerda que al llegar a casa tiene que rellenar unos papeles. "He aprendido que no puedo quitar, es siempre repetir. Hasta que no hago [la] cosa, no la quito". "Un caso como el de Jesús nos enseña la importancia del anclaje que nos da la memoria", afirma su neuropsicólogo. Uno de los primeros casos de este tipo en la literatura médica fue el del famoso paciente H.M. (Henry Molaison), un estadounidense al que extirparon el hipocampo en una operación para evitar la epilepsia. "El caso del H.M. nos enseñó que el hipocampo es importantísimo para la memoria", asegura el catedrático de Fisiología Francisco Rubia. "Este paciente no podía consolidar nada, llegaba el médico y si volvía al rato le saludaba como si no se hubieran visto". El problema de Jesús surgió de una complicación post-operatoria. Tras retirarle el tumor en Suiza, el drenaje le causó una acumulación de líquido en el lóbulo frontal (higroma) que provocó una segunda lesión cerebral. La primera operación afectó a la sustancia blanca en el lóbulo temporal (en el hipocampo) y las complicaciones le dañaron el lóbulo frontal, que afecta a la capacidad de relacionar los datos. La consecuencia es doble: los recuerdos de Jesús no se fijan y los que tiene los confunde al relacionarlos. También tiene dificultades con la lengua que utiliza, y salta automáticamente del español al alemán sin ser consciente de ello. A pesar de todo, Jesús puede generar algunos nuevos recuerdos a base de repetición. A su neuropsicólogo le recuerda después de haberle visto muchas tardes. Lo mismo pasa con su mujer, pero no es capaz de recordar cuántos hijos tiene, por ejemplo. "Cuando el hipocampo está dañado, el paciente no puede consolidar los recuerdos", explica Rubia. "No puede transformar la memoria a corto plazo en memoria a largo plazo, así que vive el presente". Cada año se producen miles de casos de daño cerebral y en la mayoría de ocasiones no tenemos noticia de ellos. “Una persona como Jesús, agarrada en una barra en el metro, pasa totalmente desapercibida”, asegura Sergio García, “sería necesaria y muy beneficiosa una concienciación más general”. Publicado el 28 de marzo de 2012 en lainformacion.com como parte del documental El mal del cerebro. "Esto es lo que se siente durante un paseo espacial" “Estuve presente en el nacimiento de mis tres hijos. Intercepté con mi F-18 un bombardero ruso Bear en las costas de Canadá. Serví a mi país haciendo un buen número de trabajos, incluido el de piloto de caza. Fui piloto de pruebas e hice todo tipo de trabajos fascinantes y desafiantes. Estuve en la estación MIR, estuve en la ISS. Pero nada es comparable con salir al exterior para un paseo espacial. Nada es comparable a estar solo en el Universo: al momento en que te abres la escotilla y te deslizas hacia el Universo (…) Es como dar la vuelta a la esquina y contemplar la puesta de sol más magnífica que hayas visto en tu vida, de un horizonte hasta el otro en el que parece que todo el cielo está en llamas y todos esos colores y rayos de sol componen una especie de gran pintura sobre tu cabeza. Lo único que quieres es abrir tus ojos tanto como puedes e intentar mirar a tu alrededor y absorber esa imagen. Es así todo el tiempo. O como si la más bella música llenara tu alma (…) También es un lugar de trabajo con muchas distracciones. Pero al mismo tiempo te pone a ti mismo en perspectiva porque esa creación humana está justo a tu lado y es grandiosa y naturalmente bella, como la proa del Titanic o algo que te hace comprender el logro humano que significa construir una estructura que nos lleva hasta un lugar donde nunca hemos estado. Pero entonces te das cuenta de que a pesar de que es enorme y potente, es solo una mota de polvo entre lo que está a tu izquierda y todas las texturas y colores que nuestro planeta está derramando a tu derecha. Y tú eres esta pequeña mirilla de un microcosmos entre esas dos cosas, física e históricamente. Y eres consciente de eso durante todo el tiempo. Parece que estoy hablando sin parar, pero eso es lo que se siente durante un paseo espacial. Merece hasta el infinito todos y cada uno de los miles de pasos que cuesta llegar hasta allí”. Palabras del astronauta Chris Hadfield, que describe para Universe Today lo que siente un ser humano durante una caminata espacial. Referencia: Spacewalking: Through an Astronaut's Eyes (Universe Today) Publicado el 17 de marzo de 2010 en Fogonazos. John Mulholland, el mago que entrenó a la CIA El 29 de junio de 1953 el mago John Mulholland escribió una carta a los lectores en la que anunciaba que la prestigiosa revista The Sphinx dejaba de editarse tras más de medio siglo de existencia. “La causa inmediata”, explicaba el popular ilusionista, “es que mi estado de salud no me permite realizar el trabajo necesario”. Pero no era cierto. Durante los siguientes meses Mulholland estuvo más activo que nunca y se dedicó a trabajar en un proyecto que no trascendería hasta muchos años después por su carácter ultrasecreto: la realización de un manual para entrenar a los agentes de la CIA. “El propósito de este documento”, escribiría Mulholland en la introducción, “es instruir al lector para que aprenda a realizar una variedad de actos secretos e indetectables. En resumen, se trata de unas instrucciones para el engaño”. Este valioso manual, lleno de trucos para despistar a agentes enemigos o manipular sus mentes, se creyó perdido durante años hasta que un historiador y un ex agente de la CIA se toparon con él en una desclasificación rutinaria en 2007. Ambos acaban de publicarlo bajo el título de “The Official CIA Manual of Trickery and Deception” (El Manual Oficial de la CIA sobre el Truco y el Engaño”) y en él se revelan algunas perlas del arte de la manipulación entre espías. Antes de ser reclutado por la CIA, el mago John Mulholland era una celebridad en Estados Unidos. Durante más de veinte años de carrera, Mulholland viajó con su espectáculo por cuarenta y dos países, escribió diez libros y actuó ocho veces en la Casa Blanca. Entre sus números más conocidos estaba su caracterización como gran mago hindú o chino, con trucos que decía haber aprendido en Oriente, por lo que se solía anunciar como “El maestro mundial de la Magia”. Hasta que se cruzó en su vida Sidney Gottlieb. Como explica Michael Edwards en “The Sphinx and The Spy”, el director del proyecto MKULTRA de la CIA, era consciente del papel que habían jugado otros magos a la hora de ayudar a sus países y hasta había escrito un artículo en el que destacaba las acciones del mago Robert Houdin embaucando a los argelinos a favor de los intereses de Napoleón III y la manera en que el mago británico Jasper Maskelyne engañó a Rommel durante la Segunda Guerra Mundial. El proyecto MKULTRA era un programa secreto dedicado a investigar la manera de manipular la mente mediante métodos tan dispares como las drogas o la hipnosis, y cuyas prácticas ilegales darían lugar a un escándalo a mediados de los años 70. En este contexto, no resulta disparatado que su director estuviera convencido de que las nociones de prestidigitación podían poner a sus agentes en clara ventaja en el escenario de la Guerra Fría y que el más indicado para realizarlo era un mago como Mulholland. El “manual del engaño” elaborado por Mulholland explicaba las bases y los principios psicológicos de los trucos y se dividía en varios apartados como “trucos con pastillas”, “trucos con líquidos” o “trucos con pequeños objetos”. Aunque no lo indicaba explícitamente, muchos de los trucos aportaban ideas para conseguir drogar a un sujeto sin que éste se percatase, mediante la aproximación de una cerilla, por ejemplo, o pasando la mano disimuladamente por encima de su taza. En el manual recientemente recuperado pueden leerse algunos de los trucos. La mayoría se basa en soltar o coger cosas de forma disimulada, pero también se explica cómo ocultar a alguien en un doble fondo o en el interior de una caja, así como algunos gestos para comunicarse en secreto sin que nadie lo perciba. Entre los consejos que el manual da a los agentes también estaba el de poner cara de tontos, relajando los músculos de la cara: “Una mirada demasiado alerta puede infundir sospechas en la mente del observador”, aseguraba el mago. “Parecer un poco tonto puede ser el mejor arma del impostor”. Publicado el 27 de noviembre de 2009 en Fogonazos. Confesión después del cigarrillo “Si quieres leer una mente, no la rompas”. Así podrían resumirse las conclusiones del estudio publicado por la neuróloga irlandesa Shane O’Mara en la revista Trends in Cognitive Science y que desbarata científicamente las técnicas de interrogatorio avaladas hasta hace meses por el gobierno de Estados Unidos. Los sujetos sometidos al estrés extremo de la tortura, como el waterboarding o la privación sensorial, sufren serias alteraciones en el hipocampo e incluso pérdida de tejidos, según el estudio de O’Mara, lo que significa que los interrogadores pueden llegar a borrar la información que buscan en el cerebro del interrogado. Por si fuera poco, añaden los científicos del Ireland’s Trinity College, el sujeto puede incluso no darse cuenta de que miente, ya que el daño en el lóbulo prefrontal puede crear falsos recuerdos. Si a esto le añadimos el hecho de que una persona sometida a semejante castigo es capaz de confesar cualquier cosa para que le dejen de torturar, el método de interrogatorio utilizado por la administración Bush no solo es repugnante, sino perfectamente inútil. Los intentos de controlar la mente han sido en general igual de torpes e infructuosos. Los servicios secretos de EEUU se obsesionaron con la idea durante la guerra de Corea, después de comprobar que algunos de sus soldados volvían a casa cargados de “peligrosas” ideas comunistas. De alguna manera, se convencieron, el enemigo había conseguido “lavarles el cerebro”. Preocupados por quedarse atrás en este campo, los responsables de la CIA pusieron todos sus esfuerzos en encontrar una manera de conseguir manipular la mente de los enemigos y de sus propios ciudadanos. En sus intensas investigaciones, a través de la operación MKULTRA, los científicos drogaron y sometieron a todo tipo de pruebas inhumanas a los sujetos que tenían más a mano, especialmente individuos de escasos recursos, pero también a sus colaboradores. A finales de los años 50, mucho antes de que Bush y Cheney aparecieran en escena, el doctor Ewen Cameron ya estaba practicando la privación sensorial, el electroshock y la administración de LSD en su clínica de Montreal. Durante aquellos años, los hombres de la CIA buscaron en las selvas de todo el mundo la sustancia mágica que hiciera cantar a los espías enemigos, desde hongos alucinógenos hasta el poderoso curare, que utilizaban para paralizar a los sujetos del experimento. En su libro “En busca del candidato de Manchuria”, John Marks recoge algunos de los horrores que se llegaron a aplicar para obtener el ansiado “lavado de cerebro”, el “suero de la verdad” y todas las fantasías con que se entretuvieron unas cuantas mentes de Washington. Y explica también cómo los informes más serios descartaron que chinos o soviéticos estuvieran aplicando algo distinto de la típica brutalidad del interrogatorio. Los soviéticos, según los testimonios, sometían al preso a vejaciones y aislamiento durante semanas hasta que el interrogador aparecía para terminar de desarmarle. Los chinos, en cambio, modificaban la personalidad de la víctima a través de la fuerza del grupo: le introducían en una celda y le exigían estudiar a Mao y a Marx. Como el progreso de uno dependía del esfuerzo de todos, era el propio grupo el que machacaba a cada individuo para evitar los castigos. Entre otras lecciones sobre la condición humana, los agentes de la CIA aprendieron técnicas más sofisticadas para obtener la verdad. Además de algunos episodios disparatados, como las sesiones de marihuana para sonsacar a capos de la Mafia, Marks describe cómo la CIA llegó a montar en San Francisco y Nueva York un auténtico sistema de apartamentos-prostíbulo llenos de cámaras, en los que retenían a sus víctimas durante horas sometidos a sesiones de sexo y drogas. En todos los experimentos practicados al amparo del programa MKULTRA, los agentes y colaboradores se encontraron sistemáticamente con que la mente humana no es tan fácil de reprogramar mediante drogas o métodos brutales como mediante una combinación de sensaciones que lleve a la víctima a bajar la guardia. “Aprendimos un montón de cosas acerca del comportamiento de los humanos en la cama…”, asegura una de las fuentes de Marks en el libro, “Fuimos haciendo acopio de una serie de preferencias sexuales que podríamos utilizar en nuestras operaciones, dependiendo de cuáles fueran los gustos de cada uno de nuestros objetivos”. “Lo bueno para nosotros”, dice otro miembro de la CIA, “venía tras el coito, tras fumar el cigarrillo”. Bastaba con que las prostitutas entrenadas por los agentes aguantaran en el lugar después del sexo y se mostraran receptivas a sus palabras. ”Se siente reconfortado en su ego”, explican, “si ella le dice, por ejemplo, que lo encuentra muy atractivo y que quiere seguir con él unas horas más a cambio de nada… Ante eso, casi todos los tíos son vulnerables…” Una combinación de drogas, placer y ego que terminaban dando lugar, sin necesidad de torturas ni largos períodos de aislamiento, a la “confesión después del cigarrillo”. El momento en que las pobres víctimas abrían las puertas de su mente bajo la influencia de un arma más poderosa que las drogas: la vanidad del ser humano. Publicado el 23 de septiembre de 2009 en la Guía para perplejos (Libro de Notas) Enfermos de irrealidad «Uno de los primeros síntomas de la psicosis consiste en pensar que uno quizá se esté volviendo psicótico. Es otra trampa china. No se puede pensar en la locura sin convertirse en parte de ella». Philip K. Dick, VALIS “Mi familia y todos cuantos me rodean son actores que siguen un guión, una farsa para convertirme en el foco de atención de todo el mundo”. Los psiquiatras canadienses Ian y Joel Gold aseguran haber descubierto una nueva patología mental a la que han clasificado con el nombre de Síndrome de Truman, en referencia a la conocida película de finales de los 90. Al igual que le sucedía a Jim Carrey, los pacientes creen estar vigilados por cámaras que retransmiten su vida a través de un programa de televisión y consideran que todo forma parte de una gigantesca simulación. “Mi vida es seguida por millones y millones de personas”, asegura uno de ellos. “La gente actúa para ver mis reacciones”. Uno de los enfermos tratados por los hermanos Gold, por ejemplo, viajó hasta Nueva York para comprobar si las Torres Gemelas seguían estando allí porque creía que la emisión en directo de los atentados del 11-S era parte del guión de su reality show. Si seguían estando allí, confesó, podría demostrar a los demás, y a sí mismo, que todo era un montaje. Otro paciente, tal y como refiere The New York Times, confesó a los psiquiatras su intención de acudir a lo más alto de la Estatua de la Libertad convencido de que los guionistas le reunirían allí con el “amor de su vida”. Si al llegar ella no estaba, el paciente estaba dispuesto a saltar al vacío. Aunque los síntomas pueden coincidir con un cuadro clásico de paranoia, los doctores han bautizado la enfermedad como “síndrome de Truman” porque una buena parte de los pacientes diagnosticados mencionaron expresamente la película. No hablaron de Matrix, ni de la novela “1984”, sino que compararon su situación con la película de Peter Weir. A diferencia de otras enfermedades como el síndrome de Capgras, en el que el paciente cree que sus familiares han sido reemplazados por impostores, o el síndrome de Frégoli, que consiste en creer que las personas conocidas no son quienes dicen ser, el mal de Truman tiene la particularidad de implicar una conspiración a nivel mundial. Desde que informaron sobre la existencia de estos casos, otros psiquiatras han encontrado al menos media docena más de pacientes con síntomas similares. Los especialistas consideran que el entorno cultural tiene un gran peso en este fenómeno: la presión de una sociedad cada vez más interconectada y “videovigilada”, en la que nuestra intimidad personal empieza a disolverse en grandes redes de información. Lo más interesante es que los psiquiatras sostienen que este tipo de alucinaciones suelen reflejar las verdaderas preocupaciones de una sociedad. De la misma forma, durante los años de la Guerra Fría era frecuente encontrar individuos que creían tener instalado un microchip de la CIA en una de sus muelas o que consideraban al vecino un peligroso miembro de la KGB. Así pues, la existencia de una sociedad que nos vigila y conoce perfectamente cada paso que damos parece haberse convertido en nuestro nuevo miedo colectivo. Ante ello, no estaría mal recordar ese viejo e inquietante dicho, tan repetido en psiquiatría: “Sólo porque estés paranoico no quiere decir que no haya nadie siguiéndote”. Publicado el 23 de septiembre de 2008 en la Guía para perplejos (Libro de Notas). La estación espacial se ha “tragado” mis calcetines Según el testimonio de los astronautas, se diría que las naves en órbita se tragan los objetos de la misma forma misteriosa en que las lavadoras hacen desaparecer los calcetines. Cada vez que viajan a bordo de la Estación Espacial Internacional o alguno de los trasbordadores, sus tripulantes pierden herramientas y todo tipo de objetos personales que vuelven a aparecer al cabo de meses en los lugares más insospechados o simplemente siguen desaparecidos. Lo explica el veterano astronauta Tom Jones, quien relata en Air&Space Magazine cómo él mismo ha perdido la cuchara en varias misiones y luego la ha encontrado, envuelta en una bola de pelos y caramelos aplastados, en el filtro de aire. “No importa lo bien que cierres tus bolsillos de velcro”, asegura, “algunas piezas vitales del equipamiento desaparecerán ¿Volverás a verlas? Es una incógnita”. Algunos astronautas, como Don Pettit, atribuyen estas pérdidas al hábito terrestre de mirar hacia abajo cuando se nos cae un objeto. Allí arriba, en condiciones de microgravedad, el objeto que sale de un bolsillo puede tomar cualquier dirección y esconderse en el lugar más intrincado de la nave. En la Estación Espacial Internacional (ISS), por ejemplo, no es raro perder una llave y encontrarla días después pegada al techo de otro compartimento, a pesar de haber pasado horas buscándola por todas partes. Entre las anécdotas que relata Jones destaca el plátano perdido en el Spacelab en 1985 (aparecería después pegado en una de las paredes de la cabina), el cosmonauta que extravió la maquinilla de afeitar en la estación MIR o el caso de Sonny Carter, que perdió el reloj de pulsera en el trasbordador Discovery y permaneció perdido hasta que un astronauta de la siguiente misión retiró unos paneles y lo encontró junto un paquete de sales y un cepillo para el pelo. La palma se la lleva la ISS donde en cada misión desaparecen cultivos, herramientas y hasta se descontrola alguna araña de los experimentos. El asunto es tan serio que los astronautas han buscado una solución provisional y cuentan con una bolsa de “objetos perdidos” donde van depositando las piezas que aparecen aquí y allá y no saben de quién son o a qué parte de la estación pertenece. De vez en cuando fotografían sus contenidos para ver si los ingenieros de tierra identifican las piezas y valoran si son importantes. Según el artículo de Jones, de los 22.000 artículos cargados alguna vez en la ISS, los controladores consideran que 638 están descolocados o perdidos dentro de la propia estación. Por eso, como bromea Tom Jones, el día que jubilen la ISS, el tipo que recoja la calderilla de los paneles del suelo seguro que reúne una pequeña fortuna. Referencia: Lost In Space, Tom Jones (Air&Space Magazine) Publicado el 6 de septiembre de 2010 en Naukas.com. Cohetes nazis sobre El Paso Junto al cementerio de Tepeyac, cerca de Ciudad Juárez, hay un gigantesco agujero humeante. El cráter, de unos 15 metros de diámetro y unos 7 metros de profundidad, lo acaba de abrir un proyectil que llegó desde el norte y se precipitó al suelo hacia las 19.30h. Han pasado veinte minutos y los primeros en llegar son varios policías y curiosos que han visto el cohete avanzar por el cielo e impactar con gran violencia. Entre la multitud, un tipo que vio el proyectil aproximarse dice haberlo reconocido: lo que acaba de caer en la frontera mexicana, asegura, es un misil V-2, fabricado por los alemanes, igual que los que cayeron sobre Londres durante la guerra. Es jueves, 29 de mayo, y estamos en 1947. La Segunda Guerra Mundial ha terminado hace más de dos años y lo que dice el tipo de las gafas no tiene ningún sentido. ¿Cómo iba a llegar un cohete nazi hasta este lugar y a estas alturas? En Ciudad Juárez y El Paso el incidente ha provocado cierta alarma. Ismael estaba jugando en el patio cuando escuchó una tremenda explosión y vio una estela de humo en el cielo. A continuación, una segunda sacudida hizo temblar la tierra. En la ciudad mexicana la gente salió de sus casas y empezaron los rumores. Algunos hablaban de una furgoneta llena de explosivos que había estallado cerca de la frontera, otros aseguraban que había explotado la gasolinera o el arsenal cercano de Fort Bliss, y los más perspicaces apuntaban a los experimentos que los americanos estaban haciendo un poco más al norte desde el final de la guerra. Morris J. Boretz, que conducía junto a su hija, vio una estela en el cielo y el impacto al sur de Río Grande, y le pareció "una explosión nuclear en miniatura". A las pocas horas se editó una edición especial de El Paso Times y los vendedores gritaban a la multitud. "¡Extra! ¡Extra! ¡Lo último sobre el cohete!". La información del diario empezaba a aclarar lo sucedido. "El Paso y Juárez han sido bombardeados este jueves por la noche cuando un cohete alemán V-2 fuera de control, lanzado desde las instalaciones de White Sands, en Nuevo México, se estrelló y explotó en lo alto de una loma rocosa a 5 kilómetros y medio al sur de Ciudad Juárez", decía la información. "El cohete gigante estalló en una zona deshabitada de colinas escarpadas y barrancos", añadía. "Nadie ha resultado herido". El periódico incorporaba otros testimonios. Un policía de El Paso, W.D. White, fue testigo de la explosión. "Las llamas se elevaron hacia el cielo en forma de hongo", aseguraba. "Parecía un pajar ardiendo". Victor Robinson vio el proyectil desde Fort Boulevard. “Vi el cohete pasar justo por encima de mi casa. Parecía que iba a caer en medio de la ciudad". Muchas cristaleras y escaparates de El Paso se rompieron por el impacto, entre ellas las del cuartel de bomberos. El reloj de la oficina del sheriff, añade la crónica, se paró exactamente a las 19,32h a causa de la explosión. Después del impacto, soldados mexicanos acordonaron el cráter hasta la llegada de personal militar de EEUU, que aparecieron en el lugar en pocas horas. Los curiosos ya se habían llevado parte del material del cohete a modo se suvenir y otros trataban de acceder hasta el lugar montados en burro. La verdad se conoció en cuanto el gobierno mexicano pidió explicaciones. Lo que había caído en su territorio aquella noche era un misil bautizado como Hermes II, un derivado del cohete V-2 fabricado y lanzado por el creador del artefacto, el propio Wernher von Braun, y los técnicos alemanes que habían desarrollado las temidas bombas nazis. Ahora trabajaban para adaptar la tecnología de sus cohetes a los medios estadounidenses. La nueva vida de estos científicos había comenzado con la caída de la Alemania de Hitler, un par de años antes. En la primavera de 1945, con los soviéticos a las puertas de su laboratorio, el profesor Von Braun y su equipo de científicos se embarcaron en un tren con papeles falsificados y cruzaron el país para entregarse a las fuerzas aliadas. Comprendiendo la importancia de adelantarse a los rusos, los americanos se dirigieron a toda velocidad a Peenemunde y Nordhausen, se hicieron con todos los cohetes V-2 que quedaban y los embarcaron con destino a Estados Unidos. En lo que se bautizó como "Operación Paperclip", más de un millar de científicos alemanes y sus familias fueron acogidos por EEUU y reclutados para trabajar tanto en el ejército como en empresas privadas. Y por caprichos del destino, en apenas un par de décadas los cohetes V-2 que asolaron Europa evolucionaron hacia los inmensos Saturn V que permitieron a la humanidad llegar a la Luna. Las explicaciones del incidente de El Paso y Ciudad Juárez las dio el general Harold R. Turner, al mando del complejo de White Sands, quien lo atribuyó a un fallo en el giroscopio del cohete. Este problema, explicó, había provocado que el Hermes II se desviara de su trayectoria inicial y terminara cayendo en territorio de otro país. El misil se elevó a 65 km y estuvo 5 minutos en el aire antes de caer a unos 320 m/s. El lanzamiento, explicó Turner, formaba parte de una serie de pruebas de las partes del cohete, que no llevaba carga explosiva, salvo el alcohol y el oxígeno líquido que usaba como combustible y que causó la deflagración. EEUU indemnizó a México por el incidente y pagó los daños causados en los alrededores de Ciudad Juárez. Según los datos oficiales, entre 1946 y 1952 se lanzaron unos 67 misiles tipo V-2 desde la base de White Sands y se sospecha que se produjo un segundo incidente solo unos meses después, en octubre, cerca de la ciudad mexicana de Chihuahua. A partir de aquellos cohetes "perdidos" se estableció un protocolo más estricto de seguridad para impedir que los experimentos de Von Braun y sus chicos causaran alguna desgracia. El incidente del V-2 en la frontera mexicana quedó para la historia como uno de los momentos más surrealistas de la Guerra Fría. Se cuenta que uno de los técnicos alemanes que participó en los lanzamientos solía comentar en broma: "No solo fuimos la primera unidad alemana infiltrada en el ejército de EEUU, sino que ¡atacamos México desde suelo americano!". * Publicado el 20 de diciembre de 2013 en Guía para perplejos (Libro de Notas) Los vigilantes de la noche Son las 2:04 h de la madrugada de una noche de verano y Rafael está trabajando en su piso de Madrid. De pronto, una luz entra desde la calle e ilumina el interior de su salón. "Fue como un fogonazo", explica, "como la luz de un faro que salía del cielo". El fenómeno, registrado el pasado 13 de julio de 2012, se produjo cuando una roca procedente del espacio ingresó en la atmósfera terrestre a una velocidad de 90.000 km/hora. Según varios testigos, la luz fue tan intensa que "se hizo de día en plena noche", y en muchos lugares se escuchó un gran estruendo. La bola de fuego iluminó varias comunidades autónomas y se fragmentó a una altura de unos 40 km. Fue el bólido más luminoso jamás registrado en España. La entrada en la atmósfera de esta roca tuvo varios testigos silenciosos. Nada más comenzar su descenso, su movimiento fue registrado por ocho cámaras de la Red de Investigación sobre Bólidos y Meteoritos (SPMN), un sistema de vigilancia pionero en el mundo que monitoriza cada rincón del cielo peninsular y que están empezando a copiar en otros países. "Tenemos alrededor de 150 cámaras controlando cada noche toda la superficie de España en unas 25 estaciones", explica el científico Josep Maria Trigo, uno de los coordinadores de la red. "Y también controlamos parte de Portugal, el norte de Marruecos y el sur de Francia". Si algo se mueve en nuestros cielos, ellos lo ven, lo registran y lo catalogan. Aparte de las estaciones, cámaras CCD filman todo el cielo continuamente y registran cualquier fenómeno luminoso, incluidos aviones y satélites artificiales. "Podemos identificar todos y cada uno de los fenómenos luminosos ocurridos sobre la península", explica Trigo. "Hemos detectado bolas de fuego o bólidos producidos por la entrada de meteoroides, pero también registramos a veces reentradas de satélites artificiales en desuso o fases de cohetes, e incluso hemos sido testigos de excepción del lanzamiento de algún misil en el océano". Una "lluvia" constante Cada año penetran nuestro planeta más de 40.000 toneladas de fragmentos de roca, hielo y metal y buena parte de esta materia interplanetaria que llega a la Tierra lo hace en forma de meteoroides. Esto fragmentos, con un diámetro inferior a 10 metros, proceden en su mayoría de asteroides y cometas, aunque en ocasiones provienen de otros planetas. Según un estudio reciente, una "lluvia de estrellas" como la de las Dracónidas, en septiembre de 2011, puede dejar hasta una tonelada de material en la Tierra. La red de vigilancia de Bólidos y Meteoritos es única en el mundo. Ni siquiera EEUU cuenta con un sistema tan completo para vigilar el cielo y conocer el origen de estos meteoroides. Se creó en 1997 y está coordinada por investigadores de distintas universidades y centros de investigación españoles. En ella participan científicos pioneros en su campo como José María Madiedo, que ha diseñado un sistema específico para filmar el cielo. "Mi papel fue la implantación de una técnica basada en cámaras de vídeo de alta sensibilidad", explica Madiedo. "Graban el cielo nocturno para detectar la entrada de cometas y asteroides". El sistema es tan versátil que se extendió por toda la red y en EEUU están empezando a utilizarlo. "Lo que hacemos nosotros es monitorizar la entrada en la atmósfera de cualquier cosa que impacte contra la Tierra", resume, "pero no hacemos una monitorización previa de lo que está acercándose, así que no podríamos detectar un objeto como el que cayó en los Urales". La noche del bólido del 13 de julio, Madiedo estaba en su observatorio de Sevilla, poniendo a punto su telescopio cuando confundió una imagen del objeto con la Luna. "El objeto fue tan brillante", recuerda, "que iluminó las montañas de Sierra de Nevada". En otra ocasión, en el año 2007, estaba montando un sistema de detección móvil en mitad del campo cuando vio una luz intensa y pensó que alguien de su equipo había encendido las luces largas del coche. Entonces se dio la vuelta y vio varias bolas de fuego cruzando el cielo. "Por eso entiendo la emoción de la gente que nos llama para contarnos que ha visto un gran bólido", explica. "Nuestra red es un sistema de vigilancia del cielo pionero a nivel global", asegura el astrónomo Alberto Castro-Tirado, uno de los creadores del sistema de detección. "Los bólidos más brillantes se dan a lo mejor una vez al mes, más o menos", afirma, "y lo más interesante es que en algunos casos han permitido la búsqueda de meteoritos, cuando el objeto cae a la Tierra". En el caso de Josep Maria Trigo, ha patentado un sistema para analizar el espectro lumínico que dejan los bólidos y conocer su composición. "Reconstruimos la trayectoria y se determina la velocidad en función de cómo se decelera el objeto en la atmósfera", asegura el astrónomo del CSIC. "Con estos datos puedes determinar la órbita en el sistema solar y asociarlo a un cometa a un asteroide, o incluso a Marte o la Luna". Pero, ¿qué utilidad real tiene esta vigilancia? "Estamos detectando continuamente rocas que llegan desde innumerables lugares del sistema solar", resume Trigo. "En el caso de que uno pudiera suponer un peligro en algún momento, es muy posible que podamos detectar mucho antes bolas de fuego provenientes de un enjambre asociado a esa roca. De hecho, hemos observado en muchas ocasiones en primicia este tipo de asociaciones entre rocas y objetos cercanos a la Tierra (NEOs)". En concreto, el equipo de Trigo fue el primero en detectar que varias rocas caídas en distintos lugares de la Tierra, como Finlandia o España, estaban relacionadas con el asteroide 2002NY40, un objeto próximo a la Tierra de casi un kilómetro de diámetro. Entre sus conclusiones, los científicos apuntan a que este sistema de asteroides puede haber estado arrojando meteoritos a la Tierra durante los últimos mil años. Sin rastro de Ovnis La red de vigilancia no solo cataloga los bólidos registrados en nuestros cielos cada noche, sino que los suben a la red y piden la colaboración ciudadana. Es frecuente que muchas personas divisen algún objeto en el cielo y piensen enseguida en platillos volantes o fenómenos sin explicación, pero los astrónomos tienen datos muy claros al respecto. "He observado el cielo miles de horas y jamás en la vida he identificado nada que no pudiera interpretar", asegura Trigo. De hecho, en 1987 Trigo fue declarado el mayor observador de meteoros del mundo con más de 300 horas de observaciones. "Yo siempre digo que qué casualidad que los que estamos mirando el cielo las 24 horas no vemos nada raro y ellos sí", añade José María Madiedo. Entre las confusiones más frecuentes está la observación de un globo sonda o de un astro como Venus en el horizonte. Otras veces se trata de satélites con largas reentradas y que son observados por miles de personas desde diversos lugares. "Hay cosas que se registran que el ciudadano de a pie puede denominar como objeto no identificado porque son inusuales", explica Castro-Tirado, "pero hasta la fecha todo lo que hemos encontrado tiene una explicación, ya sea un bólido o basura espacial". Uno de los casos más llamativos se produjo en 2004, cuando el satélite Sich-1 reentró en la atmósfera frente a la costa de Granada. "Hubo muchas llamadas a los bomberos porque la gente no sabía lo que había pasado", recuerda el astrónomo. "A simple vista era como si se hubiera desintegrado alguna nave espacial o algún avión, lo que causó cierta alarma y la gente acaba llamando a la policía y a los periódicos. A mí me llamaron los periodistas y pudimos ver que teníamos la suerte de que la red había capturado la única imagen, porque el fenómeno fue muy breve y duró apenas 9 segundos". Publicado el 11 de junio de 2013 en lainformacion.com. La cámara de los recuerdos perdidos La vida es una sucesión de imágenes. Fotograma a fotograma, los ojos de Eugenia registran cada uno de los detalles a su alrededor, los rostros que pasan a su lado, los carteles de cine, el tráfico de la calle. Pero la mayoría se pierden en el pozo del olvido. Eugenia sufrió un daño cerebral hace dos años que le dificulta generar nuevos recuerdos. Ahora lleva una cámara al cuello que le ayuda a fijarlos en su memoria, una pequeña Vicon Revue que toma una fotografía cada pocos segundos y que será fiel testigo del experimento que estamos a punto de comenzar. Son las 10 de la mañana, y estamos en la plaza de Callao, en Madrid, donde Eugenia ha quedado con otros cinco pacientes como ella. El doctor Álvaro Bilbao, neuropsicólogo del Centro Estatal de Atención al Daño Cerebral, les ha citado aquí para la tercera y última parte del experimento que dirige desde hace unos meses. La idea es la siguiente: comprobar si llevar una cámara y repasar lo que han hecho durante el día les ayuda a largo plazo a mejorar su capacidad de recordar. "Son seis de los pacientes con amnesia más severa", nos dice. "Si conseguimos que mejoren su memoria podemos demostrar que la cámara tiene efectividad". La jornada comienza con un paseo por la Gran Vía y Alonso se queda un poco rezagado respecto al grupo. Trabajaba como cocinero en un hotel de Madrid, nos cuenta, pero una infección herpética le provocó un daño en el hipocampo. Esta región del cerebro es la que ayuda a fijar los recuerdos; cuando se daña, la vida pasa delante de los ojos sin que el paciente pueda retener apenas nada. "Cuando me dejan", confiesa, "sigo cocinando en casa. Es una cosa que no quiero que se me olvide". La cámara de Alonso también registra todo lo que sucede desde primera hora. Es como llevar un diario, asegura, que fija cada suceso de su vida. La excursión de hoy es parecida a la de las otras dos ocasiones. Nos dirigimos a la Biblioteca Nacional donde visitaremos las instalaciones durante casi dos horas, después comeremos en un restaurante y terminaremos el día en una bolera. Mañana, el doctor Bilbao les hará una serie de preguntas sobre la jornada y comparará los resultados respecto a las dos primeras jornadas. Aunque algunos llevan la cámara, esta vez no podrán consultar las imágenes en la noche anterior al test, pues se trata de comprobar si el uso continuado ha mejorado su capacidad de recordar sin necesidad de ayuda. Los pacientes están divididos en dos grupos y solo uno de ellos ha utilizado la cámara en su día a día durante seis meses. En la primera fase del experimento, la cámara les ayudó a recordar un 15% más de hechos que cuando no la llevaban. El proceso por el que la cámara ayuda a fijar los recuerdos de los pacientes es el mismo que en cada uno de nosotros y se llama codificación ampliatoria. "Cada vez que queremos codificar la información", explica Bilbao, "nuestro cerebro realiza un registro. El mero hecho de anotarlo o volver a ello nos ayuda a recordarlo". Es por eso que utiliza las nuevas tecnologías, como las agendas, Facebook, o la cámara que estamos probando ahora, para ayudar a sus pacientes. “Hay una creencia errónea de que las nuevas tecnologías hacen al cerebro más vago”, insiste, “cuando sucede todo lo contrario: cuando estamos apuntando algo las estamos codificando de una forma más efectiva y pueden ayudar mucho a mejorar la memoria”. Entre el sueño y la realidad En la Biblioteca Nacional todos atienden interesados a las explicaciones. Manolo toma notas y nos guiña un ojo, como si estuviera haciendo trampas. Es el más animado de los seis pacientes, aunque sobrestima sus facultades, según el doctor Bilbao, y explota al máximo cualquier detalle. "Tuve una encefalitis y no me acordaba de nada", explica Manolo, "no sabía ni quién era mi madre, ni quiénes era mis hermanos. Pero si pones un poco de empeño te irás acordando. Te costará, pero te irás acordando…". Antonio viene desde Jaén, donde a pesar de su grave estado sigue despachando legumbre en un pequeño negocio familiar. "Tareas sencillas como poner 500 gramos de garbanzos", nos explica el doctor Bilbao, "sí que puede realizarlas, porque no requieren memoria". A pesar de todo, la situación de estos pacientes es una fuente constante de sorpresas. Durante la comida, Antonio se cruza con su médico en el baño y no le reconoce. "Disculpe, señor, es que tengo un daño cerebral y no tengo memoria. Siento mucho la molestia". El propio neuropsicólogo está sorprendido, pues a él está habituado a verlo y sí le reconoce. Al cambiar de contexto, la mente de estos pacientes puede perder la referencia. Una hora después, en la bolera, Antonio va al baño y al regresar no sabe dónde está ni qué estaba haciendo, y se dirige a un camarero en busca de ayuda. "Perdone, tengo un daño cerebral... ¿usted sabe con quién he venido?". Isabel viene con su marido, Teo, desde Salamanca. Tuvo un ictus en 2005 y durante un tiempo no podía salir de casa sola porque se saltaba los semáforos y cruzaba la calle completamente despistada. Ahora se vale por sí misma para muchas cosas, gracias a los consejos de su médico. "Tengo una libretilla en la que voy apuntando las cosas", confiesa divertida, "son chuleticas, ¡como en el cole!". Cuando le preguntamos por la cámara nos cuenta que le ha ido muy bien, aunque ya no la necesita. Un minuto después, el doctor Bilbao nos lleva a un aparte y nos explica que Isabel es una de las pacientes que nunca ha llevado la cámara, pero su mente está fabulando. "A Isabel le puedes preguntar qué tal ayer el abordaje pirata, y te dará detalles", explica Bilbao. "No recordar cómo es el día a día es muy angustioso, y para superar esa angustia el cerebro tiende a rellenar los huecos". Luis es el paciente que más tiempo lleva con el doctor Bilbao y el primero de este tipo que aprendió a utilizar una agenda electrónica para sobrevivir en su día a día. "Luis es un caso muy curioso y muy especial para mí", explica Bilbao. "Tuvo una intoxicación por monóxido de carbono, lo que le dañó de una manera muy selectiva el hipocampo y eso le provoca muchas dificultades para recordar cosas que ha hecho hace cinco minutos". "Con la agenda, me levanto por la mañana, miro si tengo algo que hacer ese día", dice Luis. "Y es lo que me da la certeza de que he estado en el sitio y lo que he comido y demás". Han pasado veinte minutos desde que salimos de la Biblioteca Nacional y nos detenemos un instante cerca de la calle Génova, en la plaza de la Villa de París. ¿Dónde hemos estado?, preguntamos a Luis. "Hemos estado en un museo, pero no sé cuál", dice. "Puede ser El Prado. Realmente no me acuerdo". "Lo último que hemos visto no lo sé", contesta Isabel. "Hemos visto cuadros, premios Nobel...". Lo mismo cuando preguntamos a Alonso y Eugenia. "Hemos estado comiendo juntos, ¿no?", asegura Alonso, "Y antes, no lo sé, no te puedo decir si lo he soñado". "Esta mañana hemos estado…, espérate…", suspira Eugenia. Y tarda un rato largo en volver a hablar. "Ahora mismo no sé decirte". Los resultados A la mañana siguiente llega la hora de la verdad. El doctor Bilbao convoca a los pacientes en su despacho y un ayudante les somete a un breve test individual con preguntas sobre el día anterior. ¿Dónde nos encontramos? ¿A qué hora? ¿Qué edificios emblemáticos vimos? ¿En qué consistió la actividad de la tarde? Las respuestas muestran la diferencia de resultados entre quienes han usado la cámara en los seis meses anteriores y los que no. Luis no la ha utilizado y su puntuación es de un 2,5. Eugenia, que sí ha convivido con la cámara, ha sacado un 5,25 y recuerda más detalles. Las respuestas del test siguen siendo una mezcla de hechos pasados y suposiciones inventadas. Eugenia recuerda dónde quedamos, las calles por donde paseamos y una breve visita al palacio de Cibeles. Se acuerda incluso de que estuvimos en Chamartín a última hora, pero cree que fue para jugar al billar en lugar de a los bolos. "Eugenia es uno de los ejemplos de que la cámara ayuda a mejorar", explica el doctor Bilbao. Gracias al experimento ha comenzado a hacer cosas que antes no hacía y se vale mejor por sí misma. La conclusión global del estudio arroja un 20% de mejora con este sistema, lo que puede parecer poco, pero en estos pacientes es todo un avance. Y, lo más importante, deja la puerta abierta a seguir mejorando sus vidas. Publicado el 1 de agosto de 2012 en lainformacion.com El hombre que vuela sobre las líneas eléctricas El helicóptero avanza en el silencio de la mañana y se coloca sobre una línea de alta tensión a 30 metros de altura. A la señal del piloto, Timothy sale por la puerta lateral y se descuelga sobre los cables equipado únicamente con un traje aislante y sus herramientas. "No mires abajo, no pienses en lo lejos que está el suelo", se dice, "concéntrate en la tarea". Su oficio es uno de los más peligrosos del mundo. Consiste en reparar las líneas eléctricas en los lugares más inaccesibles, llegar hasta el lugar remoto donde se ha producido la avería y arreglarla mientras permanece suspendido de un cable como un equilibrista. Por cada uno de esos cables circulan miles de voltios suficientes para freír a un ser humano. "Gracias al traje", explica Timothy, "la corriente fluye alrededor de ti, no te traspasa". El traje, nos cuenta, está compuesto en "un 25% de acero inoxidable y un 75% de nomex" (un material derivado del Kevlar) y "actúa como una jaula de Faraday". "Lo importante es no hacer tierra", asegura, "mientras no toques tierra no te afectará la corriente eléctrica". Timothy lleva diez años realizando este tipo de trabajos por todo EEUU y en algunas zonas de Canadá, aunque nos pide que no revelemos la compañía en la que trabaja y que no demos su nombre completo para evitar problemas laborales. En la red se hace llamar Flyinglineman, algo así como “el operario eléctrico volador” (aunque viendo las imágenes apetece más traducirlo como "el hombre que vuela sobre las líneas eléctricas") y sube con cierta frecuencia algunos vídeos en los que se puede ver la forma en que él y sus compañeros trabajan y se juegan el tipo. En cada helicóptero viajan tres personas, incluido el piloto. Revisan las líneas con unos binoculares especiales que les permiten ver hasta los más pequeños detalles. Cuando les dan un aviso, reparan averías producidas por la caída de un rayo, daños producidos por la propia vibración de la línea o por el paso del tiempo. A menudo, nos cuenta, también tienen que arreglar los estragos causados por los disparos de los lugareños, ya que en algunas zonas rurales de EEUU practicar tiro con los aislantes de porcelana se ha convertido en una costumbre. "Trabajar en los meses de primavera, verano y otoño es fantástico", confiesa, "pero los meses de invierno pueden ser brutales. Imagínate allí arriba con dos grados de temperatura y un viento helado de 60 nudos". Un día normal de trabajo comienza en una habitación de hotel. "Algunas mañanas me levanto en la oscuridad y no estoy seguro de dónde está la puerta. Dada la frecuencia con que viajamos, no sé dónde estoy". Después se preparan en 30 minutos, consultan la previsión del tiempo y se lanzan a un día de duro trabajo. "Prefiero trabajar sin parar ni siquiera a comer", dice. "Parar significa perder el ritmo y es mejor seguir y completar la labor". Una vez que el helicóptero les coloca sobre las líneas, lo primero que hacen es sacar una vara metálica que produce un aparatoso despliegue de rayos cuando la acercan a los cables. Esa "varita mágica", como ellos la llaman, es una especie de salvavidas. La utilizan para "elevar al helicóptero y a sus ocupantes al potencial de los cables eléctricos" y evitar una fuerte descarga. "Tienes que hacerte uno con el campo electromagnético que rodea a los cables", explica Timothy, "y usamos la varita para hacer eso y que no seamos nosotros los que recibamos la diferencia de potencial entre el helicóptero y la línea". Cuando comienzan el trabajo sobre las líneas, la amenaza de una caída o de un choque del helicóptero con los cables es permanente. En ocasiones han trabajado en líneas situadas sobre riscos con una caída de más de 100 metros. "Volar junto a las líneas es muy arriesgado", asegura Timothy. "En los últimos once años ha habido un buen puñado de accidentes y yo he sido testigo de dos muertes en las compañías en que trabajaba". "Uno de ellos era un joven de 21 años que colocó su anclaje de seguridad en un punto no reglamentario y se partió en dos... Un error en una elección, un pequeño fallo, y un hombre bueno se ha perdido. Yo he tenido mi ración de decisiones estúpidas y pérdidas de concentración". "Yo he sobrevivido a mis errores", añade, "mientras que otros han muerto". Muchos accidentes se producen por las prisas o las presiones para acabar un trabajo a tiempo. "Si las rachas de aire arrecian", aconseja, "es mejor parar y dejar el trabajo. Un viejo compañero me dijo una vez: 'esas torres tienen patas, pero no se van a levantar y se van a ir andando', en el sentido de que el trabajo seguirá allí al día siguiente". Según su experiencia, forzar una situación dudosa convierte su tarea en algo aún más peligroso. Golpear el cable con cualquiera de los rotores terminará en un terrible accidente. Ahí arriba te das cuenta de que el "helicóptero es en realidad frágil como el papel" y, con un rotor que gira a 5.000 revoluciones por minuto, "no es difícil que acabes dentro de un amasijo de hierros". En estas circunstancias, uno debe fiarse ciegamente del piloto que maneja el helicóptero tan cerca de las líneas. "Reciben un entrenamiento especial", relata Timothy, pero puede que el piloto no tenga la experiencia suficiente para mantener la sangre fría. "Puede tener miles de horas de vuelo, pero no es lo mismo que volar junto a los cables o mantener el aparato estable junto a una torre en medio de vientos racheados". En sus años de trabajo Timothy se ha encontrado con pilotos con una formación "cuestionable" y con trabajadores que fuerzan la máquina por conseguir incentivos y vuelan en medio de una lluvia helada o ignoran las condiciones de seguridad porque "sólo pueden ver la señal del dólar". Pero, ¿cuánto cobran por realizar este arriesgado trabajo? Timothy no quiere dar una cifra. "El dinero no está mal", dice, "pero no es tanto como la gente puede imaginar. Te diré que para un trabajo en el que tengo que pasar hasta cuatro meses fuera de casa, para mí el dinero no está mal. ¿Compensa los riesgos que tomamos? Seguramente no. Pero no hay cosas seguras en la vida. Me acuerdo de personas que han sobrevivido a accidentes catastróficos y han muerto cinco años después al cruzar la calle. Cuando te llega la hora te llega... No importa si estás detrás de un escritorio o al lado de un helicóptero". Después de todos estos años jugándose la vida, Timothy sigue teniendo un gran respeto a lo que hace. "Sólo los ignorantes dicen que no tienen miedo, porque el miedo es la parte de la experiencia que te puede mantener vivo". "Cuando empecé en esto", recuerda, "solía sentir vértigo cuando estaba allí arriba y miraba abajo, pero he aprendido a concentrarme en lo que tengo cerca, en lo que hago con las manos". Y la experiencia ha terminado dándole alguna ventaja. "Después de diez años subido a la plataforma, siempre con mi nariz al viento, un día visité Disneylandia y de pronto la montaña rusa me resultó ¡casi aburrida!". Publicado el 20 de julio de 2010 en lainformacion.com. No estás muerto hasta que estás caliente y muerto En el invierno de 1980, dieciséis pescadores daneses fueron rescatados después de pasar una hora y media en aguas del Mar del Norte. Todos ellos caminaron por su propio pie por la cubierta del barco, charlaron con sus rescatadores y bajaron a tomar una bebida caliente. A los pocos minutos, los dieciséis hombres cayeron súbitamente muertos. Los médicos especializados en hipotermia conocen el fenómeno como el “shock de recalentamiento”. Se produce cuando la sangre que se había quedado fría pasa demasiado rápido al interior del cuerpo. En los casos más graves, la única salvación es sacar la sangre del paciente, calentarla y volverla a introducir en el organismo. Entre los expertos se resume con un viejo dicho: “no estás muerto hasta que estás caliente y muerto”. Los especialistas también conocen otros fenómenos curiosos relacionados con el frío, como las alucinaciones de los escaladores o las personas que aparecen desnudas en la nieve y lucharon por quitarse la ropa hasta el último momento. Antes de morir, les asaltó un calor insoportable provocado por la dilatación de los vasos periféricos, que trataban de retener el calor. Pero lo que mejor han aprendido los expertos es que el frío difumina la fina barrera que separa la vida y la muerte. Desde el punto de vista de la Física, el frío no es más que inactividad, o mejor dicho, ralentización del movimiento. Si alcanzáramos el cero absoluto, la actividad atómica cesaría por completo y no habría movimiento alguno. Aunque estamos hablando de bajar solo unos grados, esta ralentización del metabolismo podría explicar los casos de personas que sobreviven a pesar de haber estado congeladas y aparentemente muertas durante horas. Su actividad metabólica se ha reducido hasta niveles tan extremos que un mínimo consumo de oxígeno les permite sobrevivir. "Hace diez años”, explica el bioquímico Mark Roth, “una esquiadora noruega quedó atrapada en una cascada de hielo y permaneció allí durante dos horas hasta que la pudieron sacar. Estaba extremadamente fría y su corazón no latía. Todo indicaba que había muerto congelada. Siete horas más tarde su corazón seguía sin latir, pero lograron revivirla y [con el tiempo] se convirtió en la radióloga del hospital que la salvó”. Este científico neoyorquino lleva años investigando el fenómeno de la animación suspendida, un proceso que sirve a muchas criaturas, desde las bacterias hasta algunos reptiles, para ralentizar sus constantes vitales y sobrevivir durante largos periodos de letargo. Algo parecido se utiliza desde hace tiempo en los quirófanos para operaciones extremadamente delicadas, en las que se detiene el flujo sanguíneo y se enfrían los órganos y el cerebro durante largos minutos sin que sufran ningún daño. Pero Roth y su equipo quisieron ir más allá y buscaron algún agente que provocara este estado de animación suspendida de forma directa. Y encontraron la respuesta en el ácido sulfhídrico, un compuesto que si se respira provoca que el sujeto quede en una especie de muerte aparente hasta que se ventila el lugar o se le coloca en un lugar donde pueda respirar aire puro. Aunque es altamente tóxico, el ser humano lo produce en pequeñas dosis y está relacionado con la regulación de la temperatura corporal y el metabolismo de las células. Intrigados por sus efectos, Roth y sus colaboradores decidieron probar el ácido sulfhídrico en el laboratorio y pronto comprobaron que podía bajar radicalmente la temperatura de peces o ratones y después devolverlos a la vida sin que sufrieran ningún daño. El siguiente paso es utilizar el ácido sulfhídrico como inductor de la animación suspendida en humanos de forma segura. Las primeras pruebas con personas ya han comenzado y puede que pronto se anuncien resultados. La idea de Roth es aplicar la sustancia para víctimas de accidentes o personas que tengan un fallo orgánico repentino. Una sustancia que ralentizara su metabolismo permitiría ganar tiempo y que llegaran al hospital sufriendo el menor daño posible. En el horizonte se atisba un futuro en el que podremos enviar seres humanos en estado de hibernación a las estrellas. De momento, Roth aspira a un objetivo más próximo y nada desdeñable: la posibilidad de salvar miles de vidas. Publicado el 23 de abril de 2010 en la Guía para perplejos (Libro de Notas). Pesadilla en Boesmansgat, la “sima del bosquimano” Dice Ander Izagirre en su libro “Cuidadores de Mundos” que los espeleobuceadores son esas “personas que, cuando ven un manantial, sienten unas ganas locas de meterse en el agua, colarse por la boca de la surgencia y bucear, montaña adentro, por estrechas y serpenteantes galerías inundadas”. “A veces”, explica Ander, “descubren cavernas del tamaño de una catedral, sumidas en una oscuridad absoluta, por cuyas paredes saltan cascadas de una belleza escalofriante que nadie ha visto jamás hasta que los espeleobuceadores las iluminan con sus focos”. Una de las fosas más profundas y espectaculares jamás exploradas por el hombre está en Sudáfrica y es conocida como el agujero de Boesmansgat, o del “bosquimano”, en lengua afrikáner. Este abismo, de 271 metros de profundidad, tiene una estrecha y claustrofóbica apertura, pero una vez accedes a su interior, explican los que han vivido la experiencia, bucear allí dentro es como “pasear por el espacio”. En octubre de 2004, el buceador australiano Dave Shaw se convirtió en uno de los pocos seres humanos capaz de alcanzar el fondo del Boesmansgat. Como él mismo solía recordar, solo seis personas en el mundo (incluido él) habían sido capaces hasta entonces de bucear por debajo de los 250 metros de profundidad, o lo que es igual, “menos gente que los que han pisado la Luna”. Pero en el camino se topó con algo que cambiaría su destino. Mientras accedía al fondo enfangado de aquel abismo, Shaw localizó el cadáver de otro buceador que había muerto allí mismo diez años antes. Se trataba del cuerpo de Deon Dreyer, fallecido el 17 de diciembre de 1994 mientras ayudaba al buceador Nuno Gomes a alcanzar por primera vez el fondo de la sima. Incapaces de localizar y recuperar el cuerpo, su familia había dado por perdida la esperanza y había colocado una simple placa conmemorativa en la entrada del agujero. Desde el momento en que salió del agua, Shaw tuvo claro que tenía otra misión por delante. “Debemos volver a recuperarlo”, le dijo a su compañero Don Shirley, y a su regreso se puso en contacto con los padres del buceador desaparecido para organizar una expedición para el rescate de sus restos. En enero de 2005, después de duros preparativos, Shaw se sumergió en el agua acompañado de un amplio equipo para recuperar los huesos de Deon Dreyer. Los padres del buceador fallecido acompañaron a la expedición y contemplaron toda la operación desde la superficie del agua mientras, uno tras otro, los buceadores se arrojaban al abismo en ordenados turnos para echarse una mano en caso de problemas. Treinta minutos después de que Shaw se hubiera sumergido, su compañero Don Shirley alcanzó la profundidad de 200 metros donde debía encontrarse con él. Mientras descendía, el agua era tan clara que podía ver la luz de Shaw brillando en el fondo. Pero pronto descubrió que había un problema: la luz no se movía. En aquel momento, tantos minutos después de la inmersión, Shaw debía estar regresando a la superficie con los restos del buceador fallecido dentro de una bolsa que había preparado especialmente para el rescate, pero su luz no se movía en absoluto. Alrededor de una hora después, los otros miembros del equipo y los padres de Deon Dreyer que esperaban en superficie, vieron emerger una de las tablillas que los submarinistas dejan subir de vez en cuando para comunicarse con el exterior. DAVE NO VA A REGRESAR, decía el mensaje, y en aquel momento supieron que la tragedia de aquel lugar se había convertido en doble. Ni Dreyer, ni Shaw. Ninguno de los dos buceadores iba a volver. Dave Shaw, como otros buceadores que han perecido en los abismos, grabó con una cámara su propia muerte. En las imágenes se ve cómo localiza de nuevo el cuerpo de Dreyer a los 12 minutos de inmersión y todo va bien hasta que trata de meter el cuerpo en la bolsa. Entonces, para su sorpresa, descubre que el cuerpo no se ha quedado en el esqueleto sino que se ha momificado y que está empezando a flotar. Durante unos instantes, Shaw forcejea con el cuerpo pero la situación ya se ha puesto muy fea: si el cuerpo flota y se balancea, la ascensión por etapas se hace casi imposible. Para colmo, el cable que debía servir para subir el cuerpo se ha enganchado con el suyo. El resto es una larga lucha de Shaw por cortar el cable y algunos forcejeos sin sentido. Hasta que todo se apaga. Diez días después, como en una especie de casualidad fantasmagórica, el abismo devolvió los cuerpos de ambos buceadores, que pudieron ser recuperados por sus familias. Publicado el 29 de junio de 2009 en Fogonazos. Melocotones en la tormenta El sueño es más poderoso que las bombas. En su relato de la invasión nazi de la Unión Soviética, Vasili Grossman describe a los soldados durmiendo en el fragor de la batalla. “Se arrojan en la nieve y se quedan dormidos”, escribe. Algunos están tan cansados, que no se despiertan ni “cuando los alemanes les pinchan con sus bayonetas”. El cansancio hace que los hombres prefieran dormir durante los bombardeos antes que en el aterrador silencio de la noche. “He visto un artillero dormido a dos pasos de un cañón disparando”, asegura. “Pisé a un soldado dormido y no se despertó”. Científicos de la Universidad de Pensilvania acaban de comprobar lo que muchos ya sospechábamos, que el cerebro se enciende y se apaga como un árbol de navidad cuando hay falta de sueño. Al cabo de 24 horas sin descansar, una persona es capaz de dormir en el mismísimo infierno. Atrapados entre los escombros de un terremoto, o flotando a la deriva sobre una balsa de náufrago, el cerebro de los hombres encuentra siempre un instante para desconectar y trasladarse a un lugar lejano, donde se encuentra a salvo. ”Cuanto más horribles eran las condiciones en que dormíamos”, escribe Apsley Cherry-Garrard en su mítico libro “El peor viaje del mundo”, “más tranquilizadores y maravillosos eran los sueños que nos visitaban”. “Algunos dormimos en medio de un infierno de oscuridad, sin la menor posibilidad de volver a ver a nuestros amigos y sin comida que llevarnos a la boca”. Sin embargo, asegura, “no sólo dormimos profundamente la mayor parte de aquellos días y noches, sino que lo hicimos con una especie de placentera insensibilidad”. En medio del horror antártico, con temperaturas inferiores a los -30º C, los hombres de Scott se refugiaban en sus sacos calados por la nieve y veían en el sueño una especie de salvación momentánea. “Queríamos algo dulce para comer”, asegura, “preferiblemente melocotón en almíbar. Pues bien, ésa es la clase de sueño que la Antártida le ofrece a uno en el peor de los casos”. “Si realmente ocurre lo peor”, concluía, “y la Muerte se le aparece a uno en la nieve, vendrá disfrazada de Sueño, y uno la recibirá como a un buen amigo más que como a un terrible enemigo”. Publicado el 23 de mayo de 2008 en la Guía para perplejos (Libro de notas) El insomnio de los astronautas En diciembre de 1973, pocos días antes de Nochevieja, los tres astronautas a bordo de la estación espacial Skylab llegaron a un punto límite y se rebelaron contra el control de Tierra. Completamente agotados, Carr, Pogue y Gibson apagaron la conexión de radio con Houston y se tomaron el día libre por su cuenta, para descansar, darse una ducha y mirar a la Tierra. Después de seis semanas de misión, la sobrecarga de trabajo y la falta de descanso les condujeron a protagonizar el primer motín en el espacio y a lanzar un aviso sobre la organización de este tipo de misiones. "Las tareas nos sobrepasaron", explicó el comandante de la misión Gerald Carr. "A las diez de la noche, cuando se suponía que nos debíamos ir a la cama, ninguno de nosotros podía hacerlo porque aún teníamos cosas que hacer. No estábamos teniendo el tipo adecuado de descanso". Cuarenta años después, el sueño de los astronautas sigue siendo un motivo de preocupación y de estudio. La adaptación al entorno espacial- y las tareas acumuladas- alteran sus ciclos biológicos y provoca un fenómeno conocido por los científicos como "desincronización circadiana". Estos cambios apenas empiezan a ser comprendidos y han abierto toda una nueva rama de investigaciones y de posibles soluciones, al tiempo que han inducido a la NASA a estudiar qué medidas deberán tomar cuando los astronautas exploren o colonicen otros cuerpos del Sistema Solar como Marte o la Luna. Sueños interrumpidos El problema del sueño de los astronautas es que provoca un nivel de fatiga mental que pone en peligro sus misiones. Los estudios realizados en la última década indican que los tripulantes de la Estación Espacial Internacional (ISS) duermen de media unas 6 horas al día, dos horas menos de lo recomendado, lo que tiene consecuencias en su rendimiento e irritabilidad. Según el seguimiento realizado en varios trasbordadores espaciales hasta 1998, los astronautas duermen menos en los primeros y últimos días de su misión y muchos de ellos apenas alcanzan las dos horas de sueño. "Yo he tenido la suerte de dormir muy bien en el espacio las dos veces que he estado", nos explica el astronauta español Pedro Duque. "Pero en general se duerme menos, ya que los músculos están relajados la mayor parte del día y el cansancio es más mental que otra cosa". Otros estudios indican que la estructura del sueño también se altera (con episodios de sueño REM más cortos que en tierra) y que los astronautas son a menudo despertados por ruidos, cambios de temperatura, la actividad de sus compañeros, incomodidad física o la asignación de tareas inesperadas, como las caminatas espaciales de reparación. "Hubo días en los que la fatiga era inevitable", recuerda Pedro Duque, "ya que las conexiones de televisión en directo dependían de la posición de la Estación en la órbita de la Tierra y a veces me tenía que despertar dos o tres horas antes de lo previsto para poder hacer una. Esos días se hacían largos". La importancia de la luz Los astronautas de la ISS dan una vuelta completa a nuestro planeta cada hora y media, con lo que viven un amanecer y un ocaso cada 90 minutos. En el interior de la estación no hay un día y una noche bien diferenciados, y los tripulantes viven bajo la luz artificial y longitudes de onda diferentes a las del entorno terrestre. Nuestro reloj biológico interno está regulado principalmente por una zona del hipotálamo llamada núcleo supraquiasmático que controla los procesos metabólicos en función de las señales de luz del exterior. Hace apenas una década, los científicos descubrieron una serie de fotorreceptores presentes en el ojo - que no tienen ningún papel en la visión - que regulan la producción de melatonina en la glándula pineal. Cuando estos receptores son expuestos a una determinada longitud de onda coincidente con la luz azul - y parecida al color del cielo - el cerebro frena la segregación de melatonina y está más alerta, mientras que cuando la luz está en el espectro del rojo comienza a emitir la señal del sueño. De esta forma, diseñando un sistema de iluminación, se podrían regular los ciclos de sueño y modular los ritmos circadianos. En la Universidad de Harvard, Steven Lockley y su equipo llevan años estudiando este efecto y han ensayado un sistema de luz dinámica con los miembros del control en tierra de las misiones a Marte. La experiencia ha demostrado que la alteración de los ritmos circadianos afecta también a las personas que no viajan al espacio pero tienen que desplazar sus horarios para seguir a una nave en otro planeta. En el año 1996, por ejemplo, el equipo de controladores de la NASA que seguía los movimientos del vehículo Sojourner por la superficie de Marte sufrió las consecuencias de que los días marcianos tengan 39 minutos más que los terrestres y muchos técnicos estaban tan fatigados que reclamaron que se hiciera una parada. Desde entonces, se siguen programas especiales para evitar que todo el mundo termine con la cabeza 'en otro planeta'. Nuevas luces para la estación Mediante un sistema de luces LED que enriquece el ambiente de luz azul en determinadas horas y de luz roja en otras, a lo largo de un ciclo de 24 horas, Lockley ha obtenido resultados satisfactorios en misiones marcianas como la Phoenix. Su compañera Elizabeth Klerman, del departamento de salud del sueño del hospital Brigham de Boston, también ha diseñado un modelo matemático que predice los efectos de los cambios de horario por imprevistos, de modo que el reloj interno sufra lo menos posible. Este software permite saber cómo reaccionará el cuerpo si le hacemos trabajar a determinadas horas. "Si solo has estado despierto durante 5 o 6 horas, apenas importa qué hora del día es", asegura Klerman. "Pero si has estado despierto 16 horas es muy diferente que sean las tres de la tarde o las tres de la madrugada". La culminación de estos experimentos ha venido con la aprobación por parte de la NASA de un programa para cambiar todas las luces de la Estación Espacial Internacional en 2015. La compañía Boeing proporcionará más de cien bombillas LED que se irán modificando a lo largo de la jornada de los astronautas. En concreto, el panel emitirá luces azules en el momento de empezar la jornada (que aumentan el nivel de alerta), pasará a luz blanca para las horas de trabajo y emitirá luz en el espectro del rojo para disparar la melatonina y facilitar la señal de sueño en los astronautas. "Estamos seguros de que tendrá un efecto", asegura Klerman. "Lo que queremos saber es qué tipo de efecto será y qué proporciones tendrá". Si la idea funciona, los científicos esperan que la tecnología se pueda utilizar en otras instalaciones en las que se requiere luz artificial, como hospitales, submarinos o fábricas. Instrucciones para dormir en otros mundos En un informe elaborado en 2009 por los principales especialistas en alteraciones de los ritmos circadianos, la NASA explora la manera en que afectarán los ciclos de luz en el caso de colonizar o viajar a otros mundos. En el caso de misiones a la Luna, recuerdan, los programas de adaptación variarían en función de la región elegida para establecerse. Si se aterrizara sobre la zona del cráter Shackleton, cerca del polo sur de nuestro satélite, los astronautas estarían expuestos a una luz casi permanente, durante el 90% del tiempo. Las expediciones al Ártico en este tipo de condiciones revelan que las personas pueden terminar por no saber muy bien cuándo tienen que descansar, por lo que habría que tomar contramedidas. Si el lugar elegido para establecerse fueran las zonas ecuatoriales de la Luna, explican los especialistas, el ciclo sería de dos semanas de luz seguidas de dos semanas de oscuridad, lo que también alteraría el reloj interno de los astronautas, aunque se desconoce en qué medida. En cuanto una misión al planeta Marte, cuando se superen las dificultades logísticas que plantea el reto actualmente, los astronautas contarían con un desfase horario durante el propio desplazamiento al planeta rojo. El siguiente problema sería la intensidad de la luz del día en la superficie marciana, pues el brillo del sol es allí aproximadamente la mitad que en la Tierra. El cielo, de tono rojizo, también tendría una influencia, pues las longitudes de onda cercanas al rojo activan los niveles de melatonina, y la duración del día (24 horas y 39 minutos) provocaría un aumento de los niveles de sueño y de irritabilidad. En definitiva, concluyen los especialistas, "el ambiente espacial es ruidoso, pobremente iluminado y, para algunos, incómodo. Mover los horarios y duras cargas de trabajo puede suponer desafíos adicionales. Entender las vulnerabilidades individuales causadas por la pérdida de sueño, es esencial para la futura preparación de misiones a la Luna y a Marte". Publicado el 31 de mayo de 2013 en lainformacion.com. Apuntes sobre la velocidad del pensamiento El paciente BW se encontraba conduciendo su coche una mañana cuando notó que la realidad se aceleraba a su alrededor. En apenas un instante observó cómo los árboles y los edificios comenzaban a moverse al otro lado de las ventanillas como si estuviera conduciendo a 300 kilómetros por hora, así que levantó el pie del acelerador y detuvo inmediatamente el vehículo a un lado de la carretera. Unos segundos después, aún aturdido, BW levantó la vista del volante y descubrió que la sensación no había terminado: el mundo seguía moviéndose a una velocidad vertiginosa. Los médicos que le atendieron comprobaron que, además de percibir que el tiempo transcurría más deprisa, el paciente BW había ralentizado notablemente sus movimientos y caminaba y hablaba como si lo hiciera a cámara lenta. Su distorsión del sentido temporal alcanzaba tal extremo que cuando le pedían que contara 60 segundos en voz alta BW tardaba hasta 286 segundos en completar la tarea. El problema del paciente BW, tal y como se constató después, estaba provocado por un tumor en la corteza frontal, capaz de alterar su sensación del tiempo de una forma dramática. Y su caso dejaba en el aire una cuestión en la que los neurocientíficos siguen trabajando hoy día: cómo controla el cerebro la sensación del tiempo y hasta qué punto es posible manipularla. La segunda parte de la pregunta tiene mucho que ver con lo descubierto por científicos del Instituto de Neurología del University College de Londres. Este equipo de investigadores ha conseguido ralentizar la velocidad de respuesta del cerebro de sus voluntarios mediante la alteración de las ondas cerebrales. Aplicando una leve descarga eléctrica, los científicos consiguieron alterar las ondas beta en el cerebro de los 14 voluntarios y reducir la velocidad de respuesta muscular de los participantes en un 10%. Un experimento similar permitió recientemente a investigadores del MIT hacer lo contrario, pero esta vez con monos: aceleraron la velocidad de percepción de los simios a través de la manipulación de sus ondas cerebrales. Pero la realidad de cómo construye el cerebro el sentido del tiempo no está todavía nada clara. Un interesantísimo artículo publicado por New Scientist (Timewarp: How your brain creates the fourth dimension) relata la investigación que lleva a cabo desde hace años el doctor David Eagleman, del Colegio Baylor de Medicina en Houston, Texas. Eagleman se cayó de niño y experimentó durante la caída que el tiempo se había ‘ralentizado’ de alguna manera, y desde entonces su obsesión es encontrar la razón por la que el cerebro hace que recordemos algunas experiencias traumáticas como si sucedieran a cámara lenta. Sus experimentos con gente que se descuelga desde la altura haciendo ‘puenting’, en los que trata de registrar la percepción del tiempo, no han dado muchos resultados, pero sus trabajos y los de otros investigadores apuntan a que, por una limitación neuronal, nuestro cerebro no percibe la realidad de manera continua sino a través de una serie de “fotogramas”. Y es ese número de “fotogramas” el que podría verse alterado en determinadas circunstancias. De este modo, si el cerebro se pone a trabajar a toda máquina en un momento de tensión, nuestra memoria nos produce la sensación a posteriori de que todo duró mucho más puesto que retiene más detalles de los que recordaríamos sobre cualquier otro instante de nuestras vidas. Velocidad, percepción y conciencia La otra cara de la moneda de la percepción del tiempo es la velocidad con la que percibimos la realidad. Algunos científicos manejan desde hace tiempo la hipótesis de que vivimos en una especie de playback, un presente falseado por el retraso con el que nuestra mente responde a la realidad y las limitaciones de nuestro ‘cableado’ neuronal. Los límites de la respuesta neuronal se conocen desde mediados del siglo XIX, cuando el médico alemán Hermann von Helmholtz comprobó que nuestro cuerpo responde más despacio a un estímulo en la punta del pie que a un estímulo en la espalda debido a la longitud de los nervios y el tiempo que tarda la señal eléctrica en recorrer la distancia. Desde la famosa décima de segundo hasta el medio segundo de Benjamin Líbet, son varias las teorías sobre el tiempo en que nuestro cerebro tarda en adquirir conciencia de lo que sucede a nuestro alrededor. En otro artículo imprescindible, publicado en Discover Magazine (The Brain. What Is the Speed of Thought?), el periodista y divulgador Carl Zimmer explica que la velocidad de las conexiones neuronales depende de dos factores: la cantidad de mielina que contienen y el grosor de las conducciones. Así, por ejemplo, los nervios más eficientes pueden trasladar un impulso a casi 300 kilómetros por hora mientras que los más lentos mandan señales a menos de 1 kilómetro por hora. Si todos nuestras conducciones nerviosas tuvieran el grosor de los más importantes serían infinitamente más rápidas pero, con este tamaño, asegura la investigadora Sam Wang en el artículo, “tendríamos un cerebro que no nos cabría por las puertas”, y que consumiría una cantidad desproporcionada de energía. En realidad, nuestro sistema nervioso es mucho más complejo que todo eso y su exactitud, después de millones de años de evolución, resulta escalofriante. En algunas zonas los nervios son más o menos largos, o más o menos rápidos, en función de las necesidades. Los nervios del centro de la retina, por ejemplo, son mucho más cortos que los de los extremos, de forma que la señal salga hacia el nervio óptico al mismo tiempo. Y en otras zonas del cuerpo la cantidad de mielina varía con el mismo objetivo. En conjunto, parece que ese retraso permite una coordinación de las señales que es clave para el funcionamiento del cerebro. Una vez que lo alcanzan, todos los impulsos eléctricos trasmitidos a través de las neuronas se las arreglan para llegar a la vez al tálamo, el lugar donde se centralizan. Si todas las señales llegaran a su tiempo, concluye Zimmer, el cerebro no encontraría la manera de interpretarlo y tomar decisiones. De modo que el retraso de nuestras percepciones, esa décima de segundo que tardamos en interpretar lo que sucede, puede ser la clave de la conciencia y el motivo por el que los estímulos cobran algún sentido. Publicado el 23 de diciembre de 2009 en la Guía para perplejos (Libro de notas) Cómo sobrevivir en una burbuja bajo el océano El submarinista Nico van Heerden trabaja a 30 metros de profundidad entre los restos del buque AHT Jascon-4, un pequeño remolcador de la compañía Chevron que se ha hundido en aguas del Atlántico, frente a las costas de Nigeria. Han pasado tres días y el objetivo es recuperar los cuerpos de los doce tripulantes que viajaban en su interior, aunque las condiciones meteorológicas amenazan la operación. Van Heerden ha estado trabajando tres horas para abrir una de las puertas del barco y bucea entre varios de los cuerpos cuando sucede algo inesperado: alguien le agarra la mano. Presa del pánico, el buceador descubre que quien le está tocando no es un compañero ni un ente fantasmal, sino un superviviente. Harrison Okene, de 29 años, era el cocinero del barco hundido. La madrugada del 26 de mayo de 2013 se encontraba en uno de los baños cuando un golpe de mar puso el barco boca abajo. "Me sentí aturdido y todo estaba oscuro a mi alrededor mientras me iba sacudiendo de un extremo del pequeño cubículo a otro", relata en The Nation. Desde allí, se arrastró como pudo hasta un habitáculo donde se almacenaba el último aire del barco y permaneció inmóvil a la espera del rescate. Inmóvil durante 62 horas. Durante todo ese tiempo, en calzoncillos, sin luz y medio sumergido en el agua, Okene rezó y repasó mentalmente las escenas de su vida. En un momento determinado, comenzó a escuchar el ruido de los peces- tiburones y barracudas- que se estaban comiendo los cuerpos de sus compañeros. Más tarde escuchó el sonido de los buceadores al rescate y trató de llamar su atención golpeando la pared con un martillo, pero no le oyeron. La segunda vez que intuyó la presencia de los buzos no se lo pensó y se arrojó al agua helada. "Mis manos y pies estaban muy pálidos. Cuando lo localicé fui yo quien tocó al buceador, que se quedó impactado", recuerda. "Él estaba buscando y yo vi la luz, salté al agua". El problema de la burbuja La noticia de que había un superviviente corrió como la pólvora y la historia de Okene dio la vuelta al mundo, pero ¿cómo pudo sobrevivir a 30 metros de profundidad durante tanto tiempo? En 1991 el buceador Michael Proudfoot pasó dos días en la bolsa de aire de un barco hundido frente a la costa de California, pero esto lo supera. Según relatan en Slate, cuando el físico Maxim Umansky, del laboratorio nacional Lawrence Livermore en California, leyó la noticia de Okene, se hizo la misma pregunta y la lanzó en un foro de científicos: ¿qué tamaño debe tener una burbuja de aire para mantener viva a una persona bajo el agua todo ese tiempo? El principio por el que el aire quedó atrapado en el barco es el mismo que tiene lugar cuando sumergimos una campana en la bañera. El aire queda en la parte superior del habitáculo y de ahí se va escapando molécula a molécula a la superficie. Los humanos necesitamos 10 metros cúbicos de aire al día, así que para mantener 60 horas con vida Okene habría necesitado 25 metros cúbicos de aire retenidos en el interior del barco. Pero el cocinero se encontraba a 30 metros bajo el mar, donde la presión es de al menos cuatro atmósferas. Según los cálculos de Umansky, el suministro de aire de Okene habría sido comprimido por un factor de cuatro, lo que quiere decir que en vez de 25 metros cúbicos le habría bastado con unos seis. Es decir, habría sobrevivido con el aire contenido en un habitáculo de 1 metro de ancho por 2 de largo y 3 metros de alto, por ejemplo. A pesar de todo, el físico considera que el aire de otros lugares del barco debió filtrarse hasta su burbuja y que eso salvó su vida. A presión normal, el aire tiene un 21% de oxígeno, indica Jorge Sampedro, director de la Unidad de Medicina Subacuática de Euskadi, pero en el interior del barco Okene tendría aire con un 84% de presión parcial de oxígeno. "Lo malo", añade, "es que se concentra también el nitrógeno y pasarías a niveles peligrosos". En su opinión, y aún teniendo en cuenta la presión, los cálculos de Umansky se quedan cortos: Okene necesitaría un mínimo de 10.000 litros (100 metros cúbicos) para sobrevivir dos días y medio, que ocuparían un espacio de 10x5x2m, por ejemplo. Por otro lado está la cuestión del CO2. Si estamos en un habitáculo cerrado, exhalando dióxido de carbono con cada respiración, la proporción de CO2 se acercará poco a poco al 5%, cuando el sujeto empieza a sentirse confundido y finalmente pierde la conciencia. En un ataúd, por ejemplo, una persona puede producir niveles mortales de CO2 en alrededor de dos horas. El motivo por el que Okene no se asfixió hay que buscarlo en la manera en que el CO2 se disuelve en el agua. Siguiendo la ley de Henry, la solubilidad de un gas en el agua es proporcional a la presión, por lo que el CO2 dentro del habitáculo se fue diluyendo a mayor ritmo en el agua que le rodeaba. Y no solo eso, por el mismo principio, parte del oxígeno presente en el agua del mar se habría incorporado a su burbuja. Cómo salir a la superficie Otro detalle interesante sobre el caso de Okene es la manera en que pudo salir a la superficie con vida. “Afortunadamente”, nos explica el doctor Manuel Salvador, jefe de la unidad de Medicina Hiperbárica del Hospital General de Castellón, “cerca de allí había un barco con un 'complejo de saturación' y bajaron la campana seca hasta el barco hundido, le colocaron un equipo de buzo y sin variar la presión pudieron llevarlo a la superficie”. Un complejo de saturación es una especie de cámara hiperbárica más grande en la que el cocinero nigeriano permaneció durante dos días y medio hasta que su sangre se normalizó. “Si lo hubieran sacado directamente desde los 30 metros de profundidad”, afirma el doctor Salvador, “no habría llegado vivo a la superficie, pues la sangre habría empezado a burbujear”. Al hundirse con el barco, el aire del interior se comprimió y condensó la burbuja que le salvó la vida. "Lo que ocurrió es que esta persona estuvo 60 horas respirando aire comprimido", especifica el especialista. “De modo que acumuló una cantidad enorme de nitrógeno en su cuerpo, como si respirara de una botella”. Esto tiene relación con algo que la gente no suele saber, relata el médico, y que sucede en el típico accidente del coche sumergido. “Si cae al mar, hasta que no se iguala la presión del aire y del agua no se pueden abrir las puertas”, explica el doctor Salvador. “La persona no se da cuenta pero está respirando aire comprimido. Si es una profundidad de seis o siete metros y esa persona toma una última bocanada de aire al máximo, al salir sufrirá una grave lesión pulmonar, porque realmente en sus pulmones hay mucho más aire del que cabe. Se dan muchos casos en los que los testigos aseguran que el conductor salió y luego se quedó muerto. Es por este motivo”. El truco, si alguna vez le sucede, es esperar a que el coche se llene de agua para poder abrir las puertas y después ascender expulsando el aire por la nariz hasta llegar a la superficie. Publicado el 19 de junio de 2013 en lainformacion.com. La patrulla que filmó el horror atómico “Una tarde recibí una llamada de Woody Mark. Me dijo “George, te necesito mañana para una prueba especial… las bombas van a volar a 10.000 pies sobre vosotros”. Yo le dije: “Bueno, ¿qué clase de protección voy a tener?”. Y me respondió: “Ninguna”. Entonces recordé que tenía una gorra de béisbol, y me la llevé por si acaso”. Son palabras de George Yoshitake, un anciano de 82 años y uno de los últimos supervivientes del equipo que la administración estadounidense mantuvo en secreto durante décadas. Su historia dejó de ser clasificada en 1997 cuando el Gobierno decidió sacar a la luz los documentos y admitir que la existencia de una auténtica división cinematográfica establecida en Hollywood y dedicada a fotografiar y filmar en secreto las más de 200 pruebas nucleares que el Ejército llevó a cabo entre 1946 y 1962. De aquellos hombres, apenas quedan unos pocos supervivientes. Muchos de ellos murieron de cáncer como consecuencia, probablemente, de las fuertes radiaciones a las que se sometieron sin protección. Aquel equipo arriesgó su vida, como recuerdan en The New York Times, para rodar unas 6.500 películas en las que se veían las explosiones sobre el desierto de Nevada y los atolones del Pacífico y obtener un material que sirvió a los científicos para obtener valiosísimas informaciones sobre el efecto de las bombas y su capacidad de destrucción. La locura por realizar pruebas nucleares de todo tipo (subterráneas, aéreas e incluso sobre la atmósfera) les llevó a volar pueblos enteros, con maniquíes, coches, zepelines y en ocasiones con animales vivos. El anciano Yoshitake, por ejemplo, confiesa que no se puede sacar de la cabeza los efectos que las pruebas tenían sobre los cerdos, cuya piel guarda cierta semejanza con la humana. Pero para realizar aquel despliegue no bastaba el esfuerzo de unos cuantos profesionales actuando por su cuenta. En realidad, según se ha sabido después, el Ejército tenía movilizado a un estudio completo, situado en las colinas de Hollywood y cuyas instalaciones estaban rodeadas por alambre de espino. Al menos 250 personas, entre productores, directores y cámaras, trabajaron en aquel estudio secreto situado en la avenida Wonderland. Sobre aquel estudio se ha escrito un libro (“How to Photograph an Atomic Bomb”) y se han rodado un par de documentales. Muchos especialistas trabajan todavía en la recopilación y restauración del material filmado aquellos años, uno de los mejores testimonios de la locura que se vivió durante los años de la Guerra Fría. Publicado el 16 de septiembre de 2010 en Fogonazos. Un laboratorio para probarse cuerpos Tu cerebro es un tránsfuga en potencia. Cada mañana despierta, dirige la vista hacia abajo y comprueba que todo sigue allí, pero si despertara con el cuerpo de una bailarina, o un forzudo, no tardaría mucho en adaptarse. En el Laboratorio de Ambientes Virtuales de la Universidad de Barcelona (EventLAB) investigan cómo se adapta nuestro cerebro a los entornos de realidad virtual y han descubierto que este cambio corporal es mucho más sencillo de lo esperado. El laboratorio de Mel Slater y Mavi Sánchez-Vives es una especie de probador de cuerpos virtuales en el que se utilizan las últimas tecnologías para investigar la forma en que percibimos. Desde hace unos años, su equipo pone a prueba lo que conocemos sobre la percepción corporal en entornos de realidad virtual, que permiten al sujeto sumergirse en todo tipo de situaciones y escenarios. En el último experimento de Slater ha ido un paso más allá y ha descubierto que el comportamiento de las personas varía en función del avatar en el que se encarnan y que esta capacidad podría tener nuevas e interesantes aplicaciones. Manos de goma, barrigas cerveceras Para entender lo flexible que es nuestro cerebro en materia de percepción corporal, conviene remontarse al conocido como "experimento de la mano de goma". La prueba consiste en colocar al sujeto un brazo falso y ocultar a su vista su propio brazo. Al cabo de unos segundos, mientras el experimentador estimula de forma táctil el brazo verdadero y el falso, el cerebro del sujeto asimila que la extremidad de goma es suya y se sobresalta cuando el experimentador la dobla, o la pincha, por sorpresa. En sus investigaciones, el equipo de Slater repitió esta prueba en realidad virtual y no solo vieron que funcionaba, sino que se podían introducir muchas otras variables. Así, por ejemplo, descubrieron que el cerebro admite que el brazo se estire hasta tres veces su longitud sin dejar de sentirlo como propio (siempre que se mantenga la estimulación multisensorial), que un varón puede sentirse en el cuerpo de una niña pequeña y que un individuo delgado puede verse en el interior de un persona con una enorme barriga y sentirla como real y propia."Cada vez tenemos más evidencias de que el cerebro tolera muchos de estos cambios con bastante facilidad", explica Sánchez-Vives. "A pesar de que nuestro cuerpo nos parezca que es algo firmemente establecido e inamovible, parece que el cerebro lo está recalibrando casi continuamente y que hay un 'refresco' continuo de la representación corporal". Uno de los factores más importantes en esta adaptación está en el gesto de mirar hacia abajo y ver nuestro propio cuerpo, indica Sánchez-Vives. En los experimentos, el sujeto se pone las gafas de realidad virtual y cuando abre los ojos tiene un cuerpo nuevo. "Cuando miras y ves tus piernas y tus manos", explica, "el cerebro interpreta que es tu cuerpo, porque esa señal en el mundo real siempre ha sido así: nunca ves el cuerpo de otra persona, tu cuerpo siempre está ahí". Cambio de cuerpo, ¿cambio de mente? En la mitología griega, el dios Proteo cambia de forma y se transforma en león, serpiente, leopardo o cerdo antes de que Menelao lo atrape. Es por esto que se bautizó como "Efecto Proteo" la versatilidad de las personas para comportarse de distinta manera en escenarios virtuales en función de sus distintos avatares (algo especialmente notable en videojuegos como el World of Warcraft, por ejemplo). Los primeros trabajos con avatares en dos dimensiones mostraron que tener una cara más atractiva o un cuerpo más alto afectaba al estado emocional de los sujetos en su interacción con otros. Encarnarse en un individuo de otra raza, por ejemplo, modificaba los prejuicios raciales. "Si le dabas a alguien un avatar de una persona alta", relata Sánchez-Vives, "la gente negociaba de forma más agresiva que si su avatar era más bajito. Nuestro aspecto físico tiene un impacto en nuestro comportamiento". La siguiente cuestión para los científicos de la Universidad de Barcelona era conocer si sucede lo mismo cuando nos introducimos en la realidad virtual y el sujeto se encarna en un cuerpo. "Hemos visto en varios experimentos que no es difícil hacer creer al cerebro que tu cuerpo virtual es tu cuerpo", relata Slater, "pero, ¿cambia tu comportamiento? ¿Cambia tu manera de ver las cosas con un cuerpo que es diferente del tuyo?". Avatares con tambores Para el experimento, que se publica en la revista IEEE Transactions on Visualization and Computer Graphics, el equipo de Slater seleccionó a 36 sujetos de raza caucasiana y los dividió en dos grupos. A todos ellos les colocaron en un escenario virtual donde debían tocar el Yembé (un instrumento de percusión africano) acompañando a un personaje que aparece en la escena frente a ellos y frente a un espejo. A los miembros del primer grupo se les proporcionó el avatar de un joven afroamericano, peinado de ‘rastas’ y vestido de manera informal. Al segundo grupo se les puso a tocar con el avatar de un blanco vestido de traje."Lo que vimos", resume Slater, "es que aquellos con el cuerpo virtual más casual realizaban más movimientos físicos que aquellos que tocaban con el cuerpo formal con el traje. Cada participante tenía solo una condición y no sabía de la existencia de los otros, así que era algo espontáneo. Nuestra conclusión es que esto aporta pruebas de que el tipo de cuerpo que tú tengas influye en tu comportamiento y eso puede tener muchas aplicaciones interesantes". Estos resultados, concluye el estudio, demuestran que la inmersión en un cuerpo virtual pueden conducir a variaciones de comportamiento y posibles cambios cognitivos en función de la apariencia del cuerpo virtual. Y esto, apuntan, podría aplicarse en terrenos como el aprendizaje, el entrenamiento o la rehabilitación. "Si le das a alguien la impresión de que tiene un cuerpo diferente", explica Mel Slater, "entonces su comportamiento cambiará para adaptarse a ese cuerpo. Esto también implica que en lugar de ser una sola persona puedes aprender cómo es ser otra persona distinta, a ponerte en el lugar del otro". Para Slater, la posibilidad de conseguir de manera sencilla que alguien se ponga en el lugar del otro abre un mundo de posibilidades. Uno podría meterse en la piel de una persona de otra raza, de una persona maltratada o de alguien con distinto estatus social. "Si aprendes cómo es ser una persona anciana", dice el investigador, "puedes cambiar de actitud respecto al envejecimiento, por ejemplo. O si eliges a una persona muy rica y le pones en el cuerpo de alguien pobre, quizá aprenda algo sobre cómo es ser ese tipo de persona". Las posibilidades de esta tecnología no se limitan a desarrollar una especie de laboratorio de empatía o probador de vidas, sus implicaciones en programas de rehabilitación de fobias o trastornos perceptivos ya se están estudiando. El equipo de Sánchez-Vives, por ejemplo, indaga en el efecto que puede tener una de estas excursiones virtuales en el dolor crónico o en el miedo a las alturas. Y, dada la flexibilidad del cerebro, admite, no parece tan disparatado un escenario como el de la película "Avatar", en el que personas con discapacidades físicas - como una tetraplejia, puedan moverse con avatares robóticos. En cualquier caso, advierte, aún queda un mundo por descubrir. "El impacto que esto pueda tener", concluye, "es algo completamente novedoso y que estamos empezando a intuir". Publicado el 7 de marzo de 2013 en lainformacion.com. Granjeros en la realidad paralela Apostado entre las ruinas de un viejo castillo, Li Qiwen pasa la noche matando monjes guerreros en los mundos de Azeroth. Uno tras otro, los cuerpos sin vida van arrojando al aire monedas y armas secretas que Li recopila cuidadosamente en su saco de pertenencias. Li pasa doce horas al día, siete días a la semana, frente a la pantalla de un ordenador en un pequeño tugurio de Nanjing, en China. En cuanto termina su jornada, otro compañero se sienta en su silla, toma el control de su personaje y sigue matando monjes en el mundo virtual de World of Warcraft. “A mis colegas y a mí”, explica otro jugador a The New York Times, “nos pagan por matar monstruos”. El negocio, conocido como “Gold farming” (cultivo de oro), emplea a unas 400.000 personas en todo el mundo y, según un estudio de la Universidad de Manchester, genera alrededor de 340 millones de euros de beneficios cada año. Por cada cien monedas que arrebata a sus enemigos, Li recibe alrededor de 10 yuanes, una cantidad que apenas le da para sobrevivir. Su jefe, en cambio, obtendrá tres veces más dinero después de venderle las armas y monedas a algún jugador estadounidense o europeo que no tiene tiempo para conseguirlos por sí mismo en el juego. A veces, mientras avanzan por extraños bosques en busca de criaturas a las que asaltar, el ataque de un monstruo aparentemente inferior provoca una conmoción inesperada. De pronto, sobre la pantalla aparece un mensaje que informa al granjero de los daños y de que debe recomenzar la partida. ¿Qué ha ocurrido? Un tercer jugador le ha atacado a traición. El motivo está en el odio que muchos usuarios tienen a estos granjeros chinos, ya que consideran su forma de vida como una perversión del juego. En muchos foros es habitual los mensajes del tipo “Los granjeros chinos deben morir” y se organizan partidas de jugadores que acuden a las zonas frecuentadas por cultivadores para realizar una cacería. Esta muerte virtual supone para muchos de estos granjeros un auténtico contratiempo, dado que la tarea de resucitar puede llevarles hasta diez minutos cada vez, y el patrón suele ponerlos en la calle cuando empiezan a fallar los resultados. El conflicto ha llegado a tal extremo, que la discriminación empieza a estar organizada y muchos grupos de WoW realizan pruebas escritas para comprobar si los jugadores aspirantes son chinos y así negarles la entrada. Nuevos modelos de explotación humana Pero World of Warcraft no es el único juego masivo online (MMO) que genera este tipo de mercados. La posibilidad de adquirir armaduras, armas o pócimas secretas se repite a través de la red en todo tipo de juegos por más que los administradores traten de evitarlo. Y la economía virtual se extiende a otros ámbitos, como en el caso de la India, donde algunas empresas han comenzado a contratar a empleados para que resuelvan captchas las 24 horas del día con el fin de burlar los filtros contra el bombardeo de basura. En realidad, se trata de la primera vez que un negocio virtual, con dinero de mentira, adquiere un valor tangible en el mundo real. Por eso el gobierno de China, que hasta ahora miraba para otro lado, acaba de anunciar que cobrará un impuesto del 20% sobre estas transacciones, convirtiéndose en el primer gobierno del mundo que cobra un tributo por este tipo de actividad virtual. Lamentablemente, la realidad paralela ha heredado algunos feos vicios como la vieja jerarquía del mundo real: los jugadores vietnamitas trabajan para los jugadores chinos y los jugadores chinos trabajan para los jugadores occidentales. Una rueda en la que los actores con menos recursos hacen el trabajo sucio de los acomodados a cambio de unas cuantas monedas de verdad. Y el intercambio no se queda en armas y amuletos. Algunos avispados comerciantes viven incluso de suplantar al propio jugador y de cobrarle por vivir su vida virtual. Así, los negocios dedicados al denominado “Power leveling” (algo así como “aumento de nivel”) piden a los usuarios sus contraseñas y, a cambio de unos 300 dólares, se hacen cargo de su personaje hasta dejarlo en niveles que requerirían meses de juego. Según cuenta The New York Times, Min Qinghai, otro de los jugadores atrapados en esta extraña espiral, ha muerto tantas veces en el juego que ni siquiera las puede recordar. Su vida se limita a un ir y venir por escenarios fantasmagóricos donde se enfrenta con monjes y monstruos a los que debe arrebatar el oro que otros gastarán. Después de dos años de partidas interminables, apenas ha salido de su barracón para algo que no sea tomar una comida rápida. Él, como otros de sus compañeros de juego, no tiene muchos sitios a dónde ir ni otra cosa en la que pensar. Al terminar la dura jornada de trabajo, muchos de estos jugadores se marchan a otros locales donde pasan el resto del día jugando nuevas partidas de WoW, perdidos y ensimismados en las lejanas llanuras de Azeroth de las que nunca conseguirán salir. Referencia: The Life of the Chinese Gold Farmer, Julian Dibbel (The New York Times) Publicado el 23 de noviembre de 2008 en la Guía para perplejos (Libro de Notas) Los Baumgartner españoles* Son alrededor de las diez de la mañana y al cabo Valenzuela le empieza a sudar la frente. Ha pasado más de una hora y cuarenta minutos desde que salieron de la base de Morón de la Frontera en el interior de un avión C-130 Hércules de las Fuerzas Armadas. Desde entonces han estado conectados a una consola de oxígeno, respirando por las mascarillas y aclimatándose para un salto de gran altura en una maniobra conocida como salto HALO. Es viernes 26 de junio de 1987 y ninguno de los cinco hombres sabe exactamente desde qué cota van a saltar ni la hazaña que están a punto de realizar. “Cuando nos pusimos en pie, y abrieron la puerta del Hércules”, recuerda Sebastián Valenzuela, “lo primero que vi fue el mar, y en el horizonte se veía el efecto de curvatura”. “Los cuatro chorros de humo congelados que salían del avión daban una impresión brutal”, asegura Juan Manuel Martínez Prieto, “podías cortarlos con un cuchillo. Había un ruido insoportable y se veía Sevilla como una uña, eso nunca se me va a olvidar”. A esta altura la temperatura es de 50 grados bajo cero y la densidad del aire es mucho menor. A diferencia de Felix Baumgartner, el deportista austriaco que ha batido todos los récords al saltar de 39.000 metros, el traje de estos cinco hombres del ejército no tiene ningún refuerzo especial para el frío y para respirar llevan una mascarilla tomada de los pilotos de caza. “Los monos eran de segunda mano”, reconoce Valenzuela. “Yo llevaba debajo el chándal aquel que nos daban en la mili y dos juegos de calcetines”. “No teníamos trajes para aislarnos”, asegura Martínez Prieto, “y para respirar llevábamos una botellita de oxígeno de unos 30 cm adosada al paracaídas de pecho, que no sabes si te va a aguantar”. “Si te falla la botella”, insiste Valenzuela, “estás en un problema, porque dejas de respirar”. Un instante después, los cinco hombres se ponen las gafas y la mascarilla y se colocan para el salto. Están simulando una misión de combate y llevan la mochila y la ametralladora “zeta”, como conocen a los subfusiles Star. Han ascendido dando vueltas y se encuentran en algún punto sobre la provincia de Sevilla, a 11 kilómetros de altitud. A bordo hay un técnico de oxígeno y un médico militar que ha supervisado el estado de los saltadores para garantizar su seguridad. De los 30 hombres que acudieron a Morón como candidatos, solo ellos han superado las pruebas físicas. Los protagonistas son los cabos Sebastián Amaya Brenes y Sebastián Valenzuela Fernández, el soldado Juan Manuel Martínez Prieto, todos ellos del Escuadrón de Zapadores Paracaidistas, más dos integrantes de la Brigada Paracaidista. A escasos segundos del salto, Martínez Prieto tiene un problema con las gafas. Uno de los corchetes se ha desenganchado y eso le impide saltar. Un compañero se acerca a él y logra colocárselo justo a tiempo. Un poco más y tendría que haberse quedado en el avión. Con la puerta del Hércules abierta, se cuela el aire helado de los 35.500 pies. Después de tanto tiempo encerrados, su única obsesión es saltar del avión. 1, 2, 3, 4, 5. La caída libre de los cinco hombres dura algo más de tres minutos y bate el récord de España de altitud. Caen desde 11 kilómetros, pendientes de la presión del oxígeno y con altímetros preparados para la mitad de altura. “Al saltar yo ya no sentía frío”, recuerda el cabo Valenzuela, “solamente estaba obsesionado con la altura de mi altímetro y viendo a mis compañeros. El aparato marcaba 15.000 y pico pies y tenía que ir pendiente de las vueltas que daba la aguja. En total tenía que dar dos vueltas y media hacia atrás completas”. “A 11.000 metros todavía te sujeta un poco el aire”, asegura Valenzuela. “Para mí la sensación fue la de volar. Hasta me aburrí de tanto tiempo en caída libre”, bromea. “Yo no estaba acostumbrado a tanto tiempo en el aire, como máximo estabas 15-20 segundos… Casi tres minutos nunca lo había vivido”. Saltos desde gran altura La historia de los saltos de gran altura en España comienza a principios de los 80, cuando un grupo de la Fuerza Aérea estadounidense inicia en Valladolid la instrucción de los españoles sobre las técnicas de salto HALO y HAHO. La primera (High Altitude-Low Opening ) consiste en lanzarse desde gran altura y llegar en caída libre hasta el objetivo y la segunda (High Altitude-High Opening) en saltar a gran altura y abrir pronto el paracaídas para ir planeando durante una gran distancia. “Son técnicas militares para infiltrarse en una zona sin ser detectado”, explica Antonio Teruel López, presidente de la Asociación de Veteranos Paracaidistas del Ejército del Aire. “Se empezó con sistemas muy precarios, lo que se tenía en aquella época, el paracaídas principal a la espalda y el de reserva en el pecho. Iban sin equipos de frío y cada uno con lo que podía, el pijama, el chándal o el jersey de la abuela”. El riesgo que tomaban estos saltadores era evidente y hubo varios episodios de hipoxia y de problemas de altura. “El que diga que no pasa miedo a lo mejor miente”, asegura Teruel, que tuvo un problema en un salto en una época posterior. “Aquel día saltábamos a 24.000 pies [unos 7 km] en un salto HALO, y me quedé sin oxígeno puro”, recuerda. “Había una fisura en uno de los pliegues de la máscara y no estaba respirando oxígeno al 100%. Me empezó a doler muchísimo la cabeza y bajé inconsciente. Me tuvieron que llevar al hospital”. Aquel episodio le provocó una sinusitis que le impidió seguir saltando desde grandes alturas, pero no fue el único. A pesar de los exámenes médicos y la preparación (los saltadores pasaban un tiempo en cámaras hipobáricas para ver si eran aptos), ascender a tanta altura provocaba problemas. “Había mareos, gente a la que había que bajar por la presión del aire, y un caso de un cabo primero al que hubo que evacuarlo en ambulancia por una burbuja de nitrógeno en la rodilla”, asegura Luis Rivas, otro saltador del escuadrón. Al terminar el salto del 26 de junio de 1987, no hubo grandes fanfarrias ni celebraciones por la hazaña. Era un salto casi rutinario del Ejército. “Yo no he sido consciente del salto éste hasta mucho después”, asegura Valenzuela. “Luego he pensando que si algo llega a salir mal nos habríamos quedado pajaritos”. “Con el tiempo te das cuenta del mérito de los pioneros”, afirma Martínez Prieto. “Los medios con los que contábamos eran rudimentarios y nunca se nos ha llegado a reconocer nada, pero ya lo dice el lema de nuestra unidad, que la mejor recompensa de una buena acción es haberla realizado”. “Solo merece vivir quien por un noble ideal está dispuesto a morir”, dice el lema de los zapadores paracaidistas, pero entonces el salario no daba para vivir por nobles ideales. Martínez Prieto dejó el ejército y se dedica hoy en día a la seguridad. Cuatro días después del gran salto nació el primer hijo de Sebastián Valenzuela y tuvo que buscar otro trabajo. “Es algo de lo que me he arrepentido toda la vida”, dice, “pero con lo que ganábamos como soldado no podías mantener una casa”. Hoy día trabaja como transportista. “No sé si fuimos héroes”, reflexiona, “pero sí fuimos los primeros en hacerlo. En el ejército no se nos hizo ningún reconocimiento entonces, pero algo sí se nos tenía que haber hecho”. "Nosotros nos jugábamos la vida", admite Martínez Prieto, "pero cualquiera que salte se la juega. Yo he visto gente morir saltando en automático a 300 metros. La vida te la juegas desde unos cuantos metros para arriba". Un récord batido El récord de los zapadores paracaidistas duró diez años, hasta la primavera de 1997 cuando el saltador del programa “Al filo de lo imposible” Laureano Casado y el cabo del Ejército del Aire José Cielo Cremades saltaron desde 12.000 metros desde un globo aerostático sobre las tierras de Socuéllamos, en Castilla-La Mancha. “Un caza Mirage F1 certificó la altura de nuestro salto”, nos cuenta Casado. “Lo hicimos con ayuda del ejército porque para subir a 12 km necesitas unos medios de los que no dispone nadie más”. El equipo de Casado eligió la ascensión en globo porque podía ascender más alto que el avión Hércules, pero también se encontraron sus dificultades. En primer lugar, el paracaídas de José Cielo se abrió por accidente durante el ascenso, al engancharse una de las anillas. Parecía obvio que no podría saltar, pero el cabo Cielo decidió armarse de paciencia, volver a doblar el paracaídas y meterlo en la mochila. “Fue fantástico cómo fue capaz de confiar en sí mismo, quitarse los guantes a esa temperatura y superar aquel reto paso a paso”, recuerda Casado. La siguiente dificultad fue parecida a la que tuvo Felix Baumgartner en su salto desde la estratosfera: el empañamiento de las gafas. A 12 km de altitud la temperatura era de 57 grados bajo cero y ambos iban equipados con la ropa que se usa para subir al Everest. Para la cabeza, usaron el casco de un piloto de caza F18. “Durante los primeros dos minutos y pico de caída libre”, recuerda Casado, “las gafas se congelaban y perdíamos visibilidad, y por tanto estabilidad”. La estrategia que usaron fue parecida a la de los pilotos de Fórmula 1: llevaron varias gafas y se iban quitando una capa a medida que se empañaban. La tercera dificultad también es parecida a la que experimentó Baumgartner: evitar la pérdida del control por la escasa densidad del aire y mínima sustentación. “Para que te hagas una idea”, relata Casado, “Cremades y yo saltábamos unidos para mantenernos estables. Ambos somos expertos en eso y fuimos incapaces de mantenernos juntos: salimos disparados uno para cada lado. Al no haber resistencia aerodinámica, cualquier movimiento genera una rotación descontrolada”. El cabo Cielo y Laureano Casado llegaron sanos y salvos a tierra después de recorrer los 12.000 metros que marcaban el nuevo récord, imbatido hasta el momento, de salto en altitud de España. Como reconocimiento, Laureano Casado fue nombrado miembro honorífico del escuadrón de paracaidistas zapadores. * El título hace referencia al salto de Felix Baumgartner, quien el 14 de octubre de 2012 batió varios récords históricos al ascender en globo y lanzarse en caída libre desde los 39.068 metros de altura. Publicado el 24 de octubre de 2012 en lainformacion.com. Sombras en el circuito cerrado El señor S. lleva una vida de fantasma silencioso. Cada vez que sale de su casa, pasea por las calles, o se sube en el autobús, varias decenas de cámaras registran cada uno de sus movimientos. Un realizador cargado de paciencia podría reconstruir su biografía cortando y pegando los pedazos de esa vida paralela que traza cada día en los monitores, cuando pasa por delante de las tiendas, los bancos o los ojos que la policía de Londres tiene en cada esquina. La capital británica cuenta con alrededor de medio millón de cámaras de vigilancia, de las que unas 10.000 pertenecen a la policía metropolitana. El resto han sido colocadas por empresas, tenderos o compañías de transporte. Reino Unido es hoy día el país más vigilado del mundo con casi cinco millones de cámaras, lo que equivale a alrededor de una cámara por cada 12 habitantes. El pasado mes de junio, en la localidad de Northampton, una pareja que intentaba practicar sexo en la vía pública fue sorprendida por una voz fría y lejana, como venida del más allá: - Depongan su actitud y circulen. Los dos protagonistas salieron escopetados y todavía se están recuperando del susto. Las cámaras británicas no solo tienen la capacidad de hablar (se han colocado altavoces en lugares estratégicos) sino que algunas cuentan con sofisticados sistemas para “prevenir” el delito. En Portsmouth, por ejemplo, se está probando un programa informático que permite detectar el crimen antes de que se cometa, como en aquella pesadilla futurista de ‘Minority Report’. Como resulta imposible seguir todas y cada una de las grabaciones, el ordenador detecta los movimientos inesperados de los transeúntes (cuando aceleran el paso, caminan más despacio o se detienen a hablar con otro sujeto) y envía una alerta a los vigilantes, por si los protagonistas estuvieran infringiendo alguna ley. En la misma línea, científicos de la Universidad de Portsmouth están trabajando en un sistema que detecte los sonidos sospechosos, como la rotura de un cristal o la alarma de un coche. El sistema es capaz de aprender a escuchar, así que no hace falta tener mucha imaginación para pensar que, en malas manos, puede ser programado para escuchar las conversaciones y monitorizar a aquellos ciudadanos que hablen de asuntos inconvenientes o pronuncien determinadas palabras. Por si el asunto no resultaba suficientemente escalofriante, la empresa Internet Eyes anunciaba hace unos días la puesta en marcha de un sistema que invita a los usuarios a participar desde sus casas en la vigilancia. Sentados cómodamente frente al ordenador, los participantes observan las imágenes tomadas en comercios, bares u oficinas durante las 24 horas del día y avisan a la central si detectan algún comportamiento “sospechoso”. Aquellos que ayuden evitar un delito serán recompensados por las horas de vigilancia y optarán cada mes a un premio de hasta 1.000 libras. Cuando se publicó, hace unos años, que en los alrededores de la antigua casa de George Orwell en Londres había más de treinta cámaras de vigilancia, algunos ciudadanos, como el señor S., apenas le dieron importancia. Tampoco se alarmaron demasiado cuando se supo que las autoridades de Poole Borough habían utilizado las cámaras para vigilar a un matrimonio y sus tres hijos, a los que siguieron durante días para comprobar si realmente vivían cerca de la escuela para la que pedían una plaza. “¿Qué tiene que temer alguien como yo, que nunca ha infringido la ley ni piensa hacerlo?”, pensó entonces el señor S. Como él, algunos confiados ciudadanos del barrio londinense de Croydon acaban de permitir a la policía que coloque cámaras de seguridad dentro de sus casas con el objeto de vigilar las conductas antisociales de los vecinos. De momento, las cámaras están camufladas en las ventanas y vigilan lo que sucede fuera. Que se den la vuelta, y empiecen a mirar hacia dentro, es sólo cuestión de tiempo. Publicado el 23 de noviembre de 2009 en la Guía para perplejos (Libro de Notas) Todos los nombres del “hombre blanco” La primera vez que vieron aparecer a los europeos frente a sus costas muchas tribus sufrieron una fuerte conmoción. En algunas islas de Oceanía, por ejemplo, algunos indígenas confundieron a los primeros visitantes con demonios salidos del mar, criaturas sobrenaturales que aparecían de la noche a la mañana. A muchos kilómetros de allí, en las costas del “Nuevo Mundo”, los indios Pequot utilizaron el inquietante “Alguien viene” para denominar a los hombres llegados del este, mientras que, en el norte, las tribus de esquimales bautizaron a sus visitantes como Shakenataaagmeun, “la gente que viene de debajo del sol”. Sobre los primeros contactos entre indígenas y europeos existe una amplia bibliografía, escrita casi siempre desde el punto de vista de los “conquistadores”. Sobre la visión de los indígenas, sin embargo, apenas ha quedado huella, a excepción de este valioso testimonio que constituye el nombre con el que las tribus bautizaron a los recién llegados. Para muchas de las tribus de América, por ejemplo, el pelo de los españoles fue un factor especialmente llamativo. A los indios Tarahumara, asentados en lo que hoy conocemos como México, les llamó tanto la atención que los bautizaron como Chabochi, “persona con telarañas en el rostro”. En la misma línea, los Kiowas se referían a los blancos como Bcdalpago, que significa “boca peluda” y los Zuñi designaron a los primeros españoles con el término Tsipolokwe, la “gente con bigote”. Los Algonquinos Miamis utilizaron el término Mishkiganasiwug, que en su lengua significa “aquellos con el torso peludo”. En su breve ensayo How the American Indian Named the White Man (Cómo llamaban los indios a los hombres blancos), el antropólogo Alexander F. Chamberlain recoge otras muchas expresiones utilizadas por las tribus para describir a los visitantes. Así, los Upsarokas se referían a los blancos como Mashteeseeree, “ojos amarillos”, mientras los Kiowa usaban la palabra Ganonko, que significa “los que gruñen”. Otro de los aspectos que más impresionaba a los indígenas era el carácter violento y la utilización del metal que hacían los visitantes. Las tribus iroquesas se referían a los holandeses como los Asset-oni, “los que hacen las hachas”, mientras que los Mohawks tenían varios términos para referirse a los blancos que iban desde los “cuchillos grandes” o “la gente de los cuchillos largos”. A la vista de lo sucedido durante los años inmediatamente posteriores a la toma de contacto, con el exterminio de centenares de pueblos que habían vivido pacíficamente durante siglos, tal vez el apelativo más acertado sea el de los indios Ayoreo, que se refirieron desde el principio al hombre blanco como Cohñone, “la gente que hace las cosas sin sentido”. Publicado el 23 de febrero de 2009 en la Guía para perplejos (Libro de notas) La expedición que partió en busca de un espejismo Hay una tierra más allá de los hielos del norte. La idea cobraba fuerza en los albores del siglo XX, cuando decenas de exploradores se adentraban por primera vez en aguas del Ártico y competían por conquistar el territorio polar. Unos y otros traían noticias de unas tierras que podían divisarse de cuando en cuando en el horizonte, al otro lado de los mares helados, y que nadie había pisado. Los propios esquimales, contaba el explorador sir John Richardson tras uno de sus viajes, hablaban de un lugar al que algunos de ellos habían llegado alguna vez en un témpano a la deriva y en la que habían sido recibidos, tras muchas noches de viaje, por otros hombres como ellos. "Se dice que los nativos han visto una tierra al norte en los días claros de primavera", escribía Marcus Taker en 1894. Unos años antes, el capitán John Keenan, perseguía un grupo de ballenas cuando quedó perdido durante días en aguas árticas. Una vez que la niebla se aclaró, relataría más tarde, él y sus hombres vieron claramente una tierra al norte, pero dieron la vuelta y pusieron rumbo al sur. El testimonio definitivo, y el que desató la fiebre por la tierra del norte, fue el que ofreció el legendario explorador Robert Peary, que más tarde se atribuiría haber sido el primero en llegar al Polo Norte. En 1906, durante uno de sus viajes por el Ártico, Peary dijo haber divisado una gran isla en el horizonte, a unas 150 millas al noroeste del cabo Thomas Hubbard, y la bautizó como Tierra de Crocker, en honor del banquero George Crocker, uno de los patrocinadores de su expedición. La noticia puso en marcha una carrera para ser el primero en descubrir la nueva Terra incognita. El Museo de Historia Natural de Nueva York, con ayuda de algunas universidades, reunió una auténtica fortuna para enviar a un grupo de hombres en busca de la Tierra de Crocker. El museo aportó la importante suma de 100.000 dólares para descifrar lo que los periódicos de la época empezaron a llamar el "último problema geográfico del mundo". El elegido para encabezar aquella aventura fue el explorador Donald Baxter MacMillan, un geólogo y aventurero que había viajado con el propio Peary en su aventura hacia el polo. MacMillan sustituía a George Borup, quien debía haber comenzado la misión en 1912 pero se había ahogado en una de sus exploraciones. El geólogo reorganizó los recursos y dispuso todo para partir el día 2 de julio de 1913 a bordo del buque Diana, en dirección a Groenlandia. En su equipo había una combinación de científicos y nativos inuits, conocedores del terreno. A bordo del barco viajaban el botánico y geólogo W. Elmer Ekblaw, el zoólogo Maurice Cole Tanquary, y el médico Harrison J. Hunt, cuya misión era anotar y clasificar cada especie descubierta en las nuevas tierras. "Sus límites y extensión sólo se puede adivinar", aventuraba MacMillan antes de partir en busca de la isla, "pero estoy seguro de que encontraremos animales extraños allí y espero descubrir una nueva raza de hombres". La expedición empezó con mal pie y a las dos semanas, cuando navegaban frente a las costas de Labrador, sobrevino el primer percance. El capitán del barco estrelló el Diana contra las rocas al intentar esquivar un iceberg. La expedición y las provisiones fueron trasladadas a un nuevo buque, el Erik, que alcanzaría el remoto puesto de Etah, en Groenlandia, a mediados de agosto. En aquel lugar pasarían el invierno polar a la espera de que regresara la luz y tras varios intentos fallidos, en marzo de 1914, MacMillan, Green, Ekblaw y siete esquimales partieron hacia su objetivo con 1.500 kilos de provisiones cargados en trineos y casi 2.000 kilómetros de viaje por delante. Después de escalar un gigantesco glaciar y soportar temperaturas de hasta 50 grados bajo cero, y de varios abandonos, la expedición llegó el 21 de abril hasta una llanura desde la que divisaron una gran masa de tierra al noroeste. "Green acababa de salir del iglú cuando regresó corriendo, llamando a la puerta y gritando "¡Lo tenemos!"", escribió MacMillan. "Seguimos a Green hasta uno de los montículos más altos y no cabía ninguna duda. ¡Por todos los santos! ¡Menuda tierra! Colinas, valles y picos nevados se extendían lo menos 120 grados sobre el horizonte". Pero no todos estaban tan contentos. Al preguntarle a Peea-wah-to, uno de los esquimales de la expedición, qué ruta debían seguir para llegar mejor hasta allí, contestó que lo que tenían delante no era otra cosa que "poo-jok" (que en inuit significa niebla). En los siguientes días, caminando trabajosamente por el hielo, a MacMillan le asaltaban las dudas, pero seguía viendo aquella tierra que nunca parecían alcanzar. "A medida que avanzábamos", recordaba, "el paisaje cambiaba gradualmente de apariencia y variaba su extensión con el movimiento del solo; finalmente, por la noche, desaparecía de golpe". Cinco días después y tras recorrer más de 200 kilómetros sobre el peligroso mar de hielo, MacMillan se vio obligado a admitir que allí no había más que un espejismo. "Estábamos persiguiendo un fuego fatuo que se alejaba constantemente", escribió, "siempre cambiante y siempre llamándonos... Mis sueños de los últimos cuatro años eran meros sueños; mis esperanzas habían terminado en una amarga decepción". La Tierra de Crocker, después de todo, no existía. Tanto Peary como los hombres de MacMillan habían sido víctimas de un tipo particular de espejismo conocido como "Fata Morgana", un fenómeno por el que la atmósfera actúa a veces como una lente y distorsiona la forma de un objeto lejano. En los mares más cálidos produce la aparición de objetos flotantes en el cielo, como islas, y a veces barcos que parecen volar, lo que podría estar detrás de la famosa leyenda del "Holandés errante". En el caso de la isla de Crocker, es probable que algún témpano de hielo frente al horizonte produjera el efecto visual de parecer una costa montañosa. "Habríamos apostado nuestras vidas a que era real", escribió MacMillan, pero "nuestra opinión entonces, y ahora, es que se trataba de un espejismo o de un reflejo sobre la placa de hielo". La mala suerte de MacMillan no acabó allí. En los siguientes días regresaron a toda prisa, justo cuando el hielo empezaba a resquebrajarse bajo sus pies. Sus hombres y él vagaron por el Ártico durante dos años más hasta que en 1917 un buque consiguió rescatarlos y llevarlos de vuelta a Estados Unidos. Habían pasado cuatro años de su vida y perdido algunas vidas persiguiendo una ilusión óptica. Pero lo más terrible estaba por conocerse. En 1980 se restauró el diario perdido de la expedición de Robert Peary y se descubrió que el día del supuesto primer avistamiento de la isla, el explorador había dejado una anotación: "No hay tierra a la vista". Algunos historiadores creen que Peary - conocido por otras artimañas y manipulaciones - pudo inventar o exagerar la existencia de la isla y le puso el nombre del banquero George Crocker para conseguir que le financiara sus siguientes expediciones. Publicado en la revista Quo en enero de 2014. La banda que hablaba con los delfines En la famosa persecución de “Con la muerte en los talones”, la de la avioneta fumigadora, Cary Grant tiene un brillo ácido en la mirada. La escena es en sí una especie de alucinación, un sueño que transcurre en silencio en el que una máquina amenazadora cae del cielo sin escapatoria posible. Por aquella época, el actor consumía una dosis diaria de LSD y se había convertido en el apóstol de la nueva droga en el mundillo de Hollywood. “Toda mi vida”, comentaba Grant en aquel año 1959, “he estado vagando en la niebla. Eres un puñado de moléculas hasta que averiguas lo que eres realmente”. El sueño de la avioneta perseguidora pertenece a un tiempo en que la sociedad aceptaba con cierta normalidad las alucinaciones. Comenzaba la década de los 60 y el mundo parecía tan ilusorio como una transparencia de Hitchcock. El Sputnik daba vueltas al planeta con su incansable pitido, la CIA buscaba una droga de la verdad en las selvas tropicales y las dos principales potencias decoraban los desiertos con hongos nucleares. En aquel ambiente se empezó a fraguar un sueño colectivo, el de cambiar la mente humana, que acabó convertido en un “mal viaje”. Si tuviéramos que rodar la extraña película del LSD, arrancaría con un viaje en bicicleta. El 19 de abril de 1943, el doctor Albert Hofmann estaba retomando en su laboratorio de Suiza su investigación sobre una sustancia, la “dietilamida de ácido lisérgico”, que bautizó como LSD-25 y de la que sospechaba que podía actuar como medicamento revitalizante. Después de ingerir una dosis de 0,25 miligramos, Hoffman notó que le costaba hablar de forma inteligible y le pidió a su ayudante que le acompañara a casa. “De camino”, escribe Hofmann, “mi estado empezó a ser preocupante. Todo en mi campo de visión empezó a ondularse y estaba distorsionado como en un espejo curvado”. Durante varias horas, Hofmann pensó que se había vuelto loco y permaneció encerrado en su habitación con sus propios demonios. Hasta que se despertó despejado y fresco. En los siguientes años siguió investigando las características del LSD desde los laboratorios Sandoz y el alucinógeno emprendió su propio camino por universidades y centros de investigación hasta convertirse en la droga fundacional de la contracultura y el movimiento hippie. La siguiente escena se desarrolla a principios de los años 60 en la costa oeste de EEUU. Allí, un joven fornido y amante del deporte se apunta a un programa de investigación de la universidad de Stanford, patrocinado por el gobierno, donde ofrecen LSD y otros alucinógenos a voluntarios para estudiar sus efectos. Aquel joven, llamado Ken Kesey, usaría la experiencia para escribir su famoso libro “Alguien voló sobre el nido del cuco” y se convertiría en uno de los símbolos del movimiento lisérgico. En el año 2011, para su documental “Magic Trip”, el cineasta Alex Gibney recuperó las grabaciones originales de aquel primer “viaje” de Kesey en las que el escritor va describiendo sus sensaciones. “Esa luz en lo alto de la habitación”, musita delante del micrófono, “es como un gran ojo. Y los nervios ópticos se están extendiendo por las paredes”. Durante varios minutos describe “imágenes de un color salvaje”, visiones de “testículos machacados” y la grabadora se convierte en un sapo agazapado listo para saltar. “Cuando salí de allí”, contó Kesey, “fue como descubrir un agujero que llega al centro de la Tierra y está lleno de joyas. Y quieres que la gente baje y lo disfrute”. Aquella necesidad de compartir la experiencia llevó a Kesey a convertirse en los años siguientes en el capitán del LSD, al frente de su autobús ocupado por un grupo de majaras autodenominados los “Alegres Bromistas” (Merry Pranksters). La peripecia, el viaje de costa a costa de aquel autobús de colores en el que todo el mundo experimentaba con el ácido, está fantásticamente descrita por Tom Wolfe en su libro “Ponche de ácido lisérgico”. Una noche, días después de celebrar una macrofiesta con los Ángeles del Infierno, los Bromistas se tumban en el suelo y tratan de conectar con los extraterrestres. “Kesey tomó unos 1.500 microgramos”, describe Wolfe, “y otros bromistas tomaron dosis menores, y se echaron todos en el suelo y empezaron a poner en práctica la Radio Humanoide: balbuceos, ecolalia, aullidos, toda suerte de expresiones no verbales…; a hablar, por así decir, “en Lenguas”. La idea era dar con la frecuencia o el modo que les permitiera comunicarse con seres de otros planetas, de otras galaxias…”. En el otro extremo del país, en la costa este, el otro protagonista de nuestra historia tenía un punto de partida académico, más intelectual. El profesor de la Universidad de Harvard, Timothy Leary, comenzó a experimentar los efectos de los hongos alucinógenos y el LSD con los alumnos y terminó tratando de conseguir cambiar el mundo invitando a probar el ácido a las élites. Él, y sus amigos Aldous Huxley y Allen Gingsberg, también creían que el LSD podía cambiar la mente humana. “El contraste es lo que dispara la risa, el terror”, escribe Leary en su autobiografía, “Flashbacks”. “Descubrimos de sopetón que durante largos años hemos estado programados, que todo lo que aceptamos como realidad es solo una invención social”. Al final de sus días, su trayectoria vital fue aún más loca que la de Kesey: se presentó a unas elecciones contra Ronald Reagan, fue expulsado de la universidad, encarcelado y acabó exiliado con los “Panteras negras” en Argelia después de que los miembros de la “Weather Underground” le ayudaran a escapar de la cárcel. La nueva generación parecía querer traspasar los límites de lo que su cerebro había establecido como verdad. Como en una novela de Philip K. Dick, se consideraban atrapados en una alucinación colectiva de la que solo se salía abriendo las puertas que abren los alucinógenos. “En los dominios de la mente”, escribía el neurocientífico John Lilly, otro de los colegas de Leary, “lo que uno cree que es verdad, o es verdad o se convierte en verdad dentro de ciertos límites. Esos límites deben ser encontrados”. A principios de los 60 la investigación de Lilly se centró en la creación de unos tanques de privación sensorial. En su interior, sumergido en agua y sin ningún estímulo externo, Lilly comprobó que el cerebro recreaba toda una serie de experiencias alucinatorias. Después empezó a probar a encerrarse con LSD o ketamina, y más adelante acompañado de delfines, con quienes pasó años intentando establecer algún tipo de comunicación. Pero el tiempo del desenfreno y las mentes sumergidas en úteros lechosos llegó a su fin. Alrededor de 1970, ante la proliferación del consumo de LSD en el movimiento hippie, y la publicación de falsas noticias sobre jóvenes que se quedaban ciegos mirando al sol, el consumo y experimentación con alucinógenos quedó prohibido en EEUU. Seis años antes, y ante la presión social, Sandoz había dejado de fabricar la sustancia. Los profetas del LSD como Timothy Leary dejaron unas cuantas víctimas por el camino. “Una generación de inválidos de por vida”, escribiría después Hunter S. Thompson, los que se tomaron en serio el cuento del ácido y se tragaron la falacia de que “alguien, o al menos alguna fuerza, estaba cuidando la luz al final del túnel”. En ese mismo período, la CIA había administrado alucinógenos a miles de personas sin su consentimiento; a presos, soldados, a poblaciones enteras e incluso a sus propios agentes, en la siniestra operación MKULTRA que acabó en escándalo nacional. Su búsqueda de la verdad, o mejor dicho, del “suero de la verdad”, tampoco tuvo éxito. La prohibición del LSD fue el fin de una alucinación colectiva, pero ahora sabemos que también supuso el parón de muchas investigaciones prometedoras. Mientras Leary y los filósofos del ácido se dedicaban a la revolución mental, algunos científicos hacían su trabajo. En 1953, un grupo de psiquiatras canadienses había comenzado a investigar el uso de LSD en el tratamiento del alcoholismo y obtuvieron buenos resultados. La investigadora Erika Dyck ha publicado recientemente una recopilación de aquellas investigaciones y demuestra que el tabú social sepultó estos trabajos injustamente en el cajón de la ciencia lisérgica. Hacia 1960, el grupo canadiense había tratado a unos 2.000 pacientes alcohólicos y buena parte de ellos había dejado su adicción al alcohol con una sola dosis. Se calcula que para entonces se habían publicado más de mil estudios científicos sobre las sustancias alucinógenas con resultados prometedores en unos 40.000 pacientes. Aquellas investigaciones también contribuyeron a comprender que las enfermedades mentales se debían a un desequilibrio químico en el cerebro y a dejar de buscar la explicación en traumas freudianos e infantiles. El mecanismo molecular de estas drogas activa vías similares a las que intervienen en la psicosis o la esquizofrenia, lo que codujo a un nuevo enfoque en su tratamiento. A partir de los años 90, el miedo a lo lisérgico empezó a remitir y algunos científicos se adentraron en el peliagudo terreno de la experimentación, aunque hasta 2008 no se permitió en EEUU. Hoy se están empleando sustancias alucinógenas para eliminar la angustia de manera significativa en pacientes con cáncer terminal y se reconoce su potencial para aliviar los síntomas de algunas enfermedades psiquiátricas. Un reciente estudio publicado en PLOS ONE, realizado con una muestra de 130.000 sujetos en EEUU, indica que el LSD, la psilocibina y la mescalina, además de no ser adictivos, no han provocado daños en el cerebro de sus consumidores durante largos periodos de consumo. Lo que sí está probado es que estas drogas precipitan la aparición de esquizofrenia o psicosis en personas predispuestas a sufrir estas alteraciones mentales, lo que las convierte en una amenaza universal, pues nadie sabe en qué medida está expuesto a estos males ni hay manera, de momento, de predecirlo. Lo más interesante, quizá, es que hoy conocemos mejor el mecanismo que llevó al LSD y otros alucinógenos a convertirse en los grandes moduladores de la conciencia de la “era de Acuario”. El ácido del doctor Hofmann, el viejo elixir del cornezuelo del centeno, contiene una de esas moléculas que juegan a engañar al sistema nervioso. Estas moléculas se parecen tanto a la serotonina que encajan perfectamente en los receptores que el cerebro tiene para este neurotransmisor. Y la serotonina juega un papel fundamental en aspectos como la percepción, la emoción, el apetito o el sueño, de modo que el efecto de la droga, en función de la dosis, es global e impactante. Pero lo que convierte a estas sustancias en la llave de “las puertas de la percepción” es su capacidad para alterar la conexión entre las regiones cerebrales donde se reciben los estímulos (la vista, el oído o el tacto) y aquellas en las que se interpretan. Cuando las neuronas de los sistemas sensoriales dejan de interpretar correctamente lo que se recibe del exterior, el cerebro “desconecta” de la realidad y el individuo cree experimentar la visión de nuevas dimensiones o realidades. Una combinación de moléculas haciendo su propia revolución mental en el cerebro. La receta perfecta para hablar con los delfines o mirar al centro de la Tierra por un agujero de colores. Publicado en la revista Jot Down, otoño de 2013 El meteorólogo que salvó el Apolo 11 En la madrugada del 22 de julio de 1969 el mundo respiraba aliviado tras las 24 horas más intensas del siglo XX. Los astronautas de la misión Apolo 11, Michael Collins, "Buzz" Aldrin y Neil Armstrong, acababan de abandonar la Luna y se dirigían de regreso a la Tierra tras una de las mayores hazañas de la humanidad, pisar la superficie de nuestro satélite y transmitirlo en directo por la televisión a todo el planeta. Pero en esta aparente calma, alguien en la Tierra estaba viviendo una pesadilla. En un pequeño despacho de la base aérea de Hickam, en Hawái, el capitán Hank Brandli - del Servicio Meteorológico de Defensa - tenía un terrible secreto que no podía comunicar a la NASA. A 72 horas del amerizaje del Apolo 11, Brandli había recopilado las imágenes de un programa secreto de satélites y había descubierto un hecho terrible: sobre el lugar exacto del océano Pacífico en el que tenían previsto aterrizar los astronautas se estaba formando una gigantesca tormenta tropical, lo que en la jerga se conocía casualmente como un "águila gritando" (screaming eagle). Brandli trabajaba en la base como meteorólogo, siguiendo las informaciones que enviaba uno de los programas de satélites secretos de Defensa conocido como 417. En aquellos años, y con la excusa de estudiar el medioambiente, un grupo de satélites del programa Corona fotografiaban instalaciones secretas de los soviéticos y lanzaban después los carretes de fotos (sí, carretes) en paracaídas sobre el océano, que eran recogidos en el aire por unos aviones especiales. A su vez, los satélites del programa 417 analizaban las nubes para encontrar los momentos en que los Corona podían fotografiar el suelo enemigo. Mientras se recopilaba esta información tan valiosa en la guerra fría, algunos técnicos como Brandli habían descubierto que las imágenes desde el espacio les servían para hacer predicciones meteorológicas con gran precisión en áreas muy concretas. Y aquel mes de julio de 1969, las señales sobre el Pacífico eran inequívocas. "La situación era absurda", recordó Brandli en una entrevista de 2004. "Tenía todas aquellas fotos secretas de una terrible tormenta tropical a una altura de 15.000 metros, formándose exactamente sobre el lugar en que los astronautas del Apolo 11 tenían previsto descender. La tormenta habría desgarrado el paracaídas de la cápsula y lo habría hecho trizas, se habrían estrellado en el océano con tal fuerza que habrían muerto al instante. Yo era la única persona que lo sabía, porque el programa y la tecnología eran estrictamente clasificados, y no podía avisar a la NASA". Mientras tanto, el portaaviones USS Hornet y su escuadrilla se dirigían con sus miles de hombres hacia la zona donde estaba prevista la reentrada de la cápsula del Apolo 11. Por una de esas extrañas casualidades, el capitán Willard (Sam) Houston acababa de aterrizar en Hawái solo dos días antes del lanzamiento del Apolo para asumir el control del servicio meteorológico de la flota. Y lo que es más importante, el capitán Houston - que venía trasladado desde la base de Rota- era el único que había trabajado con la Marina y conocía el programa secreto de satélites Corona, así que ya tenía en su cabeza la idea de comprobar bien los datos del lugar de aterrizaje por una doble fuente. "El programa de satélites espía de la Fuerza Aérea se mantenía en secreto para el resto de ramas de la administración", explicaría Houston años después. "Estábamos en la guerra fría y aquella tecnología se ocultaba celosamente. Yo sabía que el satélite orbitaba por la zona del amerizaje y quería más información". Lo cierto es que Brandli citó al capitán para darle un mensaje muy importante y cuando Houston apareció por su oficina, prácticamente lo arrastró hacia dentro de la habitación, según sus propias palabras. "Las imágenes clasificadas mostraban signos de una tormenta tropical sobre el lugar de aterrizaje y debido a la cadena de mando, Brandli estaba bloqueado y no podía contárselo a nadie", recordó Houston. "Yo había llegado justo a tiempo". Pero el asunto no estaba aún solucionado ni muchísimo menos. Ahora era el capitán Houston el que debía dirigirse al almirante Donald C. Davis, comandante de la Fuerza Operativa 130 a cargo de la recogida de los tripulantes del Apolo 11, y convencerle de que cambiara de rumbo. Y debía hacerlo sin explicarle por qué, puesto que no podía revelar la información sobre los satélites secretos. "Houston tenía que convencer al almirante Davis sin las fotos, que procedían de un satélite que se suponía que no existía" recuerda Brandli. "No le podía decir cómo sabía lo que sabía". Y el almirante debía variar el rumbo sin esperar a la confirmación oficial de la orden, o de otra manera no llegarían a tiempo. La respuesta del almirante después de la visita de Houston fue lacónica: "Ahora tendrá usted que convencer a Washington", le dijo y antes de ordenar que la flota se dirigiera a un nuevo destino añadió: "Más vale que tenga usted razón". A pocas horas del aterrizaje de los astronautas se puso en marcha una cadena en la que el papel de héroe estuvo muy repartido. Si estaban equivocados, el almirante Davis podía decir adiós a su carrera, y lo mismo podía decirse de Houston quien movilizó a todos sus contactos en el programa Corona para que hablaran al máximo nivel con la NASA e hicieran de aquello una emergencia nacional. El resultado fue algo que muy poca gente conoce porque no se hizo público hasta que en 1995 el presidente Bill Clinton desclasificó los papeles del programa Corona: a pocas horas de su reentrada en la atmósfera, la NASA cambió el lugar de aterrizaje del Apolo 11 y envió a los astronautas a una zona a unos 350 kilómetros al noreste del lugar original. Como bien resume la periodista militar Barbara Honegger, el 24 de julio de 1969 el capitán Houston vio por televisión desde su casa en Pearl Harbor cómo la cápsula con los tres astronautas del Apolo 11 regresaba de la Luna y aterrizaba a salvo sobre las aguas calmadas del Pacífico. Aquel día, y es algo que Brandli y Houston no supieron hasta después, la Marina envió al punto de aterrizaje original un par de cazas para comprobar que efectivamente había una violenta tormenta. Y así fue, porque al capitán Houston le pusieron una medalla de la Marina una vez desclasificados los documentos, 25 años después. "Su sobresaliente capacidad para la predicción meteorológica”, decía el reconocimiento, “fue fundamental para evitar lo que pudo haber sido una enorme tragedia y un durísimo revés para el programa de vuelos a la Luna de este país". Hace unos meses, la nieta del capitán Houston - la investigadora de la Universidad de Cambridge Katie Mack - anunció en un artículo en un foro de internet que su abuelo había muerto a los 88 años. Antes de que muriera, ella le había visitado en el hospital para comunicarle que había presentado una solicitud para ser astronauta de la NASA. "Aún no sé si seré seleccionada", explica, "aunque hace como un mes pasé el primer corte. Todavía albergo el deseo de que él se sienta orgulloso". "Vaya o no vaya yo al espacio", concluye, "espero que nosotros, como nación y como especie humana, no abandonemos la exploración espacial más allá de la órbita baja de la Tierra... Espero que recordemos el valor real de ir allí y la manera en que puede cambiar nuestra perspectiva y hacernos, fundamentalmente, más grandes". * Fuentes: Saving Apollo 11 (Calhoun, Barbara Honegger) | The Rescue of Apollo 11 (Noel A. McCormack, Center for the Study of National Reconnaissance) | Moon Men Return: USS Hornet and the Recovery of the Apollo 11 Astronauts (Scott Carmichael). Publicado en Fogonazos el 4 de noviembre de 2013. En busca de las bacterias perdidas Hasta esta aldea yanomami, en el alto Orinoco, se tarda varios días en llegar, en avioneta, en canoa y atravesando la jungla. Estamos en las profundidades de la selva amazónica ante un grupo de indígenas "no contactados" a los que un traductor intenta explicar por qué han viajado hasta aquí. Estos hombres vienen a coger muestras de vuestra piel, vuestra boca y de vuestra caca, les dice. A los yanomamis les da la risa y se preguntan si esta gente ha viajado tan lejos solo para eso. La escena se produjo en el año 2009 en el corazón del Amazonas y el equipo de María Domínguez-Bello, investigadora de la Universidad de Nueva York, está empezando a obtener los primeros resultados. Han viajado a otras aldeas de la selva con carteles explicativos en los que intentan mostrar visualmente a los indígenas qué son las bacterias y por qué son tan importantes para nuestra salud. Su trabajo, y el de otros científicos, se centra en descifrar el llamado microbioma, la comunidad de microorganismos que viven en el interior de nuestro cuerpo y sin los cuales no podríamos vivir. De hecho, todo parece indicar que el equilibrio de este superorganismo - que supera en una proporción de 10 a 1 a nuestras células - es fundamental para no enfermar. Pero a Domínguez-Bello lo que le interesa es conocer qué bacterias tienen estos pueblos que viven aislados y en qué se diferencian de las nuestras. Para ello también ha tomado muestras en grandes ciudades de EEUU y lugares intermedios como Quito, en Ecuador, y Manaos, en Brasil. "Investigamos si existe alguna razón microbiana para el auge de algunas enfermedades autoinmunes y males como el asma, la obesidad o la enfermedad de Crohn", asegura. Sospechan que la introducción de nuevas dietas y, sobre todo, el consumo masivo de antibióticos, pueden haber cambiado radicalmente esta flora. "Creemos que algo está mal en el sistema inmune de la gente moderna", insiste, y puede que la causa esté en la pérdida de algunas de las bacterias con las que coevolucionamos. La comparación entre las bacterias de los urbanitas y las de los indios amazónicos, cuyos intestinos no han sido expuestos a los medicamentos, ofrece una pista sobre el microbioma que tuvimos en el pasado. "Según nuestros resultados", explica Domínguez-Bello a Quo, "hemos perdido aproximadamente un 50% de la diversidad de bacterias y tenemos una microbiota muy diferente". El español José Clemente investiga en el hospital Monte Sinaí de Nueva York y colabora en el análisis del genoma de estas bacterias. "Cuando caracterizamos el microbioma intestinal de personas en los Estados Unidos”, asegura, “podemos identificar aproximadamente un 95% de las bacterias presentes, pero en las muestras de poblaciones amerindias encontramos casi un 15% de bacterias que no han sido previamente observadas en humanos”. Este desequilibrio en la variedad bacteriana se produce sobre todo al intestino y la piel, y mucho menos en la boca, posiblemente porque los indios mastican hierbas bactericidas. Pero la diferencia más importante está en el tipo de bacterias dominantes: en los intestinos de los indios son las prevotelas (especializadas en el metabolismo de carbohidratos y vitaminas) mientras que en los habitantes de las ciudades son bacteroides (especializadas en el procesamiento de proteínas y grasas). Una muestra de que lo que comemos configura nuestra fauna microscópica. Esta diferencia entre prevotelas y bacteroides también se ha observado en el registro prehistórico. El equipo de Rob Knight, de la Universidad de Colorado, no busca las bacterias perdidas en la selva sino en las poblaciones que vivieron en el pasado. En un trabajo reciente analizaron los coprolitos (heces fosilizadas) encontrados en varios cuevas y yacimientos arqueológicos de entre 3.000 y 10.000 años de antigüedad y vieron que el microbioma de los antiguos humanos se parecía más al de los niños de una aldea africana que al de un ciudadano medio estadounidense. De hecho, sus bacterias también se parecían a las encontradas en el cuerpo del famoso Ötzi, la momia que permaneció congelada bajo el hielo de los Alpes durante más de 3.000 años, y a las de un soldado muerto en 1918 y recuperado bajo el hielo de un glaciar. "Lo que estamos viendo”, nos cuenta Jessica Metcalf, coautora de la investigación, “es que la dieta occidental, las prácticas de higiene y el uso de antibióticos pueden haber cambiado recientemente el microbioma de nuestros intestinos”. Esto no quiere decir que las bacterias primitivas sean mejores para nuestra salud. Basta observar la esperanza de vida de las comunidades indígenas para comprender que es una conclusión equivocada. Lo que se preguntan los científicos es si en la lucha contra los patógenos hemos provocado algún desequilibrio en la flora bacteriana. "Los antibióticos son como bombas atómicas que acaban con la infección pero matan también a las bacterias buenas", asegura Domínguez-Bello. La idea es hallar un tipo de bacteria cuyo papel pudo ser vital en otro tiempo y que hemos perdido por el camino. "Una posibilidad que yo no descarto", explica, "es rescatar una bacteria primitiva y ponerla en los congeladores para cuando tengamos los medios técnicos para recuperar la diversidad perdida". El ritmo con el que desaparecen las comunidades indígenas o se integran al estilo de vida occidental, hace que esta carrera sea contrarreloj. "Desaparecen antes de que consigamos entender la ecología de nuestros microbioma", concluye Domínguez-Bello. "Llegará un momento en que entenderemos muy bien lo que hemos perdido, pero entonces ya no va a haber de dónde sacarlo". Publicado en la revista Quo en noviembre de 2013 Hay gente en el túnel A 850 metros bajo la vertical del monte Tobazo, en las entrañas de los Pirineos, el aire es húmedo y está algo enrarecido. A nuestro alrededor, y sobre nuestras cabezas, varios millones de toneladas de roca nos separan de la superficie. “Vivimos rodeados de materia oscura”, asegura Alessandro Bettini, director Laboratorio Subterráneo de Canfranc (LSC), “y aquí es donde mejor se puede detectar”. Para acceder hasta aquí hemos tenido que adentrarnos en el viejo túnel ferroviario, construido en los años 20 y abandonado posteriormente durante décadas. Este túnel es tan estrecho que apenas cabe un coche y si te cruzas con otro grupo de científicos debes dar marcha atrás hasta uno de los pocos huecos que hay en sus casi 8 kilómetros de longitud. “Hay fenómenos naturales que son extremadamente raros”, nos explica Bettini, “y para observarlos tenemos que penetrar en el silencio y oscuridad que hay bajo tierra”. Por eso se adentraron aquí los físicos hace 25 años y por eso han construido el nuevo laboratorio en las profundidades de la montaña. Las rocas protegen a los equipos de la radiación cósmica y eliminan interferencias para detectar las señales que buscan. “Es como si tratas de escuchar a alguien en mitad de un estadio lleno de gente”, explica el director del laboratorio. “Necesitas silencio para escuchar”. De vez en cuando, este “silencio” es perturbado por una de estas pequeñas partículas al colisionar con el núcleo de un átomo y generar un poco de energía en forma de luz o calor que los científicos pueden detectar. En busca de lo invisible Las primeras pruebas en el interior de la montaña se remontan a la década de los 80. La mañana del 19 de enero de 1985, un grupo de seis personas, encabezado por el físico Ángel Morales, se acercaron hasta este lugar y, ante la mirada atónita de los lugareños, penetraron en el túnel provistos de linternas. Buscaban un lugar que actuara como escudo para sus mediciones, y las tripas de la montaña parecían el lugar perfecto. Más de dos décadas después, y gracias al éxito de aquellos primeros experimentos, un consorcio formado por el Ministerio de Ciencia, el Gobierno de Aragón y la Universidad de Zaragoza ha construido un nuevo y flamante laboratorio que será una referencia mundial en este tipo de investigaciones. El laboratorio continúa las dos líneas de investigación que se han seguido desde el principio: la búsqueda de materia oscura y los neutrinos. La primera es una predicción teórica de los físicos y astrónomos, que llevan décadas advirtiendo que algo no cuadra en sus observaciones del Universo. “Observando cómo se mueven las galaxias”, apunta Alfonso Ortiz de Solórzano, que lleva 20 años al frente del área técnica del laboratorio, “los científicos se han dado cuenta de que la cosa no cuadra y que falta un 90% de la masa que debería haber, según la física que sabemos”. El segundo objetivo es la búsqueda de neutrinos, una partícula subatómica casi imposible de detectar debido a su escasísima masa y que “llueve” de forma constante sobre la Tierra en un viaje desde el Sol o las supernovas. “En un centímetro cuadrado”, explica Bettini tocándose la mano, “hay unos 60 millones de neutrinos atravesándote cada segundo, pero nadie los ve porque son como fantasmas”. Su naturaleza puede darnos muchas pistas para entender de qué está hecha la materia a nivel cósmico y cuántico. Los experimentos que se llevan a cabo en el LSC tienen nombres tan enigmáticos como ANAIS o ROSEBUD, y aprovechan la cobertura de la roca para detectar las señales. El laboratorio tiene aprobados ocho experimentos y es uno de los candidatos europeos a albergar el proyecto LAGUNA, un gigantesco observatorio de neutrinos bajo tierra. La comunidad científica espera, además, que confirme experimentalmente el hallazgo de una pista concluyente de la materia oscura hace dos años en el laboratorio italiano de Gran Sasso. Los comienzos El laboratorio recién estrenado espera ahora llenarse de experimentos. En el centro de la sala principal hay una piscina vacía que en su día albergará las casetas con las pruebas. Al otro lado de las paredes se escucha el rumor del agua que corre por el interior de la montaña. En un lugar privilegiado, los científicos han colocado una placa en reconocimiento al físico Ángel Morales, la persona que comenzó la aventura en el túnel y que murió en 2003 sin llegar a ver las nuevas instalaciones. “Morales era una persona muy tenaz”, recuerda en conversación telefónica el catedrático de Física José Ángel Villar, que estaba en aquel grupo pionero, “con su mentalidad nos arrastraba a todos en esta aventura y fue el que planteó usar el túnel”. “Realmente es el impulsor de todo esto”, nos cuenta Ortiz, “sin él esto sería impensable”. Cuando Morales y su equipo penetraron en el túnel, llevaba quince años abandonado y solo se aventuraba en su interior algún valiente o algún contrabandista de tabaco. En el año 1970, un accidente de tren en el lado francés había decidido a las autoridades francesas a suspender el tráfico ferroviario, pero las vías permanecían intactas y los físicos decidieron aprovecharlas. “Llegábamos con una furgoneta 4L y le teníamos que poner unas ruedas de tren, con la solución que habíamos ideado con unas llantas y unas pletinas soldadas, que ajustaban la 4L a la anchura de la vía”, recuerda Villar. “Entrábamos marcha adelante, salíamos marcha atrás, y ningún problema”, dice Ortiz. La furgoneta "atómica" Los trabajos de aquellos años en el túnel están sembrados de anécdotas, pero tal vez la mejor sea el malentendido de los lugareños al ver aquellos científicos que entraban y salían de la montaña. “En la furgoneta que traíamos de Zaragoza ponía “Laboratorio de Física Atómica y Nuclear”, que era como nos llamábamos”, explica Ortiz, “y la gente del pueblo se mosqueaba porque nos metíamos en un túnel con aquello… y hasta hubo una “manifestación” para pedir explicaciones”. “El maestro con sus alumnos nos esperaron a la boca del túnel casi haciendo una sentada”, precisa Villar, “para que les explicáramos lo que hacíamos allí”. Por no hablar de los titulares sensacionalistas en la prensa local de la época, en los que se denunciaba la experimentación "nuclear" en el túnel. Durante más de diez años, aquella furgoneta 4L y los pequeños laboratorios que fueron construyendo a lo largo de las paredes del túnel sirvieron para hacer decenas de investigaciones pioneras. “Pasaron más de cien investigadores de muchas nacionalidades”, recuerda Villar, “hubo muchas tesis doctorales y resultados científicos que en su momento estuvieron entre los mejores a nivel mundial”. Y gracias a aquel esfuerzo, vinieron los frutos posteriores. “De vez en cuando”, recuerda Villar de aquellos días, “se te ponía el corazón en un puño cuando estabas en la más absoluta oscuridad y de repente escuchabas golpes en la puerta. Se te salía el corazón por la boca”. ¿Quién llamaba a la puerta? “Era gente que atravesaba el túnel de vez en cuando, y llamaba por curiosidad a ver qué hacíamos allí”, responde. Cómo iban a imaginar que aquellos físicos, en mitad de un túnel abandonado, estaban escrutando el Universo. Publicado el 7 de febrero de 2011 en lainformacion.com. Los buzos astronautas A 90 metros de profundidad la realidad es verde y lechosa. Manuel permanece anclado a la pared del buque, limpiando la costra de moluscos y algas que se ha acumulado en el casco durante los últimos 70 años. Lleva un traje blanco y está unido a la campana de inmersión mediante un cordón umbilical que le suministra oxígeno y por el que recibe las instrucciones de la superficie. Si no fuera por las burbujas, alguien podría confundirlo con un astronauta que trabaja sobre la cubierta de su nave espacial. Pero lo que tiene delante no es una nave sino un petrolero hundido durante la guerra civil frente a las costas de Castellón. Manuel Ruiz es coordinador de buceo y a sus 52 años, asegura, "ha hecho de todo bajo el agua". El parecido con un astronauta no está solo en el cordón que le une a la nave nodriza, sino en la forma de trabajar. Es uno de los pocos buzos en España que trabaja en "saturación", es decir, aclimata su cuerpo a determinada profundidad y vive en esa atmósfera durante el tiempo que dura el trabajo. En total, él y sus compañeros pueden permanecer 28 días sometidos a una presión de entre 8 y 10 atmósferas en el interior de una cápsula de apenas tres metros. De la campana a la cápsula y vuelta al fondo del mar. Si fuera un viaje espacial de verdad, en ese tiempo podrían ir y volver cuatro veces a la Luna. Cuando la misión es a menos profundidad, los equipos bajan en el día, realizan la tarea y ascienden lentamente hasta la superficie para evitar las burbujas de nitrógeno. Pero este buque está hundido a 90 metros y hay mucho trabajo que hacer; con el método tradicional perderían la jornada bajando y volviendo a subir a la superficie. "En lugar de descomprimir cada vez que vas a trabajar", explica José Prat, ingeniero naval de Ardentia Marine, "la saturación te permite una jornada ahí abajo hasta cinco horas al día, pero eso sí, ellos bajan una vez y se quedan con la misma presión los 24 o 25 días que estén". Para trabajar con este método hacen falta varios elementos: el primero es una campana seca que les baje hasta el lugar de trabajo. Una vez adaptados los gases y la presión a esa profundidad, el buceador ya no puede salir de allí repentinamente, pues la sangre se le llenaría de burbujas y sería como sacar a un pez fuera del agua. En lugar de eso, se le asciende en esa campana estanca y se le pasa a un "complejo de saturación" a bordo de un buque, un cilindro metálico donde descansan los cuatro buzos que caben en el complejo, que se turnan para bajar a trabajar de dos en dos. El buque que Manuel tiene delante es el petrolero británica "Woodford", un gigante de 130 metros de eslora que permanece tumbado de costado en el fondo del mar frente a las costas de Castellón desde 1937. El 1 de septiembre de aquel año, el submarino italiano Diaspro lo hundió con dos impactos de torpedo cuando se aproximaba a la costa para asegurarse de que su carga no llegaba a puerto. Los torpedos impactaron en los tanques 5 y 6 por su costado de estribor y, según crónicas de la época, en el hundimiento solo falleció el segundo maquinista. El resto de la tripulación (32 hombres) se puso a salvo y los botes salvavidas quedaron manchados de fuel por el vertido mientras el barco se iba al fondo del mar. Y allí habría quedado olvidado si no llega a ser porque el resto del fuel empezó a emerger hace unos años a la superficie. "El petrolero tenía el casco remachado", explica Prat, "y empezaba a perder fuel por los remaches. Los pescadores de la zona avisaron del olor a combustible y el vertido se detectó por el satélite". El barco se encuentra a 15 millas náuticas del Parque Natural de las Islas Columbretes, por lo que las autoridades, a través de Salvamento Marítimo, pusieron en marcha una operación para extraer los hidrocarburos y sellar las fugas del casco. La preparación duró meses y en el trabajo participó el buque Clara Campoamor y un equipo de diez buzos especialistas que se fueron turnando, durante el mes de septiembre de 2012, para realizar las tareas. La mayoría permanecieron aclimatados durante periodos de más de 20 días. *** "A veces sí tienes sensación de estar en la nada, sobre todo por la noche", explica Francisco Mateo, de 32 años, otro de los buzos que participó en la operación. "Se nos hizo de noche varias veces, estabas colgado ahí abajo y perdías de vista la campana, el umbilical y te encontrabas en medio de la nada, como si no supieras dónde ir". "Bajábamos de dos en dos y nos turnábamos para trabajar", relata Jacobo Sánchez, de 40 años, con experiencia en el ejército como buceador de combate. "Lo más peligroso es cuando la campana se acopla y se desacopla", recuerda. "Nos pilló un temporal de cuatro días y hubo que parar". La seguridad de la operación fue meticulosamente estudiada y los buzos sometidos a una serie de pruebas psicológicas para conocer su resistencia a condiciones de estrés. Manuel Salvador, jefe de la unidad de Medicina Hiperbárica del Hospital General de Castellón, fue uno de los médicos que supervisó la salud de los buzos. "La psicóloga que les sometió a las pruebas se quedó impresionada", recuerda. "Les hicimos responder en un ambiente de mucho ruido y distracciones, y no perdían la concentración ni un momento. Su capacidad para resistir cualquier imprevisto es excepcional, son capaces de pasar el día en una cápsula con mucho frío y mojados, en un habitáculo en el que a duras penas pueden estirar los brazos". Durante un momento de la misión se averió uno de los ventiladores del complejo y el ruido era infernal. "Estuvieron sometidos a un ruido estridente hasta que lo arreglaron", recuerda Salvador. "Les dimos protecciones acústicas, pero no dejaron su trabajo". Su capacidad de concentración es fundamental, entre otras cosas porque deben revisar continuamente los controles que les dan soporte vital. "De ello depende su vida y la de sus compañeros", insiste el médico. "Al entrar en la campana seca deben revisar unos 70 indicadores y después de ponerse el equipo y el casco los vuelven a revisar". En el interior del complejo de saturación toda la seguridad está duplicada. Por la noche los cuatro buzos están en su interior, en cuatro estrechas literas adosadas en los laterales del cilindro. Si se descomprimiera el módulo de descanso, hay otro módulo estanco, que es donde se duchan y tienen el retrete, en el que podrían refugiarse. "Hay que tener mucho cuidado con las bacterias", explica Jacobo Sánchez. "Si el agua sube de ese nivel podemos coger infecciones, son muy frecuentes las otitis". Hay filtros para extraer el CO2 y para recoger la humedad que se genera en el interior. Solo la respiración genera unos 30 litros de agua por condensación cada día. La comida se la pasan por un dispositivo especial para impedir la descompresión, y los cocineros utilizan alimentos muy energéticos y de digestión ligera, por la pesadez y los posibles problemas de convivencia. Para amenizar las horas en el interior del complejo - en especial los cuatro últimos días en que solo pueden descansar mientras la cabina de descomprime muy poco a poco - el complejo disponía de conexión inalámbrica a internet, pero el trabajo era tan cansado que apenas lo usaron para hablar con la familia. Demasiado agotados como para ver una película o jugar a un videojuego. En otro módulo a bordo del barco se controlan todos los parámetros del interior de la campana y el complejo, y se vigila la situación de los buzos a través de los monitores. Hay decenas de botones e indicadores que sirven para vigilar su actividad mientras descansan o mientras están ahí abajo, colocando una de las válvulas sobre el casco del petrolero. Los buceadores tienen comunicación con la superficie en todo momento, aunque suelen hablar poco. De entre todos los botones hay uno que llama especialmente la atención: una especie de traductor que se utiliza para modular la voz de los buzos. "Están respirando una atmósfera de un 94% de helio y un 6% oxígeno", señala José Prat, "así que hablan como los pitufos". El efecto es tal, que muchas veces ellos mismos no pueden contener la risa. "El día que sales", explica Manuel, "te ríes mucho porque el primero que se desliza fuera, está en la puerta y ya le ha cambiado la voz. Pero tú estás dentro y estás todavía hablando en plan "guaguagua" [con voz de pito]". El motivo por el que respiran un 90% de helio es que hay que eliminar el nitrógeno de la mezcla. A mayor presión, este gas actúa como un narcótico y pondría en peligro la vida de los submarinistas. No solo están viviendo con otra presión atmosférica sino que respiran otra mezcla de gas, lo más parecido a caminar por otro planeta. *** "Hasta que no llegas abajo no sabes tampoco cómo vas a reaccionar", asegura Manuel Ruiz. "Te cambia el esquema de trabajo. Cuando haces un trabajo normal de buceo buscas economizar tiempo y sacar un rendimiento. Allí abajo es diferente, allí no puedes ir lanzado. Si tienes que hacer un barreno, cuando estás a 85 metros necesitas soportes para sujetarte, colocarlo en una pared vertical, llevar un andamiaje... y cada vez que lo haces estás tú solo. Así que no puedes tener prisa, tienes que hacerlo bien. Si lo haces perfecto, si no, el siguiente avanza sobre el trabajo que tú has hecho". La misión de los submarinistas contratados por Salvamento Marítimo consistió en vaciar los 18 tanques del petrolero y para ello utilizaron una técnica conocida como "Hot tap". "Se hace un agujero en la chapa en una zona donde tenga suficiente grosor", explica Prat, "se pone una válvula que lo mantiene estanco y conectas la manguera para extraer el fuel". En el mes y medio que duró la operación, el Clara Campoamor recogió más de 300.000 litros del interior del viejo Woodford, una cantidad que habría provocado un gran daño en los ecosistemas de la zona. La oscuridad de las profundidades trae a veces alguna sorpresa. En una de las primeras jornadas, Manuel estaba concentrado en limpiar la superficie del casco cuando una enorme boca apareció ante su cara. "De repente me apareció por aquí el bocón de un congrio tremendo, delante de la cara", relata. "Y me metió un susto de muerte. Después los congrios nos acompañaban a menudo, pasaban a nuestro lado serpenteando como si tal cosa". A 90 metros de profundidad no solo sientes la pesadez que provoca la presión, también tienes un problema de temperatura. "Notas la presión, pero sobre todo sientes mucho frío, porque las mezclas de helio te hacen perder calor", explica Manuel. El interior de la campana y del complejo están aclimatados a más de 30 grados para evitar que los buzos se enfríen. Pero lo más duro para ellos no es el frío ni las duras tareas ni la soledad, sino las horas en que no tienen nada que hacer. “La gente tiene una idea de que somos como Rambo”, dice Manuel, “pero somos personas normales. Los hay más altos más bajos, hay de todo... es una cuestión de voluntad más que de otra cosa”. Lo dice un tipo que cuando no tiene que subir a controlar un barco fantasma se dedica a rastrear el fondo del mar en busca de personas desaparecidas. “El secreto”, añade Francisco Mateo, “está en la mentalidad, hay tener la cabeza amueblada y estar centrado”. ¿Cuándo será su siguiente misión? “Espero que la siguiente sea cuanto más tarde mejor”, concluye Manuel, “porque si acudimos a algún sitio querrá decir que ha habido alguna desgracia”. Publicado en la revista Don en diciembre de 2013. Entreguen la cabeza de Dora Kent En la mañana del 7 de enero de 1988 una decena de coches patrulla y varios vehículos del departamento forense de Riverside, California, rodearon las instalaciones de la mayor empresa de suspensión criónica del mundo con una orden de registro. El forense y su equipo llegaban a la central de Alcor en busca de algo muy concreto. "Estamos aquí", informó el agente Alan Kunzman una vez dentro del edificio, "para llevarnos la cabeza de Dora Kent y todos los documentos relacionados". En las siguientes horas, y durante muchos días, los forenses buscaron la cabeza de la señora Kent en los contenedores refrigerados de Alcor. Pero no la encontraron. Sí recuperaron allí el cuerpo inerte de la anciana (relleno de anticongelante) y sus dos manos cortadas. "En este momento, tenemos las cabezas de siete clientes almacenadas aquí", informó Michael Darwin, uno de los responsables de Alcor. "Todas perfectamente conservadas para el momento en que la ciencia sea capaz de reanimarlas y clonar sus células... Los llamo clientes porque nosotros no aceptamos que estén muertos, solamente "deanimados". También tenemos muchas mascotas. Tres perros. Y un mono." A día de hoy la cabeza de Dora Kent sigue en paradero desconocido y su caso es uno de los episodios más sórdidos de la historia de la criónica. Unas semanas antes del registro policial, su hijo Saul Kent y el propio Darwin, ambos fundadores de Alcor, habían sacado a la mujer de 83 años, enferma de alzhéimer, de la residencia de ancianos en la que vivía con la excusa de llevarla a casa y darle los mejores cuidados. Esa noche, sin embargo, la llevaron al 12327 de Doherty Street, en el polígono industrial en el que se encontraba Alcor, y comenzaron un proceso que culminó con su muerte en apenas 48 horas. Tal y como reconocen en sus notas, varios miembros de Alcor, incluido su propio hijo, dejaron de alimentar a la señora Kent, esperaron a que falleciera, le cortaron la cabeza y la introdujeron en un contenedor con nitrógeno líquido a la espera de que la tecnología del futuro la reviviese. Una de las principales fuentes para comprender lo que sucedió aquellos días es el relato de Alan Kunzman, uno de los forenses que participó en el caso, en su libro "Mothermelters" ("Descongeladores de madres"). Su investigación comienza la noche en que dos tipos de aspecto extraño aparecen en sus oficinas para que les firmen un certificado de defunción. Los protagonistas son el hijo de la fallecida y el mencionado Michael Darwin(que en realidad se apellida Federowicz). La mujer ha muerto como consecuencia de una neumonía en su domicilio, dicen, y necesitan que alguien firme el documento que la funeraria les ha negado. Pero a Kunzman y los otros forenses les parece todo extraordinariamente sospechoso. Cuando los agentes recogieron el testimonio del médico y las enfermeras de la residencia de ancianos de la que habían sacado a Dora Kent, estos aseguraron que la mujer no presentaba ninguna señal de empeoramiento o algo que hubiera podido precipitar su muerte. La anciana murió sin la presencia de un médico y procedieron a decapitarla sin que nadie certificara oficialmente su fallecimiento. La autopsia posterior del cuerpo mostraría la presencia de barbitúricos en su flujo sanguíneo de tal forma, según el especialista, que solo pudieron ser suministrados antes de que muriera. Es decir, sospechaba Kunzman, los miembros de Alcor no esperaron a que la señora Kent se "deanimara", como ellos sostenían, sino que le dieron un empujoncito en su camino hacia el otro barrio. Durante muchos capítulos, Kunzman enumera los intentos de los miembros de Alcor por engañarles y hacer desaparecer pruebas. No solo escondieron la cabeza para impedir que los forenses la analizaran, sino que se llevaron los papeles importantes antes del registro, ocultaron la cinta VHS donde estaba grabada la operación y, según Kunzman, se dedicaron a amenazarles a él y a otros forenses para que dejaran la investigación. "Hay que conseguir frenar a los agresores de los pacientes en suspensión criónica", decía una de las cartas amenazantes al equipo forense. "Cuando la criónica sea plenamente aceptada", continuaba, "usted ocupará su lugar en los libros de historia junto a los esclavistas, los luditas, aquellos que se opusieron a la anestesia o a la teoría microbiana. Mientras tanto, que le vaya bien, descongelador de madres [mothermelter]". La versión de Alcor está disponible en su web a través de las notas del diario de Michael Perry, uno de los miembros que participó en el proceso. Bajo el título "Notas sobre la crisis de Dora Kent" estos apuntes dan algunas claves de lo que sucedió y resumen el juego del ratón y el gato que Alcor y el forense se trajeron durante semanas. La obsesión de los seguidores de la empresa criónica, empezando por el hijo de la fallecida, era impedir que hicieran la autopsia de la cabeza, pues temían que eso la "matara" [sic]. Y en ese diario - al que también tuvo acceso el forense - se dejan caer datos muy reveladores. La noche antes de que la señora Kent muriera, Perry escribió estas líneas: "Tenemos un fuerte presentimiento de que ella caerá, como esperamos, y ya no está siendo alimentada por tubos como sucedía en la residencia. Ha sido mantenida con vida durante dos o tres años mientras su cerebro se ha descompuesto lentamente - una atrocidad que esperamos detener mediante la congelación". No es el único momento en el que la verdad de fondo se desliza en las notas del diario. "Otro rito atroz", escribe Perry, "un crimen de incalculables proporciones, es perpetrado cuando se mantiene a una persona en una residencia hasta que su mente se ha ido, utilizando cualquier medio disponible". Y más delante, sin reparos: "¡Debimos congelar a la señora Kent hace muchos años! Cortar su cabeza y congelarla es una pena mucho menor que la que la naturaleza nos reserva a menudo: basta pensar en la atrocidad de algunos males como el alzhéimer o la enfermedad de Huntington. Piensen en ello, cualquier forma de muerte es un sacrificio de células cerebrales, ¿no? Excepto cuando es seguido de la suspensión criónica". El asunto saltó a todos los periódicos y televisiones, y la opinión pública fue pasando del asombro al debate sobre la necesidad de prolongar la vida. El hecho de que la señora Kent estuviera prácticamente desahuciada parecía justificar para algunos que su hijo hubiera querido darle otra oportunidad a través de la criónica. Kunzman, en cambio, consideraba que debía investigar los indicios de homicidio del caso, aunque la víctima “hubiera tenido 200 años”. "La gente de Alcor", reflexiona el forense en su libro, "no consideraba que ellos hubieran desconectado a la mujer porque, en sus mentes, Dora Kent estaba todavía viva y recibiendo cuidados constantes. Esa idea me hizo preguntarme si quizá era a eso a lo que se refería Saul Kent cuando le dijo a la gente de la residencia que su madre recibiría el mejor de los cuidados. Por supuesto no mencionó que su versión de cuidarla incluiría llenar su cuerpo de barbitúricos y cortarle la cabeza y las manos". A pesar del reguero de pruebas, el funcionamiento chapucero de la propia oficina forense desembocó en una victoria para Alcor. El relato de Kunzman es la historia de un perdedor con momentos de sordidez dignos de una película de los hermanos Coen. El responsable de la oficina, Ray Carrillo, fue poniendo trabas a la investigación por sus enfrentamientos personales o su afán de protagonismo. La primera visita a Alcor, en la que Kunzman intervino el cuerpo y las manos de la anciana muerta que encontró en un recipiente con hielo, Carrillo apareció en escena y ordenó que no tocaran la cabeza, con lo que a partir de aquel momento se hizo imposible recuperarla. Después del primer registro de las instalaciones, con aviso de bomba incluido, un agente perdió los nervios y detuvo a varios miembros de Alcor por asesinato, mucho antes de que se hubieran reunido las pruebas del caso. Y no solo eso, también amenazó con descongelar todas las cabezas que almacenaban en nitrógeno líquido. El resultado de tanto despropósito fue una orden temporal del juez, el 13 de enero, de que la oficina forense no se acercara a la cabeza de Dora Kent ni a los restos humanos conservados en Alcor, a pesar de todos los indicios e irregularidades. La orden se convirtió en definitiva tiempo después y un juez condenó al condado a indemnizar a los miembros de Alcor detenidos de forma injusta durante el registro de las instalaciones. Según Alcor, las sospechas de homicidio se disiparon porque los restos de barbitúricos descubiertos por el forense pudieron extenderse por la sangre de la señora Kent debido a las maniobras de mantenimiento vital propias del proceso de criopreservación. Aunque hubo algunas voces críticas dentro de la propia comunidad criónica, Alcor considera que el caso de Dora Kent pasó de ponerles al borde de la desaparición a darles un espaldarazo jurídico y legal que les ayudó a consolidarse y continuar sus actividades. Saul Kent reapareció ante las cámaras en el año 2000, entrevistado por Errol Morris en su serie "First Person". En la grabación defiende las bondades de la crionización, habla abiertamente de su madre y se lamenta de no haber podido congelar también a su padre. Con el inquietante título de “Yo descuarticé a mamá”, la entrevista es un retrato brillante del personaje. "Uno de mis héroes fue siempre el doctor Frankenstein", asegura Kent, “pero fue un incomprendido”. Sobre lo sucedido con su madre, considera que se trató de un mero conflicto de intereses y un problema de permisos. La gente que congela a una persona, asegura, no puede ser la misma que la declara muerta. La idea de llevarla a Alcor le surgió al ver que su madre había tenido un cambio radical. “De repente no era la persona que yo había conocido. Empezó a recordar cosas que no habían sucedido”. “Elegí que congelaran solo su cerebro porque su cuerpo estaba en muy mala situación”, prosigue. “La razón por la que conservamos la cabeza entera es porque protege el cerebro y si tuvieras que sacarlo sería peor… Su cabeza fue separada quirúrgicamente del cuerpo doce horas después de que fuera declarada muerta y, por supuesto, cuatro años y doce horas después de que realmente empezara a morirse”. En un momento dado, y a petición del entrevistador, Kent fantasea incluso con la posibilidad de reencontrarse con su madre en un futuro. “Sería el tipo de reunión que nunca ha ocurrido antes, es posible que nos convirtiéramos más en amigos que en una madre y un hijo, es difícil describir cómo sería”. ¿Y qué le diría en ese reencuentro?, pregunta Morris. "Mamá, ahora estamos juntos”, responde Kent, “y vamos a probar una nueva forma de paraíso. Le diría: funcionó, realmente funcionó". Sobre la cuestión clave, el paradero de la cabeza durante todo el tiempo en que los forenses la buscaron, Kent confiesa que estaba custodiada por un amigo. “Alguien la tenía en su casa”, asegura. ¿Y ahora? ¿Se puede saber dónde está?, le preguntan. Su respuesta es una maravillosa pirueta entre la fantasía y la confesión. “Preferiría no comentar eso”, responde, “no hay una ley que fije los límites del asesinato, y preferiría no revisar dónde está, preferiría no hacerlo...”. Y añade: “Puede que dentro de cien años". Referencias: Notes On the Dora Kent Crisis (Alcor) |Mothermelters: The inside story of Cryonics and the Dora Kent Homicide (Alan Kunzman) | I Desmember Mama (Errol Morris) * Artículo publicado en la revista Jot Down en diciembre de 2013. El hombre que vio a través de sus huesos En el verano de 1957, Darrell Robertson se encontraba apostado junto a sus compañeros en algún lugar del desierto de Mojave. Equipados con un chaleco especial, guantes y gafas protectoras, los chicos del primer batallón del 12º de Infantería esperaban contemplar su primera explosión nuclear desde la lejanía, pero el impacto fue mucho más potente de lo que esperaban. “Muchos de nosotros rodamos por el terreno como pelotas de fútbol”, explica Robertson en una entrevista con The Columbia Tribune. La explosión les pilló desprevenidos y la onda expansiva les golpeó como “un bate en el estómago”. Pero lo más sorprendente, explica Robertson, le sobrevino un poco antes, cuando le alcanzaron las radiaciones y pudo ver, por un instante, sus propios huesos debajo de los guantes y de la carne. Aunque no encontró explicación para esta fugaz “visión de rayos X”, asegura la revista, Robertson tuvo la ocasión de hablar años más tarde con otros veteranos que relataron experiencias parecidas. Como bien apuntan algunas fuentes, lo que le sucedió no fue que Robertson adquiriera repentinamente una visión de rayos X, sino que sus ojos contemplaron durante unas milésimas de segundo cómo la radiación atravesaba cuanto se ponía por delante. Durante los siguientes meses, su batallón volvió a exponerse a entre 12 y 15 explosiones nucleares y cada vez se repetía la misma ceremonia: les enviaban a la zona cero a maniobrar y les daban un medidor para comprobar a cuánta radiación resultaban expuestos. Entre 1945 y 1958, el ejército de EEUU detonó más de un centenar de bombas atómicas en el desierto de Nevada y envió a miles de soldados a inspeccionar la zona. “¿Nos utilizaron como cobayas?”, se pregunta Robertson. “Desde luego que sí, si lo quiere llamar de esa manera”. Durante los siguientes años, Robertson siguió sirviendo al ejército, pero el cáncer le devoró parte de los riñones, el páncreas, el hígado y la próstata, y se extendió por algunos puntos de los pulmones. Muchos de sus compañeros no tuvieron tanta suerte. No llegaron a viejos para contarlo. Referencia: Nuclear blasts’ toll lingers for one man (Columbia Daily Tribune). Publicado el 13 de junio de 2009 en Fogonazos. Como fuegos artificiales dentro de los ojos Hace unos días tuve la oportunidad de volver a hablar con el astronauta Charlie Duke y aproveché para preguntarle por una vieja historia que ya habíamos contado por aquí: ¿sintió él los fogonazos de luz al cerrar los ojos que relataron los miembros del Apolo 11 en su viaje a la Luna? Esto fue lo que me contestó: "Sí, eran los rayos cósmicos golpeando la retina. Era como tener fuegos artificiales dentro de los ojos". Publicado el 3 de abril de 2012 en Fogonazos. Agradecimientos Este libro no habría sido posible sin la paciencia y la generosidad infinita de Noelia, por las horas y días que le ha robado esta manía mía de contar historias. Tampoco se habría hecho realidad sin el buen hacer de Alejandro (@Alpoma), maquetador y recordman mundial, ni sin el maravilloso arte de Javi Álvarez, que pintó el cuadro que ilustra la cubierta, y Miguel Fernández Flores, que montó el tráiler. A ambos debo agradecerles también las horas que me aguantaron mientras les daba la matraca con muchas de las historias de este libro. También quiero agradecer a Javier Peláez los consejos sobre el crowdfunding, a Arturo Quirantes la ayuda con el ePub, a mis compañeros de Naukas las cosas que aprendo con ellos y su apoyo al libro, y a mi ex director, Carlos Salas, la oportunidad que me dio para escribir sobre lo que me diera la gana. Gracias a mi admirado Xurxo Mariño por presentarme a Enrique Zas, y a éste por su ayuda con los rayos cósmicos, y al profesor Fernando Arqueros, por enseñarme una cámara de chispas para sentir cómo era eso de ver las interacciones de las partículas en vivo y en directo. Gracias a todos los científicos con los que hablé para los reportajes de este libro, y a los compañeros de Jot Down, Quo, Lainformacion.com, Libro de Notas y Revista Don por permitirme reproducirlos. Mi agradecimiento especial a Ander por el prólogo (de mayor quiero ser como él) y a Lola y Juan Carlos por la ayuda con el proyecto y los ánimos en los momentos de mayor locura. Y a mis padres, a los que les debo todo. Pero el mayor de los agradecimientos se lo debo a los lectores, a los que habéis querido aparecer en la siguiente lista de patrocinadores del libro y a los que no, a los que habéis entrado alguna vez en fogonazos.es y habéis disfrutado con las historias y contribuido a que ese espacio sobreviviera diez años. Sin vosotros, sin esa curiosidad colectiva que os mueve, nada de esto sería posible. Os debo estos diez años de asombros. Estos son los patrocinadores que han querido aparecer en el libro. Gracias de corazón: Daniel Arcones, Alberto Montt, Guillermo Montoya Fanegas, Pedro Alzaga, uranus, Mauricio Zapata, Ramalva, Víctor Teixidó, Rubén J. Lapetra, GDD, Bosonhiggs, s0b, luisss, Babisduc, carloselrojo, guilleprudencio, Emilio D'Angelo Yofre, Sokajim, Manuel Piñón, Txema Campillo, Laura Calvo, Martagsj, sintrano, kokepelele, benat, montejo3, dogday, xurxomar, Hal-Varo Nuss, Jdopmon, brucknerite, matthieusp, Fussnavarro, joram00, albertopochero, Mariano Morell, Alexjimenezfotografo, Patxi Gordiola, Daniel Fontenla, Carmenpl, Olayar, Aurolenska, ibizamarina, Pablo Álvarez Busca, GregorioRR, luisss,Lk2, Gonzalo Malpartida, Adrianomoran, jlcruz, intronauta77, jaimelatour, Xurxo Mosquera Barreiro, Toni J Lozano, Ramon Ordiales, Juangie, Fernando Cuartero, Marmotoid, pentinati, Alberto Palacios, Carlos Chordá, Eugenio Manuel Fernández Aguilar, José Zanni, Francisco Serrano, Txaume, FERNANDO López Sánchez, gabriel garcia, vegamontesino, Sergio Acebrón, Jose M Morales, Juanjogom, Julian Estévez, Guidel, Ricardomf, Fernando A. Santos, Zhra, slazar, Pablo Alcubilla, EMERITO, Kiko Jauregui, Dapiam, Pipesor, Aitzol de Quadra, Vaishak, Daniel Suárez Matilla, Serpy Solamente, Afel Custodio, Jalarab, Jegofer, Clicea, cross74, mbuenoferrer, ManuelAF, Victomas, Aarón Fortuño Ramos, Norberto Wagner, Enkil1975, Curtof, disconube, Bilbinho, Kaiowas Indagame, Marina Franco, Vikenbauer, carloscasanueva, urienkami, Remo Tamayo, Staurikos, Carlos Jimenez, Jpelayodsg, Romina C, Ezequiel Del Bianco, Jose Fernández Rosa, Killerrex, Fernando S., Sahib Vazquez, Oscar Dominguez, Yannboix, oxydental, boylucas, Javi García, Javier Pérez, Pitooo, franjre, rafacereceda, jhbabon, Paco Mendez, José Fortuño Candelas, Outconsumer, xnieto73, Juan Polo, SpenderFdez, Mgtroyas, xavivars, Juan Antonio Zaratiegui Vallecillo, elcoyote82, Pablo Trancón Barros, Gatuno, Hipnosapo, LuciaMunozSanMartin, Miguel Martín, Dalr, aceroso, xbizkuit, flyxaZ, tomasfg, Javier Yáñez, Jcmontejo, David Ni Caso, Jaime De Aquino Darnaude, Pablo Hdez, Eloy Garcia-Borreguero, Jose Esteban, Robertomorca, Victor_Calan_Uc, Juan Luis García Alonso, Jesus Torres, Chuchox, Wildrumbo, enriquejoven, mig2969, Ignacio Donaire, Nudomarinero, Alex Zars, Witt13, Carolina Prat, Emilio Cazorla, Alberto Fernandez, Joaquin_Sevilla, Carlos Espada, Lauralbor, Jorge Avalos, Fuente Eterna Juventud, Juan Antonio Zaratiegui Vallecillo, Juan Torres, mitxi21, Vicente Llorca Jordá, DaniEPAP, Laura Morrón, Rubén Martín, Tulvur, Pablo Rodríguez, Msantander, Daniel Guerrero, JavierRobledano, Javier Gonzalez Florit, KPTYO, Diegovh, Clara Grima, Leniad, Fernando Ávila Vázquez, Francisco Budinich, Jaumemuntane, maurog, JOSETXO, Dsalvanes, Rodrigo García, Iñaki Atienza, Esaud López, Camigato, Diego Casado, Ghaneroth, Ragnarok, OrlandoAlonso, Quiqueinfante, Gamusino, Emartin, Emeterio Álvarez, NachoColl, Isabelara, David Meana, Bugui, SandraGomez, Joardar, lostgarou, grelo, FranJFabra, soad82, Alicia Anaya Alvarez, Nuria C Botey, Juanchosdlt, Ppandora, Pere Estupinya, Frodriguez, Rodrigo Diaz Medina, Alzhaid, simaogg, Nicolas Ojeda, Vedereka, Jorge Alarcon Melesio, xariam71, KarLiLE, RicardMadurell, Miguelsanta, Lince, Kasumlolla, David Meier, Oicangi, Juanma García, Jose Anestesia, Pelayo Gonzalez, MurrayJames, Julian Garbiso, Francisco Vélez Ocaña, Gustavo_Martinez, JVCK, Arielcesan, Jorge Varela Díaz-Delgado, Joako Rey, TheUsersName, Oschidi, Julio Ayllón Hidalgo, Waldon, Fernando Campo, Nacho Dominguez Ortega, jumepre, PalomaGO, titotrumpet, nanicol, Francis González Ariza, Alejandro Nakouzi, diego_gon, Miguel Erja González Solís. El proyecto de financiación colectiva de “¿Qué ven los astronautas cuando cierran los ojos?” en la plataforma Lánzanos se cerró el 19 de diciembre de 2013 con 1.121 apoyos y un 138% del objetivo conseguido. Me encantaría que me hicierais llegar vuestra opinión sobre el libro, para bien o para mal, a través de fogonazos@gmail.com. ¡Gracias por vuestra generosidad! Antonio Martínez Ron (Madrid, 1976) es periodista y divulgador científico. Ha trabajado como editor de Ciencia de lainformacion.com, es uno de los creadores del blog de ciencia más leído en español (Naukas.com) y colaborador habitual de medios como la revista Quo, Yahoo! y Onda Cero. Desde 2003 recoge sus "asombros diarios" en Fogonazos.es, el decano de la blogosfera científica en España, con más de 40.000 suscriptores. Como divulgador científico ha recibido un premio Prismas, varios Bitácoras y el premio Blasillo por su trabajo en internet.